Continuamos con la Semana del niño.
Ahora dos cuentos protagonizados por niños. El primero relata bellamente las cavilaciones de un estudiante ante la misteriosa pregunta del maestro. El segundo nos cuenta las siniestras aventuras de unos pinches chamacos.
TACHAS
Eran las 6 y 35 minutos de la tarde.
El maestro dijo: ¿Qué cosa son tachas? Pero yo estaba pensando en muchas cosas; además, no sabía la clase.
El salón de estos hechos tiene tres puertas, de madera pintada de rojo, con un vidrio en cada hoja, despulido en la mitad de abajo.
A través de la parte no despulida del vidrio de la puerta de la cabecera del salón, veíanse, desde el lugar en que yo estaba, un pedazo de pared, un pedazo de puerta y unos alambres de la instalación de luz eléctrica. A través de la puerta de en medio, se veía lo mismo, poco más o menos lo mismo, y, finalmente, a través de la tercera puerta, las molduras del remate de una columna y un lugarcito triangular del cielo.
Por este triangulito iban pasando nubes, nubes, lentamente. No vi pasar en todo el tiempo, sino nubes, y un veloz, ágil, fugitivo pájaro.
Es muy divertido contemplar las nubes, las nubes que pasan, las nubes que cambian de forma, que se van extendiendo, que se van alargando, que se tuercen, que se rompen, sobre el cielo azul, un poco después que terminó la lluvia.
El maestro dijo:
-¿Qué cosa son tachas?
La palabrita extraña se metió en mis oídos como un ratón a su agujero, y se quedó en él, agazapada. Después entró un silencio caminando en las puntitas de los pies, un silencio que, como todos los silencios, no hacía ruido.
No sé por qué, pero yo pienso que lo que me hizo volver, aunque a medias, a la realidad, no fueron las palabras, sino el silencio que después se hizo; porque el maestro estaba hablando desde mucho antes, y, sin embargo, yo no había escuchado nada.
¿Tachas? ¿Pero, qué cosa son tachas? Pensé yo. ¿Quién va a saber lo que son tachas? Nadie sabe siquiera qué cosa son cosas, nadie sabe nada, nada.
Yo, por mi parte, como ejemplo, no puedo decir lo que soy, ni siquiera qué cosa estoy haciendo aquí, ni para qué lo estoy haciendo. No sé tampoco si estará bien o mal. Porque en definitiva, ¿quién es aquel que atinó con su verdadero camino? ¿Quién es aquel que está seguro de no haberse equivocado?
Siempre tendremos esa duda primordial.
En lo ancho de la vida van formando numerosos cruzamientos los senderos. ¿Por cuál dirigiremos nuestros pasos? ¿Entre estos veinte, entre estos treinta, entre estos mil caminos, cuál será aquél, que una vez seguido, no nos deje el temor de haber errado?
Ahora, el cielo, nuevamente se cubría de nubes, e iban haciéndose en cada momento más espesas; de azul, sólo quedaba sin cubrir un pedacito del tamaño de un quinto. Una llovizna lenta descendía, matemáticamente vertical, porque el aire estaba inmóvil, como una estatua.
Cervantes nos presenta en su libro, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, una llanura inmóvil y en ella están los peregrinantes, bajo el cielo gris, y en la cabeza de ellos, hay esta misma pregunta. Y en todo el libro no llega a resolverla.
Este problema no inquieta a los animales, ni a las plantas, ni a las piedras. Ellos lo han resuelto fácilmente, plegándose a la voluntad de la Naturaleza. El agua hace bien, perfectamente, siguiendo la cuesta, sin intentar subir.
De esta misma manera, parece que lo resolvió Cervantes, no en Persiles, que era un cuerdo, sino en don Quijote, que es un loco.
Don Quijote soltaba las riendas al caballo e iba más tranquilo y seguro que nosotros.
El maestro dijo:
-¿Qué cosa son tachas?
Sobre el alambre, bajo el arco, se posó un pajarito diminuto, de color de tierra, sacudiendo las plumas para arrojar el agua.
Cantaba el pajarito, u fifí, fifí. De fijo el pajarito estaba muy contento. Dijo esto con la garganta al aire; pero en cuanto lo dijo se puso pensativo. No, pensó, con seguridad, esta canción no es elegante. Pero no era ésta la verdad, me di cuenta, o creí darme cuenta, de que el pajarito no pensaba con sinceridad. La verdad era otra, la verdad era que quien silbaba esta canción era la criada, y él sentía hacia ella cierta antipatía, porque cuando le arreglaba la jaula, lo hacía de prisa y con mal modo.
La criada de esa casa, ¿se llama Imelda? No. Imelda es la muchacha que vende cigarros “Elegantes”, cigarros “Monarcas”, chicles, chocolates y cerillas, en el estanquillo de la esquina. ¿Margarita? No, tampoco se llama Margarita. Margarita es nombre para una mujer bonita y joven, de manos largas y blancas, y de ojos dorados. ¿Petra? Sí, éste sí es nombre de criada, o Tacha.
Pero ¿en qué estaría pensando cuando dije que nadie sabe qué cosa es tacha?
Es una lástima que el pajarito se haya ido. ¿Para dónde se habrá ido ahora el pajarito? Ahora estará parado en otro alambre, cantando u fiiiii, pero yo ya no lo escucho. Es una lástima.
Ya el cielo estaba un poco descubierto, era un intermedio en la llovizna. Llegaba el anochecimiento lentamente. La llegada de la sombra daba un sentido más hondo al firmamento. Las estrellas de todas las noches, las estrellas de siempre, comenzaron a abrirse por orden de estaturas y distancias.
De abajo subía el ruido de toda la ciudad; de arriba caía el silencio de todo el infinito.
De cierto, no sé qué cosa tiene el cielo aquí, que transparenta el universo a través de un velo de tristeza.
Allá son muy raras las tardes como ésta, casi siempre se muestra el cielo transparente, teñido de un maravilloso azul, que no he encontrado nunca en otra parte. Cuando empieza a anochecer, se ven en su fondo las estrellas, incontables, como arenitas de oro bajo ciertas aguas que tienen privilegios de diamante.
Allá se ven más claritas que en ninguna parte las facciones de la luna. Quien no ha estado allá, de verdad no sabe cómo será la luna. Tal vez, por esto, tienen aquí la idea de que la luna es melancólica. Ésta es una gran mentira de la literatura. ¡Qué ha de ser melancólica la luna!
La luna es sonriente y sonrosada, lo que pasa es que aquí no la conocen. Su sonrisa es suave, detrás de sus labios asoman unos dientes menuditos y finos, como perlas, y sus ojos son violáceos, de ese color ligeramente lila que vemos en la frente de las albas, y en torno a sus ojeras florecen manojitos de violetas, como suelen alrededor de las fuentes profundas.
Allá todo es inmaculado, allá todo es sin tachas… tachas, otra vez tachas. ¿En qué estaría yo pensando cuando dije que nadie sabe qué cosa son tachas?
Había pensado esto con la propia velocidad del pensamiento, y Dios que diga lo que seguiría pensando si no fuera porque el maestro repitió por cuarta o quinta vez, y ya con voz más fuerte:
-¿Qué cosa son tachas?
Y añadió:
-A usted es a quien se lo pregunto, a usted, señor Juárez.
-¿A mí, maestro?
-Sí, señor, a usted.
Entonces fue cuando me di cuenta de una multitud de cosas. En primer lugar, todos me veían fijamente. En segundo lugar, y sin ningún género de dudas, el maestro se dirigía a mí. En tercer lugar, las barbas y los bigotes del maestro parecían nubes en forma de bigotes y de barbas, y en cuarto lugar, algunas otras; pero la verdaderamente grave era la segunda.
Malos consejos, experimentos turbios de malos estudiantes, me asaltaron entonces y me aseguraron que era necesario decir algo.
-Lo peor de todo es callarse, me habían dicho.
Y así, todavía no despertado por completo, hablé sin ton ni son, lo primero que me vino a la cabeza.
No podría yo atinar con el procedimiento que empleó mi cerebro lleno de tantos pájaros y de tantas nubes, para salir del paso, pero el caso es que escucharon todo esto que yo solté, muy seriamente:
-Maestro, esta palabra tiene muchas acepciones, y como aún es tiempo, pues casi nos sobra media hora, procuraré examinar cada una de ellas, comenzando por la menos importante, y siguiendo progresivamente, según el interés que cada una nos presente.
Yo estoy desengañado de que no estoy loco; si lo estuviera, ¿por qué lo había de negar?; lo que pasa es otra cosa, que no está bueno explicar, porque su explicación es larga. De modo que la vez a que me vengo refiriendo, yo hablaba como si estuviera solo, monologando. Y noto que usted guarda silencio…
Usted, en aquel rato, para mí, no significaba nadie; según la realidad, debía ser el maestro; según la gramática, aquel a quien dirigiera la palabra, mas para mí, usted no era nadie, absolutamente nadie. Era el personaje imaginario, con quien yo platico cuando estoy a solas. Buscando el lugar que le corresponda entre los casilleros de la analogía, corresponde a esta palabra el lugar de los pronombres; sin embargo, no es un pronombre personal, ni ningún pronombre de los ya clasificados. Es una suerte de pronombre personal que, poco más o menos, puede definirse así. Una palabra que yo uso algunas veces para fingir que hablo con alguien, estando en realidad a solas. Seguí:
-Noto que usted guarda silencio y como el que calla otorga, daré principio, haciéndolo de la manera que ya dije. La primera acepción, pues, es la siguiente: tercera persona del presente indicativo del verbo tachar, que significa: poner una línea sobre una palabra, un renglón o un número que haya sido mal escrito. La segunda es esta otra: si una persona tiene por nombre Anastasia, quien la quiera mucho empleará, para designarla, esta palabra. Así, el novio, le diría:
-Tú eres mi vida, Tacha.
La mamá:
-¿Ya barriste, Tacha, la habitación de tu papá?
El hermano:
-¡Anda, Tacha, cóseme ese botón!
Y finalmente, para no alargarme mucho, el marido, si la ve descuidada (Tacha puede hacer funciones de Ramona), saldrá poquito a poco, sin decir ninguna cosa.
La tercera es aquella en que aparece formando parte de una locución adverbial. Y esta significación, tiene que ser únicamente con uno de tantos modos de preparar la calabaza. ¿Quién es aquel que no ha oído decir alguna vez calabaza en tacha? Y, por último, la acepción en que la toma nuestro código de procedimientos.
Aquí entoné, de manera que se notara bien, un punto final.
Y Orteguita, el paciente maestro que dicta en la cátedra de procedimientos, con la magnanimidad de un santo, insinuó pacientemente:
-Y, díganos, señor, ¿en qué acepción la toma el código de procedimientos?
Ahora, ya un poquito cohibido, confesé:
-Ésa es la única acepción que no conozco. Usted me perdonará, maestro, pero…
Todo el mundo se rió: Aguilar, Jiménez Tavera, Poncianito, Elodia Cruz, Orteguita. Todos se rieron, menos el Tlacuache y yo que no somos de este mundo.
Yo no puedo hallar el chiste, pero teorizando, me parece que casi todo lo que es absurdo hace reír. Tal vez porque estamos en un mundo en que todo es absurdo, lo absurdo parece natural y lo natural parece absurdo. Y yo soy así, me parece natural ser como soy. Para los otros no, para los otros soy extravagante.
Lo natural sería, dice Gómez de la Serna, que los pajaritos dormidos se cayeran de los árboles. Y todos lo sabemos bien, aunque es absurdo, los pajaritos no se caen.
Ya estoy en la calle, la llovizna cae, y viendo yo la manera como llueve, estoy seguro de que a lo lejos, perdido entre las calles, alguien, detrás de unas vidrieras, está llorando porque llueve así.
EFRÉN HERNÁNDEZ
Tachas y otros cuentos
FCE
pp. 9-18
A LOS PINCHE CHAMACOS
Soy un pinche chamaco. Lo sé porque todos lo saben. Ya deja, pinche chamaco. Deja allí, pinche chamaco. Qué haces, pinche chamaco. Son cosas que oigo todos los días. No importa quién las diga. Y es que las cosas que hago, en honor a la verdad, son las que haría cualquier pinche chamaco. Si bien que lo sé.
Una vez me dediqué a matar moscas. Junté setenta y dos y las guardé en una bolsa de plástico. A todos les dio asco, a pesar de que las paredes no quedaron manchadas porque tuve el cuidado de no aplastarlas. Sólo embarré una, la más llenita de todas. Pero luego la limpié. Lo que menos les gustó, creo, es que las agarraba con la mano. Pero la verdad es que eran una molestia. Lo decía mi mamá: pinches moscas. Lo dijo papá: pinche calor: no aguanto a las moscas: pinche vida. Hasta que dije yo: voy a matarlas. Nadie dijo que no lo hiciera. En cuanto se fueron a dormir su siesta, tomé el matamoscas y maté setenta y dos. Concha vio cómo tomaba a las moscas muertas con la mano y las metía en una bolsa de plástico. Les dijo a ellos. Y ellos me dijeron pinche chamaco, no seas cochino. En vez de agradecérmelo. Y me quitaron el matamoscas y echaron la bolsa al basurero y me volvieron a decir pinche chamaco hijo del diablo.
Yo ya sabía entonces que lo que hacía es lo que hacen todos los pinches chamacos. Como Rodrigo. Rodrigo deshojó un ramo de rosas que le regalaron a su mamá cuando la operaron y le dijeron pinche chamaco. Creo que hasta le dieron una paliza. O Mariana, que se robó un gatito recién nacido del departamento 2 para meterlo en el microondas y le dijeron pinche chamaca.
Los pinches chamacos nos reuníamos a veces en el jardín del edificio. Y no es que nos gustara ser a propósito unos pinches chamacos. Pero había algo en nosotros que así era. Ni modo. Por ejemplo, un día a Mariana se le ocurrió excavar. Entre los tres excavamos toda una tarde: no encontramos tesoros; ni siquiera lombrices. Encontramos huesos. El papá de Rodrigo dijo: pinche hoyo. Y la mamá: son huesos. Vino la policía y dijo que eran huesos humanos. Yo no sé bien a bien lo que pasó allí, pero la mamá de Mariana desapareció algunos días. Estaba en la cárcel, me dijo Concha. Rodrigo escuchó que su papá había dicho que ella había matado a alguien y lo había enterrado allí. Cuando volvió, supe que todos éramos unos pinches chamacos metiches pendejos.
Rodrigo me aclaró las cosas: la policía pensaba que ella había matado a alguien. Pero no: se había salvado de las rejas. ¿Qué son las rejas?, pregunté. La cárcel, buey.
Ya no volvimos a excavar. Tampoco pudimos vernos durante un buen tiempo. A mí mis papás me decían que no debía juntarme con ellos. A ellos les dijeron lo mismo, que yo era un pinche chamaco desobligado, mentiroso. A Rodrigo le dieron unos cuerazos.
Tiempo después, cuando ya a nadie le importó que los pinches chamacos nos volviéramos a ver, Mariana tuvo otra ocurrencia: hay que excavar más. No, ¿qué no ves lo que estuvo a punto de pasarle a tu mamá? No pasó nada, me dijo. Para que nadie nos viera, hicimos guardias. Excavamos en otra parte y no encontramos nada de huesos. Luego en otra: tampoco había huesos. Pero sí un tesoro: una pistola. Debe valer mucho. Yo digo que muchísimo. A lo mejor con esto mataron al señor del hoyo. A lo mejor. Sí, hay que venderla.
Escondimos la pistola en el cuarto donde guarda sus cosas el jardinero. Rodrigo dijo que él sabía cómo se usan las pistolas. Mi papá tiene una y me deja usarla cuando vamos a Pachuca. Mariana no le creyó. Andarás viendo mucha televisión, eso es lo que pasa.
Al día siguiente la volvimos a sacar y la envolvimos en un periódico. ¿Cómo la vendemos? ¿A quién se la vendemos? Al señor Miranda, el de la tienda. Fuimos con el señor Miranda y nos vio con unos ojos que se le salían. Nos dijo: se las voy a comprar sólo porque me caen bien. Sí, sí. Bueno. Pero nadie debe saberlo, ¿eh? Nos dio una caja de chicles y cincuenta pesos. El resto de la tarde nos dedicamos a mascar hasta que se acabó la caja.
A la semana siguiente, la colonia entera sabía que el señor Miranda tenía una pistola. La mera verdad yo no se lo dije a nadie, sólo a Concha. Y lo único que se le ocurrió decirme fue pinche chamaco. Lo que inventas. Lo que dices. Tu imaginación. Hasta que el señor Miranda nos llamó un día y nos dijo: ya dejen, pinches chamacos, dedíquense a otras cosas, déjense de chismeríos, pónganse a jugar. Nos dio tres paletas heladas para que lo dejáramos de jorobar.
En esos días, para no aburrirnos, nos dedicamos a juntar caracoles. Nos gustaba lanzarlos desde la azotea. O les echábamos sal para ver cómo se deshacían. O los metíamos en los buzones. En poco tiempo ya no había manera de encontrar un solo caracol en todo el jardín. Luego quisimos seguir juntando piedras raras, pero alguien nos tiró la colección a la basura. O deplanamente se la robó.
Fue entonces cuando decidimos escapar. Fue idea de Mariana.
Me puse mi chamarra y saqué mi alcancía, que la verdad no iba a tener muchas monedas porque Concha toma dinero de allí cuando le falta para el gasto. Mariana también salió con su chamarra y con la billetera de su papá. Hay que correrle, decía, si se dan cuenta nos agarran. Rodrigo no llevó nada.
Caminamos como una hora. Llegamos a una plaza que ninguno de los tres conocíamos. ¿Y ahora?, preguntó Rodrigo. Hay que descansar, pedí. Yo tengo hambre. Yo también. Vamos a un restaurante. ¿Dónde hay uno? Le podemos preguntar a ese señor. Señor, ¿sabe dónde hay un restaurante? Sí, en esa esquina, ¿qué no lo ven?
Era un restaurante chiquito. Rodrigo nos contó que él había ido a muchos restaurantes en su vida. La carta, le dijo al señor. Nos trajo hamburguesas con queso y tres cocas. ¿Quién va a pagar?, preguntó el señor. Yo, dijo Mariana, y sacó la billetera de su papá. Está bien. Escuchamos que le decía al cocinero piches chamacos si serán bien ladrones.
De cualquier mañeramente nos dio las tres hamburguesas y las tres cocas. Comimos. Y Mariana pagó.
Y ahora, ¿qué hacemos? Cállate, me calló Mariana. Mi papá ya debe haberse dado cuenta de que le falta su billetera. ¿Estás preocupada? ¿Por qué?, ya nos fuimos, ¿o no? Sí.
Y ahora, ¿qué hacemos?
Vamos a platicar con el señor Miranda.
Rodrigo le hizo la parada a un taxi. Lévenos a la calle de Argentina. ¿Quién va a pagar? Mariana le enseñó la billetera. Pinches chamacos, le robaron el dinero a sus papás, ¿verdad? ¿Nos va a llevar o no?, le preguntó Rodrigo. Ustedes pagan, dijo.
El taxista nos llevó a unas pocas cuadras de allí. Era una calle solita. Ahora denme el dinero. No, qué. Miren, pinches chamacos, o me lo dan o los mato. Es nuestro. Se los voy a robar como ustedes lo robaron, ¿verdad? También tu alcancía, me dijo. Yo le di la alcancía. Así es, pinches chamacos. Y ahora bájense.
Piche viejo, dijo Mariana. Si hubiera tenido la pistola, le doy un balazo, dijo Rodrigo. Deplanamente. Me dan ganas de ahorcarlo. Sin dinero ya no podemos ir a un hotel. Yo he ido a muchos hoteles, dijo Rodrigo. Pero sin dinero… Por qué no vamos con el señor Miranda a pedirle nuestra pistola. Sí, eso es. La pistola. A ver así quién se atreve a robarnos.
Un señor nos dijo hacia dónde quedaba la calle de Argentina. Y luego: ¿están perdidos? Sí, un poco perdidos. Sigan derecho, derecho hasta Domínguez, ahí dan vuelta a la izquierda, ¿me entendieron? ¿Saben cuál es la Domínguez? Yo no sabía, pero Mariana dijo que ella sí. La verdad, era un señor muy amable.
Para no hacer el cuento largo, llegamos con el señor Miranda cuando ya era de noche. ¿Y ahora qué quieren?, nos preguntó, ya voy a cerrar. Queremos la pistola. Sí, y que nos venda unas balas. Miren, pinches chamacos, ya les dije que se dejaran de chismes. Tomen un chicle y váyanse. No, la verdad queremos sólo la pistola. Voy a cerrar, así es que lárguense sin chicles, ¿entendieron?
Rodrigo tomó una bola de pinole, la abrió y le echó un buen puñado en los ojos al pobre señor Miranda. Pinches chamacos, van a ver con sus papás. El viejito se cayó al piso. Yo me le eché encima de la cabeza y le jalé los pelos. Mientras, Mariana le pellizcaba un brazo con todas sus ganas. Busca la pistola, córrele, le dijimos a Rodrigo. ¿Dónde? Allí abajo. No, no está. Allí, junto a la caja. Suéltenme, pinches chamacos, gritaba. Tampoco, no está aquí. ¿Dónde está, pinche viejo? Si no me sueltan… ¡Aquí está!, gritó Rodrigo, ¡aquí está! ¿Dónde estaba? En el cajón.
Y ahora qué. ¿Lo matamos? Mariana se había abrazado a las piernas del señor Miranda para que no se moviera tanto. Ve si tienes balas. Sí, sí tiene balas. ¿Le damos un plomazo? ¿Qué es plomazo? Que si lo matamos, buey. Sí, mátalo. Pinches chamacos…
El ruido del disparo fue horroroso, yo pensaba que los balazos no sonaban tanto. Al pobre señor Miranda le salió mucha sangre de la cabeza y se quedó muerto. ¿Está muerto? Pues sí, ¿qué no te das cuenta? Ya ven cómo sí sé disparar pistolas. Puta, dijo Mariana. Sí, puta.
Vámonos antes de que llegue alguien. Nos fuimos por Argentina, derechito, corriendo a todo lo que podíamos. Hasta que llegamos cerca de la escuela de Rodrigo. Pinche chamaca, dijo una señora con la que se tropezó Mariana, fíjate por dónde caminas.
No sé cómo lo hizo, pero Rodrigo sacó rapidísimamente la pistola y le dio un plomazo en la panza. La señora cayó al piso y empezó a gritar. No está muerta, le dije, tienes que darle otro plomazo. Rodrigo le dio otro plomazo en la cabeza.
Ahora sí, comprobó Mariana, está fría. ¿La tocaste o qué? Está muerta, buey.
Al parecer, otros oyeron el ruido del balazo porque la gente se juntó alrededor de la muerta. Rodrigo se había guardado ya la pistola en la bolsa de la chamarra.
¡Llamen a una ambulancia! ¡Llamen a la policía! ¡Llamen a alguien! ¡La mataron! Yo creo que fue un balazo. ¿Ya le tomaron el pulso? Yo lo oí. Salí corriendo de la casa a ver qué pasaba y me encuentro con que… Yo vi correr a un hombre. Llevaba una pistola en la mano. Debes atestiguar. Claro, nomás venga la policía. No, no respira.
Quítense, pinches chamacos, qué no ven que está muerta. No hay seguridad en esta colonia. Es un pinche peligro. ¿Le robaron la bolsa? Sí, yo vi que el hombre corría con la pistola y la bolsa de la señora. Era una bolsa blanca… ¿Qué no oyeron, pinches chamacos metiches? Si sus papás los vieran haciendo bulto… Eran dos, llevaban pistolas y la bolsa… Yo la conozco: es Mariquita, la de don Gustavo. Lo triste que se va a poner el hombre.
En cuanto oímos el ruido de las sirenas, Mariana dijo mejor vámonos, podemos tener problemas.
No debimos matarla, les dije mientras caminábamos hacia la avenida. Fue culpa de ella. Además, así son las cosas, a mucha gente la matan igual, en la calle, con pistola. No debes preocuparte. Dicen que te vas al cielo cuando te matan a balazos. Sí, es cierto, yo ya había oído eso. ¿Tú crees que el señor Miranda también se vaya al cielo? Claro, tonto.
Mariana le hizo la parada a un taxi. ¿A dónde vamos? No tenemos dinero para pagarle. Ay, qué ingenuo eres, me dijo. A la calle de López, dijo Rodrigo. ¿Cuál calle de López? ¿Saben qué hora es? No, le dije. Son las diez. ¿Nos va a llevar o no?, le preguntó Mariana. Miren, pinches chamacos, si sus papás los dejan andar a estas horas tomando taxis no es mi problema, así es que largo, largo de aquí. Rodrigo sacó la pistola y le apuntó a la cara. Ah, pinche chamaco, además te voy a dar una paliza por andarme jodiendo.
Y cuando le iba a quitar la pistola, Rodrigo disparó el plomazo con las dos manos. Le entró la bala por el ojo. Lo mandamos derechito al cielo, qué duda.
Yo sé manejar, dijo Rodrigo. Pero no fue cierto, en cuanto pudimos hacer a un lado al taxista, Rodrigo trató de echar a andar el coche y no pudo. Debes meterle primera. Ya sé, ya sé. Déjame a mí, dijo Mariana. Se puso al volante, metió la primera y el coche caminó un poco, dando saltos. Mejor vamos a pie, les dije. Sí, este coche no funciona muy bien.
Antes de abandonar el taxi, Rodrigo esculcó en los bolsillos del taxista hasta que encontró el dinero. Hay más de cien pesos. Quítale también el reloj. Luego lo vendemos. Mariana guardó el dinero, yo me puse el reloj y Rodrigo se escondió la pistola en la chamarra.
En el hotel fue la misma bronca, que si dónde están sus papás, que si saben qué hora es, que si un hotel no es para que jueguen los chamacos, que si alquilar un cuarto cuesta, que dónde está el dinero. Váyase a la chingada, dijo Rodrigo alfínmente, y todos echamos a correr.
Caminamos un rato hasta que Mariana tuvo una buena idea. Ya sé, podríamos ir a dormir a casa de la señora Ana Dulce. ¿Con esa pinche vieja? Sí, buey, dijo Rodrigo, nos metemos a su casa, le damos un plomazo, y nos quedamos allí a dormir. Puta, que si es buena idea…
La señora Ana Dulce nos abrió. ¿Qué quieren? ¿Nos deja usar su teléfono?, le dijimos para guaseárnosla. Pinches chamacos, ¿saben qué hora es? Nos metimos a la casa sin importarnos las amenazas de la vieja: voy a llamarle a la policía para decirle que se escaparon de sus casas. Van a ver la cueriza que les van a poner. Vi cómo Mariana discutía con Rodrigo. Ahora me toca a mí. Si tú no sabes… Al parecer ganó Mariana porque tomó el arma y le disparó un plomazo a la señora Ana Dulce. Le dio en una pata. Luego disparó por segunda vez. ¿Qué tal?, dijo, te apuesto a que le di en el corazón. Yo pensaba lo mismo, a pesar de que la vieja chillaba del dolor como una loca y se retorcía en el piso. Al rato se calló.
La guardamos en un clóset. Rodrigo decía que era un cadáver. Luego cenamos pan con mantequilla y mermelada y nos metimos los tres a la cama con la pistola debajo de la almohada.
Durante los siguientes diez días no le dimos plomazos a nadie más. Nos quedaba una bala. Íbamos al parque todas las mañanas y comíamos y dormíamos en casa del cadáver, hasta que el espantoso olor del clóset nos hizo salir corriendo de allí.
Ese día tuvimos la mala pata de encontrarnos frente a frente con el papá de Mariana. ¡Pinches chamacos!, nos gritó. ¡Cómo los hemos buscado! ¡Van a ver la que les espera!
Nos esperaba una que ni la imaginábamos… A todos nos agarraron a patadas y cuerazos y cachetadas y puntapiés. Yo oía cómo gritaban Mariana y Rodrigo. Mi mamá me dio un puñetazo en la cara que me sacó sangre de la nariz, y mi papá, un sopapo en la boca que casi me tira un diente. Por más que lloraba, no dejaban de darme y darme como a un perro.
Tardé un poco en dormirme. Pero en un ratito me desperté con el ruido de un plomazo. Ya Rodrigo debe haberse echado a sus papás, pensé. Luego se empezaron a oír gritos. Mis papás se despertaron también y corrieron a la puerta a ver qué pasaba.
La mamá de Rodrigo gritaba: ¡Lo mató, lo mató, lo mató! ¡El pinche chamaco lo mató! Cálmese, señora, quién mató a quién. Rodrigo salió en ese momento con la pistola en la mano. Córrele, me dijo a mí, antes de que nos agarren. Esto es la guerra. ¿Y Mariana?, le pregunté. Hay que ir por ella. No, qué, córrele.
Y sí: corrimos a madres. Fue un alivio encontrarnos con nuestra amiga en la calle. Ya se echó a su papá, le anuncié. Puta, dijo Mariana, eso me imaginé. Y nos echamos a correr como si nos persiguiera una manada de perros rabiosos. No paramos hasta que Rodrigo se tropezó con una piedra y fue a dar al suelo. Le salía sangre de la cabeza.
Qué madrazo me di, nos dijo medio apendejado. Y sí que era un buen madrazo. Hasta se le veía un poco del hueso.
Los tres teníamos la piyama puesta y ellos dos estaban descalzos. Sólo yo tenía calcetines. ¿Me los prestas un rato?, me pidió Mariana, está haciendo mucho frío. Se los presté.
¿Y ahora qué hacemos? Ni modo que volver a casa del cadáver. Todavía tenemos la pistola, ¿o no?, podemos meternos a una casa y matar a quien nos abra. No seas buey, eso está cabrón. Además ya no tenemos balas. ¿Cómo se te ocurre que ahorita alguien nos va a abrir la puerta? Es cierto, somos unos matones. No es por eso.
Me dieron ganas de orinar del frío que estaba haciendo. Una parte me hice en los calzones y otra sobre la llanta de su coche. Piche cochino, me dijo Mariana. A Rodrigo le dio risa.
Caminamos un rato hasta que nos encontramos con una casa que tenía las ventanas rotas. Debe estar abandonada.
Seguro. Terminamos de romper uno de los cristales y nos metimos. Estaba oscurísimo.
Encontramos un cuarto en el que se metía un poquito de luz de la calle. Hicimos a un lado los escombros y nos echamos al piso, muy juntos para tratar a calentarnos, hasta que nos quedamos dormidos, alfínmente dormidos.
A la mañana siguiente, con los huesos adoloridos, desperté a los otros. Pudimos ver entonces el cuarto en el que habíamos dormido. Estaba muy húmedo y sucio. Había latas vacías de cerveza, colillas de cigarros, bolsas de plástico, cáscaras de naranja y cantidad de tierra. Olía a puritita mierda.
Mariana tiritaba de frío, aunque estaba calientísima. Es calentura, estoy seguro, les dije. Un calenturón como para llamarle al doctor. Cuál doctor, se encabronó Rodrigo. ¿Qué sientes?, le pregunté. Ella ni me contestó. Sólo tiritaba y tiritaba.
Hay que comprar aspirinas. Es cierto, le dije. Rodrigo se ofreció a buscar una farmacia mientras yo cuidaba a Mariana.
Esperamos horas y horas hasta que a Mariana se le quitó la temblorina. Cuando me dijo que ya se sentía bien le expliqué que Rodrigo había ido a buscar una farmacia para comprarle aspirinas y que todavía no regresaba. Pues ya se tardó. Claro que ya tardó. Algo debe haberle pasado.
Lo buscamos hasta que nos perdimos y ya no sabíamos cómo regresar a la casa donde habíamos dormido. Teníamos un hambre espantosa. Y sin dinero. Y sin pistola. Y sin casa donde nos dieran de comer.
Lo demás fue idea de Mariana. En un semáforo nos pusimos a pedir dinero a los conductores de los coches. Cuando llenamos los bolsillos de monedas las contamos: eran nueve pesos con veinte centavos. En una tienda compramos dos bolsas de papas y dos refrescos.
Después de comer nos acostamos en el pastito del camellón. Durante algún tiempo nos pusimos a hablar de Rodrigo. ¿Qué le habrá pasado? Sabe. ¿Lo habrá agarrado la policía por matar a sus papás? A lo mejor sólo está perdido. Como nosotros. O quizás lo apresaron cuando quiso matar al de la farmacia. ¿Cómo, si no tiene balas? O lo atropellaron. Quién sabe. O le dieron un plomazo por metiche.
Se hizo de noche y no teníamos dónde dormir. No nos quedó de otra más que preguntar por la calle de López para ir a casa de la señora Ana Dulce. Aunque oliera feo, al menos habría una cama.
Tardamos como dos horas en llegar. Afuera de la casa de la señora Ana Dulce había un policía. Yo creo que… Sí, sí, no necesitas explicarme nada. ¿Qué hacemos? Puta, ahora sí me la pones canija.
Nos metimos a dormir a un terreno baldío en el que había ratas. Puta madre que estoy seguro. La pasamos delachingadamente.
Despertamos mojados y con el pelo hecho hielitos. Teníamos un hambre espantosa. Y si vamos a la casa. ¿Qué dices? No ves que Rodrigo se echó a su papá. Pues Rodrigo es Rodrigo. A lo mejor ahorita ya está muerto.
Concha fue la primera en vernos: pinches chamacos, van a ver la que les espera.
Y es cierto: la que nos esperaba… Pero, con el carácter de Mariana, tampoco se imaginaron nunca la que les esperaba a ellos.
FRANCISCO HINOJOSA
Cuatro novelas y otro cuento
Aldus, CONACULTA
pp. 63-76