De Tommaso
Landolfi ya leí la novela Relato de otoño
(Siruela) y la noveleta Cancroregina
(Adriana Hidalgo Editora). Y aunque mi intención era (es) escribir sobre este
fantástico autor italiano al terminar la colección de cuentos Invenciones (Siruela), no pude resistir
compartirles de momento este maravilloso cuento licántropo:
EL CUENTO DEL
LICÁNTROPO
Tommaso Landolfi
Mi amigo y yo no
podemos soportar la luna. A su luz salen los muertos desfigurados de las
tumbas, sobre todo mujeres envueltas en blancos sudarios. El aire se puebla de
sombras verduzcas y a veces se tizna de un amarillo siniestro. Todo infunde
temor, cada brizna de hierba, cada fronda, cada animal, en una noche de luna. Y
lo que es peor, nos obliga a revolcarnos gruñendo y ladrando en lugares
húmedos, en el cieno detrás de los pajares. ¡Ay entonces si un semejante nuestro
se parase ante nosotros! Con ciega furia lo despedazaríamos, a menos que él nos
pinchase, más veloz que nosotros, con un alfiler. Y en este caso también
permanecemos toda la noche y luego todo el día aturdidos y torpes, como si
saliéramos de una pesadilla infamante. Resumiendo, mi amigo y yo no podemos
sufrir la luna.
Y sucedió que
una noche de luna yo estaba sentado en la cocina, que es la estancia más
abrigada de la casa, junto al hogar. Había cerrado puertas y ventanas, postigos
y tragaluces para que no penetrase ni un hilo de los rayos que, afuera,
llenaban el aire y lo dejaban en suspenso. Y, sin embargo, siniestros
movimientos se producían dentro de mí, cuando mi amigo entró de improviso
llevando en la mano un gran objeto redondo semejante a una vejiga de manteca de
cerdo pero algo más brillante. Al observarla se veía que latía un poco, como
hacen algunas bombillas eléctricas, y parecía recorrida por débiles corrientes
bajo la piel, las cuales provocaban leves reflejos anacarados semejantes a los
que colorean a las medusas.
–¿Qué es eso
–grité, atraído a pesar mío por algo de magnético en el aspecto y, también, en
el comportamiento de la vejiga.
–¿No lo ves?
Conseguí atraparla... –respondió mi amigo mirándome con una sonrisa insegura.
–¡La luna! –grité.
Mi amigo asintió en silencio.
El asco nos
dominaba. Además, la luna sudaba un líquido hialino que goteaba entre los dedos
de mi amigo, pero no se decidía a soltarla.
–¡Oh, ponla en
ese rincón! –grité–. Ya encontraremos el modo de matarla.
–No –dijo mi
amigo con repentina resolución, y empezó a hablar apresuradamente–. Escúchame,
yo sé que, abandonada a sí misma, esa cosa asquerosa hará todo lo posible para
regresar al cielo (para tormento nuestro y de tantos otros). No puede dejar de
hacerlo, es como los globitos de los niños. Y ciertamente no buscará las
salidas más fáciles, no, siempre hacia arriba, ciega y estúpidamente. Ella, la
maligna que nos domina, tiene una fuerza irresistible que también la gobierna.
Ya habrás captado mi idea: dejémosla ir por la campana de la chimenea y, si no
nos liberamos de ella, nos liberaremos de su funesto esplendor, pues el hollín
la volverá negra como un deshollinador. De cualquier otro modo es inútil, no
conseguiríamos matarla. Sería como querer aplastar una lágrima de plata viva.
Y, así, soltamos
a la luna debajo de la campana de la chimenea e inmediatamente se elevó con la
rapidez de un cohete y desapareció por el cañón de la chimenea.
–¡Oh! –dijo mi
amigo–. ¡Qué alivio! ¡Qué esfuerzo me costaba tenerla agarrada, tas viscosa y
grasienta! Ya podemos estar tranquilos –y se miraba con asco las manos untadas.
Por un momento
oímos allá arriba unos ruidos, unos flatos sordos parecidos a pedos, como
cuando se pincha una vejiga, y hasta suspiros. Tal vez la luna, llegada al
sitio más estrecho del cañón, sólo podía pasar a duras penas y se diría que
resoplaba. Tal vez comprimía y deformaba, para pasar, su cuerpo fofo. Gotas de
un líquido sucio caían crepitando en el fuego y la cocina se llenaba de humo,
pues la luna obstruía el tiro. Luego, nada más, y la campana siguió extrayendo
el humo.
Nos precipitamos
fuera. Un gélido viento barría el cielo terso, todas las estrellas brillaban
vivamente y no se veía el menor rastro de la luna. “¡Viva, hurra! –gritamos–.
¡Lo hemos conseguido!” Y nos abrazábamos. Pero una duda se apoderó de mí. ¿No
podría haber ocurrido que la luna se hubiera quedado aplastada en el cañón de
mi chimenea? Pero mi amigo me tranquilizó: no podía ser, de ninguna manera, y,
además, me di cuenta que ni él ni yo teníamos valor para ir a ver. De modo que
nos abandonamos, afuera, a nuestra alegría. Cuando me quedé solo quemé en el
fuego, con gran cuidado, sustancias venenosas y aquellos sahumerios me
tranquilizaron del todo. Esa misma noche, tan alegres estábamos, fuimos a
revolcarnos en un lugar húmedo en mi jardín, pero lo hicimos inocentemente y
casi como una burla, no porque nos viésemos obligados a hacerlo.
Durante
bastantes meses la luna no reapareció en el cielo y nosotros nos sentíamos
libres y ligeros. Libres no, contentos y libres de las tristes rabias, pero no
libres. No es que no estuviera en el cielo, sabíamos muy bien que estaba allí y
que nos miraba, sólo que estaba oscura, negra, demasiado fuliginosa para que se
pudiera ver y para que pudiera atormentarnos. Era como el sol negro y nocturno
que en los tiempos antiguos atravesaba el cielo hacia atrás, del ocaso al alba.
Efectivamente,
también aquella mísera alegría nuestra duró poco. Una noche la luna volvió a
aparecer. Estaba mellada y fumosa, sombría hasta más no poder y apenas se veía;
tal vez sólo mi amigo y yo podíamos verla porque sabíamos que estaba allí. Y
nos miraba sombría desde lo alto con aire de venganza. Entonces vimos cuánto
daño le había hacho su paso forzado por la estrechez del cañón. Pero el viento
de los espacios y su misma carrera la iban limpiando paulatinamente del hollín
y su continua rotación volvía a dar forma a su blanco cuerpo. Durante mucho
tiempo apareció como cuando sale de un eclipse y cada día un poco más clara, hasta
que volvió a ser así, como cualquiera puede verla, y nosotros volvimos a
revolcarnos en el fango.
Pero no se
vengó, como parecía que quería hacer. En el fondo, es más buena de lo que
creemos, menos maligna, más estúpida. ¡Qué sé yo! Yo tiendo a creer que, en
definitiva, no tiene ninguna culpa, que la culpa no es suya, que ella está
obligada igual que nosotros, realmente quiero creerlo. Mi amigo no; para él no
hay excusas que valgan.
Y por eso es por
lo que yo les digo: contra la luna no hay nada que hacer.