Un acertado resumen de
LA ODISEA, cortesía de
Robert Graves:
Odiseo, quien se hizo a la mar desde Troya con el conocimiento seguro de que debía viajar durante otros diez años antes de volver a Itaca, hizo escala primeramente en la Isla de Maro Cicona y la tomó por asalto. En el saqueo sólo perdonó a Maro, sacerdote de Apolo, quien, agradecido, le ofreció varias jarras de vino dulce; pero los cicones del interior vieron la columna de humo que se extendía a gran altura sobre la ciudad incendiada y atacaron a los griegos mientras bebían en la costa, diseminándolos en todas direcciones. Cuando Odiseo consiguió reunir y reembarcar a sus hombres con numerosas bajas, un fuerte viento nordeste lo llevó a través del mar Egeo hacia Citera. El cuarto día, durante una calma tentadora, trató de doblar el cabo Malea y seguir hacia el norte hasta Itaca, pero el viento volvió a soplar con más violencia que anteriormente. Tras nueve días de peligro y desgracia apareció a la vista el promontorio libio donde viven los lotófagos. Ahora bien, el loto es un frutó sin cuesco, de color de azafrán y del tamaño de una haba, que crece en racimos dulces y saludables, aunque tiene la propiedad de hacer que quienes lo comen pierdan por completo el recuerdo de su país; algunos viajeros, no obstante, lo describen como una especie de manzana de la que se obtiene una sidra fuerte. Odiseo desembarcó para acarrear agua y envió una patrulla de tres hombres; éstos comieron el loto que les ofrecieron los nativos y en consecuencia olvidaron su misión. Al cabo de un rato salió a buscarlos al, frente de un grupo de auxilio, y aunque sintió la tentación de probar el loto se contuvo. Llevó a los desertores de vuelta por la fuerza, los encadenó y partió sin más rodeos.
Luego llegó a una isla fértil y muy boscosa, habitada únicamente por innumerables cabras montesas, y mató algunas de ellas para alimentarse. Ancló allí toda la flota, con excepción de una sola nave en la que salió a explorar la costa opuesta. Resultó que era el país de los feroces y bárbaros Cíclopes, llamados así a causa del gran ojo redondo que tenían en el centro de la frente. Habían olvidado el arte de la herrería que practicaban sus antepasados para Zeus y ahora eran pastores sin leyes, asambleas, naves, mercados ni conocimiento de la agricultura. Vivían hurañamente separados unos de otros, en cavernas excavadas en las colinas rocosas. Al ver una de esas cavernas con una entrada alta y en la que colgaba una rama de laurel, más allá de un corral cercado con grandes piedras, Odiseo y sus compañeros entraron sin saber que la propiedad pertenecía a un cíclope llamado Polifemo, hijo gigante de Posidón y la ninfa Toosa, al que le encantaba comer carne humana. Los griegos se acomodaron y encendieron una gran fogata, y luego mataron y asaron varios cabritos que encontraron encerrados en el fondo de la caverna; se sirvieron también el queso que había en unos cestos que colgaban de las paredes, y comieron alegremente. Hacia el anochecer apareció Polifemo. Introdujo su rebaño en la caverna y cerró la entrada con una losa de piedra tan grande que veinte yuntas de bueyes apenas habrían podido moverla; luego, sin advertir que tenía huéspedes, se sentó para ordeñar a sus ovejas y cabras. Por fin levantó la cabeza del balde y vio a Odiseo y a sus compañeros reclinados alrededor del hogar. Les preguntó de mal humor qué tenían que hacer en su caverna. Odiseo le contestó: «Amable monstruo, somos griegos que volvemos a nuestra patria después del saqueo de Troya. Te ruego que recuerdes tu deber con los dioses y nos trates hospitalariamente.» Como respuesta, Polifemo resopló, asió a dos marineros por los pies, les hizo saltar los sesos golpeándolos contra el suelo y devoró los cadáveres crudos, gruñendo mientras lamía los huesos como cualquier león montes.
Odiseo habría deseado vengarse sangrientamente antes que amaneciera, pero no se atrevió, porque sólo Polifemo era lo bastante fuerte como para retirar la piedra de la entrada. Pasó la noche con la cabeza entre las manos trazando un plan de huida mientras Polifemo roncaba terriblemente. Para desayunarse el monstruo rompió la crisma a otros dos marineros, después de lo cual salió silenciosamente con su rebaño por delante y cerró la caverna con la misma lápida. Pero Odiseo tomó una estaca de madera de olivo verde, la afiló y endureció un extremo en el fuego y luego la ocultó bajo un montón de estiércol. Esa noche volvió el cíclope y comió dos más de los doce marineros, después de lo cual Odiseo le ofreció cortésmente un cuenco lleno con el vino fuerte que le había dado Maro en Ismaro; por fortuna, había llevado a tierra un odre lleno de vino. Polifemo bebió ávidamente, pidió un segundo cuenco, pues en toda su vida había probado una bebida más fuerte que el suero de la leche, y condescendió a preguntar a Odiseo su nombre. —Mi nombre es Oudeis —contestó Odiseo—; o al menos así me llaman todos, para abreviar. Ahora bien, «Oudeis» significa «Nadie». —Te comeré el último, amigo Oudeis —le prometió Polifemo.
Tan pronto como el cíclope cayó en un profundo sueño de borracho, pues el vino no había sido mezclado con agua, Odiseo y los compañeros que quedaban calentaron la estaca en las ascuas del fuego y luego la clavaron en el ojo único de Polifemo y la retorcieron en él, haciendo fuerza Odiseo desde arriba, como cuando se taladra un agujero en la tablazón de un barco. El ojo silbaba y Polifemo lanzó un horrible gemido, que hizo que todos sus vecinos acudieran corriendo desde cerca y de lejos para saber qué sucedía.
—¡Estoy ciego y sufro terriblemente! —les gritó Polifemo—. ¡Y Nadie tiene la culpa!
—¡Pobre infeliz! —contestaron ellos—. Si, como dices, nadie tiene la culpa, debes ser víctima de una fiebre delirante. ¡Ruego a nuestro Padre Posidón que te cure y deja de hacer tanto ruido! Se fueron refunfuñando y Polifemo se dirigió a la entrada de la caverna, apartó la lápida de piedra y buscando a tientas con las manos esperaba atrapar a los griegos sobrevivientes cuando trataban de escapar. Pero Odiseo tomó unos mimbres y ató a cada uno de sus compañeros por turno bajo el vientre de un carnero, el del centro de un grupo de tres, distribuyendo el peso igualmente. Él eligió un carnero enorme, el conductor del rebaño, y se colocó bajo su vientre, asiéndose a la lana con manos y pies.
Al amanecer Polifemo dejó que su rebaño saliera a pacer, palpando suavemente sus lomos para asegurarse de que nadie estuviese montado sobre ellos, Se detuvo un rato conversando lastimeramente con el animal bajo el cual se ocultaba Odíseo y le preguntó: «¿Por qué, querido carnero, no sales el primero como de costumbre? ¿Te compadeces de mí en mi desgracia?» Pero por fin lo dejó pasar.
Así Odiseo consiguió liberar a sus compañeros y llevar un rebaño de carneros gordos a la nave. Esta fue lanzada rápidamente al agua y los hombres tomaron los remos y comenzaron a alejarse; Odiseo no pudo abstenerse de gritar una despedida irónica. Por respuesta, Polifemo les lanzó una gran roca que cayó a poca distancia delante de la nave formando un remolino en el agua que casi la envió otra vez a tierra. Odiseo se echó a reír y gritó: «Si alguien te pregunta quién te ha cegado, contéstale que no ha sido Oudeis, sino Odiseo de Itaca.» El cíclope, furioso, suplicó en voz alta a Posidón: «¡Concédeme, Padre, que si mi enemigo vuelve alguna vez a su casa, sea tarde y mal, en nave ajena, después de perder a todos sus compañeros, y encuentre nuevas cuitas en su morada!» Lanzó otra roca todavía mayor y esta vez cayó a poca distancia de la popa de la nave, de modo que la ola que levantó los llevó rápidamente a la isla donde los esperaban ansiosamente los otros compañeros de Odiseo. Pero Posidón escuchó a Polifemo y le prometió la venganza pedida.
Odiseo se dirigió hacia el norte y poco después llegó a la Isla de Éolo, Guardián de los Vientos, quien les agasajó espléndidamente durante todo un mes; el último día entregó a Odiseo un odre que contenía los vientos y le explicó que mientras el cuello estuviera bien atado con un hilo de plata todo marcharía bien. Dijo que no había encerrado al suave Viento Oeste, que iba a llevar la flota ininterrumpidamente por el Mar Jónico hacia Itaca, pero Odiseo podía soltar los otros uno por uno si por algún motivo necesitaba alterar su curso. Ya se podía divisar el humo que ascendía por las chimeneas del palacio de Odiseo, cuando éste se quedó dormido, abrumado por el cansancio. Sus tripulantes, que esperaban ese momento, desataron el saco, que parecía contener vino. Inmediatamente los Vientos salieron todos juntos rugiendo en dirección a su isla, llevándose al navío por delante, y Odiseo no tardó en encontrarse de nuevo en la isla de Éolo. Con profusas excusas solicitó nueva ayuda, pero le dijeron que se fuera y empleara esta vez los remos, pues no le darían ni un soplo del Viento Oeste. «No puedo ayudar a un hombre al que se oponen los dioses», le gritó Éolo, y le cerró la puerta en la cara.
Tras siete días de viaje, Odiseo llegó al país de los lestrigones, gobernado por el rey Lamo, del que algunos dicen que se hallaba en la parte noroeste de Sicilia. Otros lo sitúan en las cercanías de Formias, en Italia, donde la noble Casa de Lamia pretende descender del rey Lamo; y esto parece creíble, ¿pues quién confesaría que desciende de caníbales, a menos que tratara de una tradición común? En el país de los lestrigones la noche y la mañana están tan cerca una de otra que los pastores que conducen sus rebaños a casa cuando se pone el sol saludan a los que conducen a los suyos al campo al amanecer. Los capitanes de Odiseo entraron audazmente en el puerto de Telépilo, el cual, con excepción de una entrada estrecha, está rodeado por riscos abruptos, y amarraron sus naves cerca de un camino de carros que subía por un valle. Odiseo, que era más cauto, amarró su barco a una roca fuera del puerto, después de enviar tres exploradores tierra adentro en misión de reconocimiento. Los exploradores siguieron el camino hasta que encontraron una muchacha que sacaba agua de un manantial. Resultó que era una hija de Anfítates, un caudillo lestrigón a cuya casa los condujo. Pero allí fueron tratados despiadadamente por una horda de salvajes que se apoderó de uno de ellos y lo mató para el cocido; los otros dos huyeron a toda velocidad, pero los salvajes, en vez de perseguirlos, fueron a las cimas de los riscos y desde allí arrojaron a las naves un diluvio de piedras antes que los tripulantes pudieran botarlas al agua. Luego bajaron a la playa y mataron y devoraron a los marineros con toda comodidad. Odiseo escapó cortando el cable de su bajel con una espada y exhortó a sus compañeros a que remaran vigorosamente para salvar la vida.
Dirigió la única nave que le quedaba hacia el este y tras un largo viaje llegó a Eea, la isla de la Aurora, gobernada por la diosa Circe, hija de Helio y Perse, y por tanto hermana de Ectes, el terrible rey de Cólquíde. Circe era hábil en toda clase de encantamientos, pero quería poco a la especie humana. Cuando echaron suertes para decidir quién se quedaría vigilando el navío y quién saldría para explorar la isla, le tocó al querido compañero de Odiseo, Euríloco, desembarcar con otros veintidós tripulantes. Descubrió que Eea abundaba en robles y otras clases de árboles, y por fin llegó al palacio de Circe, construido en un gran claro hacia el centro de la isla. Lobos y leones rondaban por los alrededores, pero en vez de atacar a Euríloco y sus compañeros se enderezaban sobre las patas traseras y les acariciaban. Se habría podido tomar a aquellos animales por seres humanos, y en realidad lo eran, aunque los habían transformado así los hechizos de Circe.
Circe se hallaba en el vestíbulo, cantando mientras tejía, y cuando el grupo de Euríloco la llamó a gritos salió sonriendo y los invitó a comer en su mesa. Todos entraron alegremente, excepto Euríloco, quien, sospechando un engaño, se quedó afuera y atisbó ansiosamente por las ventanas. La diosa sirvió una comida de queso, cebada, miel y vino, para los marineros hambrientos; pero estaba drogada, y tan pronto como comenzaron a comer les tocó en el hombro con su varita y los transformó en puercos. Luego, abrió inexorablemente la portezuela de una pocilga, los encerró en ella, les echó unos puñados de bellotas y frutos del cornejo en el suelo fangoso y los dejó allí revolcándose.
Euríloco volvió llorando e informó a Odiseo de la desgracia ocurrida, quien tomó su espada y salió decidido a salvarlos, pero sin un plan fijo en la cabeza. Con gran sorpresa se encontró con el dios Hermes, quien le saludó cortésmente y le ofreció un remedio contra la magia de Circe: una flor blanca perfumada con la raíz negra, llamada moly, que sólo los dioses pueden reconocer y elegir. Odiseo aceptó el don agradecido y siguió su camino hasta el palacio de Circe, quien también le agasajó a él. Cuando hubo tomado la comida mezclada con drogas, Circe levantó la vara y le tocó con ella en el hombro, mientras le ordenaba: «Ahora ve a la pocilga y échate con tus compañeros.» Pero Odiseo había olido a escondidas la flor de moly, por lo que no quedó encantado, y se levantó de un salto espada en mano. Circe cayó llorando a sus pies y le suplicó: «¡Perdóname y compartirás mi lecho y reinarás en Eea conmigo!» Como sabía que las hechiceras poseen el poder de enervar y destruir a sus amantes, extrayéndoles secretamente la sangre en pequeñas ampollas, Odiseo hizo jurar solemnemente a Circe que no tramaría ninguna nueva travesura contra él. Ella juró por los dioses benditos y, después de proporcionarle un delicioso baño caliente, vino en copas de oro y una sabrosa cena servida por una venerable ama de llaves, se dispuso a pasar la noche con él en un lecho con colcha de púrpura. Pero Odiseo no quiso responder a sus requerimientos amorosos hasta que accedió a liberar no sólo a sus compañeros, sino también a todos los otros marineros encantados por ella. Una vez hecho eso se quedó de buena gana en Eea hasta que ella le hubo dado tres hijos: Agrio, Latino y Telégono.
Odiseo anhelaba continuar su viaje y Circe le dejó ir. Pero primeramente debía hacer una visita al Tártaro y buscar allí al adivino Tiresias, quien le profetizaría la suerte que le esperaba en Itaca, si llegada alguna vez a ella, y después. «El soplo del Viento Norte conducirá tu nave —le dijo Circe— hasta que hayas atravesado el océano y llegues al bosque de Perséfone, notable por sus álamos negros y sus añosos sauces. En el punto donde los ríos Flegetonte y Cocito desembocan en el Aqueronte cava una zanja y sacrifica un carnero joven y una oveja negra, que yo misma proporcionaré, a Hades y Perséfone. Deja que la sangre entre en la zanja y mientras esperas a que llegue Tiresias ahuyenta a todas las otras ánimas con tu espada. Deja que Tiresias beba todo lo que quiera y luego escucha atentamente su consejo.»
Odiseo obligó a sus hombres a embarcarse, aunque se mostraban renuentes a dejar la agradable Eea por el país de Hades. Circe les proporcionó un viento favorable que los llevó rápidamente al Océano y a las lejanas fronteras del mundo donde a los Cimerios, rodeados de niebla, ciudadanos de la Oscuridad Perpetua, se les niega la vista del Sol. Cuando avistaron el Bosque de Perséfone desembarcó Odiseo e hizo exactamente lo que le había aconsejado Circe. La primera ánima que apareció en la zanja fue la de Elpenor, uno de sus propios marineros que pocos días antes, borracho, se había dormido en el techo del palacio de Circe y, al despertar aturdido, cayó a tierra y se mató. Odiseo había abandonado Eea tan apresuradamente que no advirtió la ausencia de Elpenor hasta que era ya demasiado tarde, y ahora le prometió un entierro decente. «¡Pensar que has llegado aquí a pie más rápidamente que yo en la nave!», exclamó. Pero negó a Elpenor el menor sorbo de la sangre, aunque él se lo pidió lastimeramente.
Una multitud mixta de espíritus se reunió alrededor de la zanja, hombres y mujeres de todas las épocas y todas las edades, entre los que se hallaban Anticlea, la madre de Odiseo, pero ni siquiera a ella le dejó beber antes de que lo hiciera Tiresias. Por fin apareció Tiresias, quien lamió la sangre agradecidamente y aconsejó a Odiseo que mantuviera a sus hombres bajo un control severo una vez que estuvieran a la vista de Sicilia, su próxima recalada, para que no sintieran la tentación de robar el ganado del titán-sol Hiperión. Debía esperar grandes dificultades en Itaca, y aunque podría vengarse de los bribones que devoraban allí sus bienes, sus viajes no terminarían todavía. Debía tomar un remo y llevarlo al hombro hasta que llegara a una región interior donde ningún hombre salaba la carne y donde confundirían al remo con un bieldo. Si entonces hacía sacrificios a Posidón podría volver a Itaca y gozar de una ancianidad dichosa, pero al final la muerte le llegaría del mar..
Después de dar las gracias a Tiresias y de prometerle la sangre de otra oveja negra a su regreso de Itaca, Odiseo permitió por fin a su madre que saciara su sed. Ella le dio más noticias de su casa, pero guardó un silencio discreto acerca de los pretendientes de su nuera. Cuando se hubo despedido, las almas de numerosas reinas y princesas se agolparon para beber la sangre. A Odiseo le causó gran complacencia encontrarse con personajes tan conocidos como Antíope, Yocasta, Cloris, Pero, Leda, Ifimedia, Fedra, Procris, Ariadna, Mera, Clímene y Enfila.
Luego conversó con un grupo de excompañeros: Agamenón, quien le aconsejó que desembarcara en Itaca secretamente; Aquiles, a quien alegró informándole de las grandes hazañas de Neoptólemo; y Áyax el Grande, quien todavía no le había perdonado y se alejó torvamente. Odiseo vio también a Minos juzgando, a Orion cazando, a Tántalo y Sísifo sufriendo, y a Heracles —o más bien su espectro, pues Heracles asiste cómodamente a los banquetes de los dioses inmortales—, quien le compadeció por sus largos trabajos.
Odiseo navegó sin inconveniente de vuelta a Eea, donde enterró el cadáver de Elpenor y colocó su remo en el túmulo como recuerdo. Circe le recibió alegremente y le dijo: «¡Qué temeridad ha sido haber visitado el país de Hades! Una muerte basta para la mayoría de los hombres, pero ahora tú tendrás dos.» Le advirtió que a continuación tenía que pasar por la Isla de las Sirenas, cuyas bellas voces encantaban a todos los que navegaban por las cercanías. Esas hijas de Aqueloo, o, según dicen algunos, de Forcis, y la musa Terpsícore, o Estérope, hija de Portaón, tenían rostros de muchacha, pero patas y plumas de aves, y se dan muchas versiones diferentes para explicar esa peculiaridad: como que jugaban con Core cuando la raptó Hades, y que Deméter, ofendida porque no habían acudido en su ayuda, les dio alas y dijo: «¡Idos y buscad a mi hija por todo el mundo!» O que Afrodita las transformó en aves porque, por orgullo, no querían entregar su virginidad a los dioses ni los hombres. Pero ya no pueden volar, porque las Musas les vencieron en un certamen musical y les arrancaron las plumas de las alas para hacerse coronas. Ahora permanecen sentadas, cantando en una pradera entre los montones de huesos de los marineros a los que han arrastrado a la muerte. «Tapa los oídos de tus hombres con cera de abejas —le aconsejó Circe— y si tú deseas escuchar su música, haz que tus marineros te aten de manos y pies al mástil y oblígales a jurar que no te soltarán por muy rudamente que les amenaces.» Circe previno a Odiseo acerca de otros peligros que les esperaban cuando él fue a despedirse; y luego partió, llevado una vez más por un viento favorable.
Cuando el navío se acercaba a la Isla de las Sirenas, Odiseo siguió el consejo de Circe, y las sirenas cantaron tan dulcemente, prometiéndole el conocimiento previo de todos los futuros acontecimientos en la tierra, que gritó a sus compañeros, amenazándoles con la muerte si no lo soltaban, pero, obedeciendo sus órdenes anteriores, lo único que hicieron fue atarlo todavía más fuertemente al mástil. Así la nave siguió navegando sin peligro y las sirenas, sintiéndose vejadas, se suicidaron.
Algunos creen que había solamente dos sirenas; otros, que eran tres, a saber: Parténope, Leucosia y Li-gia; o Pisínoe, Agláope y Telxiepia; o Aglaofeme, Telxíope y Molpe. Otros nombran a cuatro: Teles, Redne, Telxíope y Molpe.
El siguiente peligro de Odiseo consistía en el paso entre dos riscos, en uno de los cuales se refugiaba Escila, y en el otro Caribdis, su compañera monstruosa. Caribdis, hija de la Madre Tierra y Posidón, era una mujer voraz que había sido arrojada por el rayo de Zeus al mar y ahora, tres veces al día, aspiraba el agua en gran volumen y poco después la vomitaba. Escila, en un tiempo bella hija de Hécate Gratéis y Forcis, o Forbante —o de Equidna y Tifón, Tritón o Tirrenio— había sido transformada en un monstruo semejante a un perro con seis cabezas espantosas y doce patas. Eso había hecho Circe, celosa del amor que sentía por ella el dios marino Glauco; o Anfitrite, igualmente celosa del amor de Posidón. Se apoderaba de los marineros, les rompía los huesos y los devoraba lentamente. Casi lo más extraño de Escila era su gañido, no más fuerte que el plañido de un cachorro recién nacido. Tratando de eludir a Caribdis, Odiseo se acercó un poco excesivamente a Escila, la cual, inclinándose sobre la borda, arrebató de la cubierta a seis de sus marineros más capaces, llevándose a uno en cada boca, y los llevó a las rocas, donde los devoró cómodamente. Ellos chillaron y tendieron las manos hacia Odiseo, pero él no se atrevió a tratar de salvarlos y siguió adelante.
Odiseo siguió este rumbo para evitar las Rocas Errantes o Chocantes entre las cuales sólo había conseguido pasar el Argo; no sabía que ahora estaban asentadas fijamente en el lecho del mar. Pronto llegó a la vista de Sicilia, donde el Titán-Sol Hiperión, al que algunos llaman Helio, apacentaba siete manadas de magníficas vacas, a razón de cincuenta por cada rebaño, y grandes rebaños de robustas ovejas. Odiseo hizo que sus hombres juraran solemnemente que se contentarían con las provisiones que les había dado Circe y no robarían una sola vaca. Entonces desembarcaron y amarraron el navío, pero el Viento Sur sopló durante treinta días, comenzó a escasear la comida y aunque los marineros cazaban o pescaban todos los días, era poco lo que conseguían. Al fin Euríloco, desesperado por el hambre, llevó aparte a sus compañeros y les indujo a matar parte del ganado, en compensación por lo cual, se apresuró a añadir, erigirían a Hiperión un templo magnífico a su regreso a Itaca, se apoderaron de varias vacas, las mataron, sacrificaron a los dioses los fémures y la grasa y asaron buena carne suficiente para un banquete de seis días.
Odiseo se horrorizó cuando despertó y vio lo que había sucedido y lo mismo le pasó a Hiperión cuando se enteró de ello por Lampecia, su hija y jefa de las vaqueras. Hiperión se quejó a Zeus, quien, al ver que la nave de Odiseo había sido botada al agua de nuevo, envió una súbita tormenta del oeste que derribó el mástil, haciéndolo caer sobre la cabeza al timonel; luego descargó un rayo en la cubierta. La nave se hundió y todos los que iban a bordo se ahogaron, con excepción de Odiseo. Éste consiguió amarrar el mástil y la quilla flotantes con una cuerda de cuero de buey y se sentó a horcajadas en esa embarcación provisional. Pero comenzó a soplar un viento del sur que lo llevó de nuevo hacia el remolino de Caribdis. Odiseo se asió al tronco de una higuera silvestre arraigada en lo alto del risco y colgado de ella esperó sin cejar a que el mástil y la quilla fuesen tragados y vomitados de nuevo; luego se asentó otra vez en ellos y se alejó remando con los brazos. Tras nueve días de ir a la deriva desembarcó en la isla Ogigia, donde vivía Calipso, la hija de Tetis y Océano, o quizá de Nereo, o Atlante.
Bosquecillos de alisos, álamos negros y cipreses, con búhos, halcones y locuaces cuervos marinos posados en sus ramas ocultaban la gran cueva de Calipso. Una parra se extendía a través de la entrada. Perejil y lirios crecían densamente en una pradera adjunta, regada por cuatro claros riachuelos. Allí la bella Calipso recibió a Odiseo cuando salió a tierra tambaleando y le ofreció comida abundante, bebidas fuertes y una parte de su blando lecho. «Si te quedas conmigo —le dijo— gozarás de la inmortalidad y de una juventud eterna.» Algunos dicen que fue Calipso, y no Circe, quien le dio su hijo Latino, además de los mellizos Nausítoo y Nasínoo.
Calipso retuvo a Odiseo en Ogigia durante siete años —o quizá durante sólo cinco— y trató de hacer que olvidara a Itaca, pero él se cansó pronto de sus abrazos y solía sentarse abatido en la costa, mirando fijamente el mar. Por fin, aprovechando la ausencia de Posidón, Zeus envió a Hermes con la orden de que Calipso dejara en libertad a Odiseo. Ella no podía hacer otra cosa que obedecer y, en consecuencia, le dijo a Odiseo que construyera una balsa, que ella abastecería suficientemente con un saco de cereal, odres con vino y agua y carne seca. Aunque Odiseo sospechaba una trampa, Calipso juró por el Éstige que no le engañaría y le prestó un hacha, una azuela, taladros y todas las otras herramientas necesarias. Sin necesidad de que le alentara, Odiseo improvisó una balsa con una veintena de troncos de árbol enlazados, la botó al agua con rodillos, dio a Calipso un beso de despedida y partió empujado por una suave brisa.
Posidón había estado visitando a sus intachables amigos los etíopes, y cuando volvía a casa por el mar en su carro alado vio de pronto la balsa. Al momento arrojó a Odiseo por la borda una ola gigantesca y las ricas ropas que llevaba lo arrastraron a las profundidades del mar hasta que sus pulmones parecían a punto de estallar. Pero como era un buen nadador, consiguió quitarse las ropas, volver a la superficie y subir de nuevo a la balsa. La compasiva diosa Leucotea, anteriormente Ino, esposa de Atamante, se posó junto a él adoptando la forma de una gaviota. En el pico tenía un velo y le dijo a Odiseo que se lo enrollase alrededor de la cintura antes de volver a sumergirse en el mar. Le prometió que ese velo le salvaría. Odiseo vacilaba en obedecer, pero cuando otra ola hizo añicos la balsa enrolló el velo a su alrededor y se alejó nadando. Como Posidón estaba ya de vuelta en su palacio submarino de las cercanías de Eubea, Atenea se atrevió a enviar un viento que calmase las olas al paso de Odiseo, quien dos días después fue arrojado a la costa, completamente agotado, en la isla de Drepane, entonces ocupada por los feacios. Allí se tendió al abrigo de un matorral junto a un arroyo, se cubrió con hojas secas y se durmió profundamente.
A la mañana siguiente la hermosa Nausícaa, hija del rey Alcínoo y la reina Arete, la pareja real que en otro tiempo se había mostrado tan bondadosa con Jasón y Medea, fue a lavar sus ropas en el arroyo. Cuando terminó la tarea se puso a jugar a la pelota con sus esclavas. La pelota fue a caer en el agua, las mujeres gritaron acongojadas y Odiseo se despertó alarmado. Estaba desnudo, pero utilizó una frondosa rama de olivo para ocultar su desnudez, se acercó sigilosamente y dirigió palabras tan dulces a Nausícaa que ella lo tomó discretamente bajo su protección y lo condujo a su palacio. Allí Alcínoo hizo numerosos regalos a Odiseo y, después de escuchar el relato de sus aventuras, lo envió a Itaca en un buen navío. Sus acompañantes conocían bien la isla. Anclaron en el puerto de Forcis, pero decidieron no perturbar su profundo sueño, lo llevaron a la playa y lo dejaron suavemente en la arena, depositando los regalos de Alcínoo bajo un árbol cercano. Posidón, no obstante, estaba tan molesto por la bondad de los feacios con Odiseo que golpeó el navío con la palma de la mano cuando volvía a Drepane y lo convirtió con tripulantes y todo en piedra. Alcínoo se apresuró a sacrificar doce toros selectos a Posidón, quien ahora amenazaba con privar a la ciudad de sus dos puertos arrojando una gran montaña entre ellos; y algunos dicen que así lo hizo. «¡Esto nos enseñará a no ser hospitalarios en el futuro!», le dijo Alcínoo a Arete amargamente.
Cuando Odiseo se despertó no reconoció al principio su isla natal, a la que Atenea había hecho objeto de un encantamiento deformante. Poco después se presentó ella disfrazada de muchacho pastor y escuchó su larga y mentirosa narración de cómo era un cretense que, después de matar al hijo de Idomeneo, había huido hacia el norte en una nave sidonia y allí fue arrojado a tierra contra su voluntad. «¿Qué isla es ésta?», preguntó. Atenea rió y acarició la mejilla de Odiseo. «¡Eres, ciertamente, un mentiroso maravilloso! —le dijo—. Si no hubiera conocido la verdad me habrías engañado fácilmente. Pero lo que me sorprende es que no hayas descubierto mi disfraz. Soy Atenea; los feacios te desembarcaron aquí siguiendo mis instrucciones. Lamento que hayas tardado tantos años en volver a tu casa, pero yo no me atrevía a ofender a mi tío Posidón ayudándote demasiado abiertamente.» Le ayudó a guardar en una cueva las calderas, los trípodes, los mantos de púrpura y las copas de oro que le habían regalado los feacios, y luego lo transformó de manera que no se le podía reconocer: le marchitó la piel, le adelgazó y blanqueó el cabello rojizo, lo vistió con sucios harapos y lo llevó a la choza de Eumeo, el anciano y fiel porquerizo del palacio. Atenea acababa de volver de Esparta, adonde había ido Telémaco para preguntar a Menelao, recién vuelto de Egipto, si podía darle alguna noticia de Odiseo. Ahora hay que explicar que, dando por supuesta la muerte de Odiseo, no menos que ciento doce príncipes jóvenes e insolentes de las islas que formaban el reino —Duliquio, Samos, Zacinto e Itaca— cortejaban a su esposa Penélope, cada uno con la esperanza de casarse con ella y ocupar el trono; y habían convenido entre ellos en asesinar a Telémaco a su regreso de Esparta.
Cuando pidieron por primera vez a Penélope que decidiera entre ellos, ella declaró que sin duda Odiseo debía vivir todavía, porque su futura vuelta al hogar había sido predicha por un oráculo digno de confianza; y más tarde, como le apremiaban fuertemente, prometió tomar una decisión tan pronto como terminara la mortaja que debía tejer en previsión de la muerte del anciano Laertes, su suegro. Pero esta tarea le llevó tres años, pues lo que tejía de día lo destejía por la noche, hasta que al fin los pretendientes se dieron cuenta de la treta. Durante todo ese tiempo se divertían en el palacio de Odiseo, bebían su vino, comían sus cerdos, ovejas y va cas y seducían a sus sirvientas.
A Eumeo, quien recibió a Odiseo bondadosamente, le hizo otro relato falso, aunque le declaró bajo juramento que Odiseo vivía y se dirigía a su hogar. Telémaco desembarcó inesperadamente, eludiendo los planes para asesinarlo de los pretendientes, y fue directamente a la choza de Eumeo; Atenea le había hecho volver apresuradamente de Esparta. Pero Odiseo no reveló su identidad hasta que Atenea se lo permitió y le devolvió mágicamente su verdadero aspecto. Siguió una conmovedora escena de reconocimiento entre padre e hijo. Pero Eumeo no estaba todavía en el secreto y no se permitió a Telémaco que diera la noticia a Penélope.
Disfrazado otra vez de mendigo, Odiseo fue a espiar a los pretendientes. En el camino se encontró con el cabrero Melencio, quien le increpó con palabras groseras y le dio un puntapié en la cadera, pero Odiseo no quiso vengarse inmediatamente. Cuando llegó al patio del palacio encontró al viejo Argo, en un tiempo famoso perro de caza, tendido en un estercolero, sarnoso, decrépito y atormentado por las pulgas. Argo movió al verlo el rabo descarnado y dejó caer las orejas lacias, pero no pudo salir al encuentro de Odiseo, quien a hurtadillas se enjugó una lágrima mientras Argo expiraba.
Eumeo condujo a Odiseo a la sala de los banquetes, donde Telémaco, simulando que no sabía quién era, le ofreció hospitalidad. Apareció Atenea, aunque inaudible e invisible para todos menos para Odiseo, y le sugirió que recorriese la sala mendigando migajas a los pretendientes, pues así se enteraría de qué clase de hombres eran. Él lo hizo y vio que eran no menos tacaños que rapaces. El más desvergonzado de todos, Antínoo de Itaca (a quien dio una versión completamente diferente de sus aventuras) le arrojó airadamente un escabel. Odiseo, pasándose la mano por el hombro magullado, apeló a los otros pretendientes, quienes estuvieron de acuerdo en que Antínoo debía haberse mostrado más cortés; y Penélope, cuando sus doncellas le informaron del incidente, quedó escandalizada. Hizo llamar al supuesto mendigo, con la esperanza de que le diera noticias de su perdido esposo. Odiseo prometió ir a la sala de recibo regia esa noche y decirle a Penélope todo lo que deseaba saber.
Entre tanto, un robusto mendigo de Itaca apodado Iro porque, como la diosa Iris, hacía todos los mandados que se le ordenaban, trató de arrojar a Odiseo del umbral. Como él no quiso moverse, Iro le desafió a un pugilato, y Antínoo, riendo cordialmente, ofreció al vencedor las entrañas de una cabra y un asiento en la mesa de los pretendientes. Odiseo se recogió los andrajos, los sujetó debajo del cinturón deshilachado que llevaba y se enfrentó a Iro. El bellaco retrocedió al ver sus abultados músculos, pero las mofas de los pretendientes le impidieron emprender una fuga precipitada. Luego Odiseo lo derribó de un solo golpe, cuidando de no llamar demasiado la atención asestándole uno mortal. Los pretendientes aplaudieron, se burlaron, disputaron, se acomodaron para su banquete vespertino, brindaron por Penélope, quien se presentó para recibir de todos ellos regalos de boda (aunque sin la intención de tomar una decisión definitiva) y al anochecer se dispersaron a sus diversos alojamientos.
Odiseo ordenó a Telémaco que sacara las lanzas que colgaban de las paredes de la sala de banquetes y las guardara en la armería mientras él iba a ver a Penélope. Ella no le reconoció y él le relató un cuento largo y minucioso describiendo un encuentro con Odiseo, quien, según dijo, había ido a consultar al oráculo de Zeus en Dodona, pero pronto estaría de vuelta en Itaca. Penélope le escuchó atentamente y ordenó a Euriclea, la anciana nodriza de Odiseo, que le bañara los pies. Euriclea reconoció en seguida la cicatriz que tenía en el muslo y lanzó un grito de alegría y sorpresa, pero Odiseo le asió la marchita garganta y le obligó a guardar silencio. Penélope no se dio cuenta del incidente, pues Atenea distrajo su atención.
Al siguiente día, en otro banquete, Agelao de Same, uno de los pretendientes, preguntó a Telémaco si no podía convencer a su madre para que tomase una decisión. Penélope anunció inmediatamente que estaba dispuesta a aceptar a cualquier pretendiente que emulase la hazaña de Odiseo haciendo pasar una flecha a través de doce anillos de hacha, estando las hachas colocadas en línea recta con los mangos clavados en una zanja. Les mostró el arco que debían utilizar; era el que le había dado Ifito a Odiseo veinticinco años antes, cuando fue a protestar en Mesena por el robo hecho en Itaca de trescientas ovejas y sus pastores. En un tiempo perteneció a Éurito, el padre de Ifito, a quien Apolo mismo había enseñado el arte de la ballestería, pero a quien Heracles venció y mató. Algunos de los pretendientes trataron de estirar la cuerda del arma poderosa, pero no lo consiguieron, ni siquiera después de ablandar la madera con sebo. En consecuencia se decidió aplazar la prueba hasta el día siguiente. Telémaco, quien fue el que estuvo más cerca de realizar la hazaña, dejó el arco al advertir una señal de Odiseo. En seguida Odiseo, a pesar de las protestas y los insultos vulgares —durante los cuales Telémaco se vio obligado a ordenar a Penélope que volviera a su habitación— tomó el arco, lo estiró fácilmente e hizo vibrar la cuerda melodiosamente para que todos la oyeran. Apuntó cuidadosamente y disparó una flecha que pasó a través de los doce anillos. Entretanto Telémaco, que había salido apresuradamente, volvió a entrar con una espada y una lanza y Odiseo mostró por fin quién era hiriendo a Antínoo en la garganta.
Los pretendientes se levantaron de un salto y corrieron a las paredes, pero se encontraron con que las lanzas ya no estaban en sus lugares habituales. Eurímaco pidió misericordia, y cuando Odiseo se la negó, desenvainó la espada y le acometió, pero una flecha le atravesó el hígado y cayó moribundo. Siguió una lucha feroz entre los pretendientes desesperados armados con espadas y Odiseo, armado únicamente con el arco, pero apostado delante de la entrada principal de la sala. Telémaco corrió a la armería y volvió con escudos, lanzas y yelmos para armar a su padre, Eumeo y Filecio, los dos fieles sirvientes que estaban junto a él, pues aunque Odiseo había matado a muchos pretendientes, casi se le habían agotado las flechas. Melancio, quien se había deslizado a hurtadillas por una puerta lateral para llevar armas a los pretendientes, fue sorprendido y muerto en su segunda visita a la armería, antes que consiguiera armar a más de unos pocos. La matanza continuó y Atenea, en forma de golondrina, revoloteó gorjeando por la sala hasta que todos los pretendientes y sus partidarios yacían muertos, con la única excepción del heraldo Medonte y el bardo Femio, a quienes Odiseo perdonó la vida porque no le habían hecho daño activamente y porque sus personas eran sacrosantas. Luego se detuvo para preguntar a Euriclea, quien había encerrado a las mujeres del palacio en sus alojamientos, cuántas de ellas habían permanecido fieles a su causa. Ella contestó: «Sólo doce se han deshonrado, señor.» Llamó a las sirvientas culpables y les obligó a limpiar la sangre derramada en la sala con esponjas y agua, y cuando terminaron ese trabajo las ahorcó en fila. Patearon un poco, pero pronto terminó todo. Luego Eumeo y Filecio cortaron a Melancio las extremidades —la nariz, las manos, los pies y los órganos genitales— y las arrojaron a los perros.
Por fin Odiseo, reunido al cabo con Penélope y con su padre Laertes, les relató sus diversas aventuras, esta vez ateniéndose a la verdad. Se acercó una fuerza de rebeldes de Itaca, parientes de Antínoo y de los otros pretendientes muertos, y al ver que superaban en número a Odiseo y sus amigos, el anciano Laertes intervino vigorosamente en la lucha, que marchaba bastante bien para ellos, hasta que Atenea medió e impuso una tregua. Entonces los rebeldes iniciaron una acción legal conjunta contra Odiseo y designaron como juez a Neoptólemo, rey de las islas del Epiro. Odiseo convino en aceptar el veredicto, y Neoptólemo dictaminó que debía dejar su reino y no volver a él hasta que pasaran diez años, durante los cuales los herederos de los pretendientes debían compensarle por sus depredaciones, con pagos a Telémaco, quien sería el rey.
Pero faltaba todavía aplacar a Posidón y Odiseo partió a pie, como le había aconsejado Tiresias, a través de las montañas del Epiro, llevando un remo al hombro. Cuando llegó a Tesprotis las campesinos le preguntaron: «Extranjero, ¿por qué un bieldo en primavera?» En consecuencia sacrificó un carnero, un toro y un jabalí a Posidón y quedó perdonado. Como no podía volver a Itaca todavía, se casó con Calídice, reina de los tesprotios, y mandó su ejército en una guerra contra los brigios, bajo la dirección de Ares; pero Apolo exigió una tregua. Nueve años después Polipetes, el hijo de Odiseo con Calídice, subió al trono de Tesprotis y Odiseo volvió a Itaca, que gobernaba entonces Penélope en nombre de su joven hijo Poliportes; Telémaco había sido desterrado a Cefalenia porque un oráculo anunció: «¡Odiseo, tu propio hijo te matará!» En Itaca le llegó la muerte a Odiseo desde el mar, como había predicho Tiresias. Su hijo con Circe, Telégono, que navegaba en busca de él, hizo una incursión en ítaca, a la que confundió con Corcira, y Odiseo salió para rechazar el ataque. Telégono le mató en la orilla y el arma fatal era una lanza reforzada con el espinazo de una pastinaca. Después de pasar en el destierro el año que exigía la costumbre, Telégono se casó con Penélope y Telémaco lo hizo con Circe, y así las dos ramas de la familia se unieron estrechamente.
Robert Graves: LOS MITOS GRIEGOS (Tomo II, Capítulos 170 y 171); Alianza.
La versión de Los Simpsons: