A Helguera lo descubrí gracias a la recomendación de la poeta María Rivera (Hay batallas). Después de leerle un par de minificciones, me recomendó buscar los textos de Luis Ignacio... Los encontré y quedé fascinado. Aquí una muestra:
EL CARA DE NIÑO
Luis Ignacio Helguera
En carrera enloquecida, huyendo, entre las piedras, de los zapatos.
-¡Déjame ver su cara de niño, papá!
-No tiene cara de niño, se llama así nada más.
Voltearon con una rama la masa aplastada, con patas estertóreas todavía. Y un golpe de la luz radiante en plena cara del insecto reveló al verdugo una instantánea desconocida, en que aparecía él mismo cuando niño haciendo un gesto lastimoso y plañidero porque quería seguir jugando en el jardín y le habían dado alcance inapelable.
SIAMESAS
Luis Ignacio Helguera
Aquí un emotivo artículo in memoriam.
Luis Ignacio Helguera
La complicidad de Renata y Roberta alcanza la carne. Su contigüidad no concede la gestación del secreto. No se siente Roberta la tía de Roberto sino su madre, segunda madre, madre dual: asistió momento por momento a la posesión inolvidable, al embarazo, al parto, a la maternidad; amamantó al bebé cuando se agotaba la leche de su hermana y la envidia del eterno testigo que quiso ser actriz la fue apagando el amor al niño, que Renata quiso inculcar o agradecer al no llamarlo Renato sino Roberto.
Harta quizás la Naturaleza de las quejas del hombre por su soledad insondable, engendró este género de plantas humanas, rama de dos flores, humanos de un cuerpo, cuerpo de dos almas, metempsicosis excéntrica. ¿Se acompañarán bien estos reos de una sola celda y condena?
Naturalmente, cultivaron Renata y Roberta un odio entrañable, ajedrez íntimo desbordado a veces en mordiscos, arañazos, golpes que conocieron como límite único –frontera de la paz- el dolor en la pelvis que las une.
El tiempo ha ido cosechando el equilibrio de dos fuerzas, la disolvencia de los contrastes, finalmente la concordia. Roberta jalaba a la derecha y Renata a la izquierda; Renata era dormilona y Roberta, insomne; Renata era brillante casi y casi opaca, Roberta; epicúrea era Renata y Roberta, estoica; a Roberta le gustaba comer y a Renata, beber. Con una adecuada mezcla de epicureísmo y estoicismo compartieron problemas gástricos, sentadas en un mueble sanitario siamés que mandaron fabricar.
El insólito dúo de violín y viola que formaron templó y armonizó sus cuerdas, tanto como su hijo Roberto, verdadero diapasón. Dan finos recitales de música de cámara a los que asiste mucha gente, lamentablemente pocas veces interesada en escuchar.
La vejez las ha vuelto tolerantes y, por fin, una sola persona.
A la luz del sol se lamen ahora como gatas siamesas.
Aquí un emotivo artículo in memoriam.