Hace unas semanas, cuando tuve la inmensa fortuna de conocer en persona a Emiliano González, les compartí mis breves comentarios sobre la intuición y coincidencia.
Desde ese día, me he encontrado esas dos palabras en todos lados y situaciones.
La más importante de todas fue el pasado miércoles 31 de julio, cuando celebramos la publicación de PENUMBRIA, AÑO I, antología que reúne los mejores cuentos publicados en PENUMBRIA a lo largo de su primer año de vida digital.
Convocado únicamente en mis sueños, apareció (esa es la palabra precisa) Emiliano González, acompañado de su bella y no menos mítica Beatriz, en la presentación.
Casi desfallezco, pero eso lo contaré en otra ocasión.
Emiliano, además de explicarnos de dónde viene Penumbria y dedicarnos un sentido agradecimiento, escuchó a todos los autores que leyeron y a los grupos invitados, dándose el tiempo para firmarles sus libros y tomarse una foto.
Uno de esos autores fue Nelly Geraldine García-Rosas, quien leyó su cuento Caza de shoggoths: colección grotesca, dedicado a Lovecraft, Mario Levrero y Clemente Palma. De este último hizo énfasis en que teníamos que buscarlo y leerlo.
Hace unas horas, Enrique Urbina (autor incluido en la antología y bajista/vocalista de Alpha Sheep, grupo que tocó ese día) nos recordó que uno de los cuentos de Clemente Palma formaba parte de El libro de lo insólito, antología de cuentos reunidos por, sí, Emiliano González y Beatriz Álvarez.
Intuición y coincidencia...
Esto es lo que apuntan de Clemente:
"El autor de Cuentos malévolos (1904), La nieta del oidor
(1912), Historietas malignas (1924), XYZ (1935) y otras obras fantásticas,
nos obsequia Miedos, incomparable
miniatura de sutil horror, que nos pone en contacto con ese mundo infantil, de
música enigmática y tierna, de las iniciales memorias."
El cuento:
MIEDOS
Clemente
Palma
El salón estaba obscuro, muy obscuro. Los espejos cegados por la
obscuridad no reflejaban en sus colosales pupilas los buques chinos de marfil,
los dorados muebles, las sedosas cortinas, ni las caprichosas licoreras y
chucherías que adornaban los chineros.
En la puerta del salón, como dos hujieres medievales, estaban
reflexionando, de pie sobre sus pedestales de mármol, envueltos en la gasa
intangible de las tinieblas, Dante, en su actitud hierática, con el dedo sobre
los labios, y Petrarca recostado sobre su lira. La araña como una inmensa
plomada de cristal, se descolgaba largamente del techo, y cada vez que un
carruaje estremecía el salón, con su escandaloso rodar sobre las piedras de la
calle, interrumpía el silencio con el tintineo de sus prismas sonoros. El
riquísimo Pleyel, abierta su bocaza de madera, reía sin ruido haciendo jugar
sobre su larga hilera de dientes ese átomo de luz que siempre existe disuelto
en toda obscuridad. Parecía una inmensa cabeza de hotentote risueño. Lejanos
relojes daban campanadas cuyos ecos se colaban por las junturas de puertas y
ventanas, y resbalando sobre la alfombra de Bruselas iban a perderse en las
demás habitaciones. Luego... nuevamente el silencio.
Dieron las tres, y una de las puertas se entreabrió y penetró en
el salón una sombra, lentamente, arrastrándose como un gnomo curioso que
caminaba con precaución para no hacer ruido. Subió al piano, y caminando sobre
el teclado, produjo una escala imperfecta. Probablemente le disgustó al gnomo
su poco disposición para la música, porque inmediatamente se alejó y fue a
esconderse a uno de los sillones.
Poco después se estremeció el aire encajonado del salón con unos
ruidos extraños que venían del sitio en que se había ocultado el gnomo: un
frou-frou constante y desesperado, sollozos ahogados, gritos de dolor que se
revolvían en un gruñido sordo. Se hubiera creído que el gnomo, herido de
muerte, se revolcaba sobre la seda en una agonía lenta y dolorosa.
Dante hundió su mirada de águila en la obscuridad y Petrarca
levantó la cabeza; pero no se veía nada. El sillón estaba a sus espaldas, y en
la imposibilidad de ver, volvieron a su actitud meditabunda.
En la habitación contigua una muchacha, rubia como los trigos,
estaba en un lecho adornado con angelitos, temblando de miedo. Se despertó a
los gritos del piano mortificado con las pisadas del gnomo.
—¡Oh, Dios mío! —pensó—; ladrones.
Y se quedó fría, inmóvil, conteniendo la respiración, sin
atreverse a hacer el menor movimiento para no atraer la atención de los
ladrones. ¡Si se movía, la matarían para que no avisase!
De pronto llegó a sus oídos un prolongado gemido, extrahumano,
como los que la imaginación popular supone que salen de los labios de las almas en pena. La muchacha
se estremeció, presa de indecible espanto; quiso gritar:
—¡Abuela, abuela... luz... están penando en el salón!
Pero se le ahogó la voz, movió los labios; mas la lengua ni la
garganta quisieron obedecerla. Con los cabellos erizados y los ojos
desmesuradamente abiertos, esperaba a cada segundo sentir la impresión de
frialdad de una calavera que se acostara sobre su misma almohada; veía en el
aire canillas que se cruzaban, largas túnicas por cuyas mangas voladas salían
brazos y manos óseas. Aterrorizada se tapó la cabeza y se estuvo así,
escuchando gemidos y rodeada de horribles visiones, hasta que por el tejido de
la sobrecama vio colarse un estirado rayito de luz matinal como un alambre de
oro.
Eran las seis de la mañana. Se destapó medrosa aún, pero poco a
poco se tranquilizó: de día las ánimas en pena vuelven al cementerio. A las
siete su abuela, una viejecita de andar ligero a pesar de sus setenta años,
estaba ya levantada y caminando por toda la casa.
—Buenos días, ¡a levantarse!
—Buenos días, abuelita —contestó
la linda rubia, besando la mano de la anciana.
Tenía la muchacha quince años y unos labios frescos y rosados,
bajo los que había una nidada simétrica de perlas. Sus senos virginales, duros
y redondos, comenzaban a darle aspecto de mujer y levemente levantaban la alba
camisa de dormir, menos blanca que su piel suavísima. El miedo y el insomnio de
la pasada noche habían dejado una línea azulada bajo sus rasgados ojos de
cielo. La abuela notó las ojeras de la doncella y se lo dijo; ella iba a
referirla lo de las penas, pero se contuvo: sabía que su abuela se reiría de
sus miedos y no la creería...
Levantóse, y después de bañarse, entró en el salón a repasar una
lección de piano...
El salón estaba claro, muy claro. Grandes haces de luz se
precipitaban por las ventanas teatinas en el afán de penetrar todos a las vez.
Luego se desbandaban sobre los muebles haciendo brillar la seda. Los espejos se
hacían todo ojos y, ansiosos de ver, reflejaban en las lunas venecianas los
buques chinos, las mesas, las chucherías que llenaban los chineros, todo, todo
cuanto podía caber en sus colosales pupilas. Dante, bañado en esa inundación de
luz que daba tintes y brillones amarillentos a su gran túnica de bronce,
continuaba en su actitud hierática, con el índice recostado en su labio
inferior, y Petrarca se preparaba a tañer la lira. Sobre los cuadros de las
paredes, sobre las alfombras y los muebles celebraban la fiesta de la luz, la
apoteosis del Sol, una infinidad de espectrillos solares despedidos de los
irisados prismas de la araña, que revoloteaba inquietos como alegres pajecillos
de Febo vestidos con túnicas policrómicas, en tanto que al piano, con la risa
congelada, dejaba juguetear francamente sobre sus dientes de marfil la luz que
se precipitaba de las ventanas...
Entró la rubia con la cabecita despeinada y húmeda, de la que caía
sobre sus espaldas una muda catarata de oro. Había olvidado ya sus terrores y
sólo pensaba en repasar su lección: una linda melodía de Godefroy, que debía
saber a las once, cuando viniera el profesor. Se sentó en el banquillo de
altura variable, recorrió el teclado y comenzó a brotar del marfil un raudal de
armonías encantadoras. ¡Oh!, el hotentote estaba contentísimo, y al sentir las
caricias de esos blancos dedos diminutos y ágiles rompía en las más melodiosa
de sus risas.
—¡Miau! ¡miau! —oyó la rubia a sus
espaldas, y giró rápidamente; luego dio un grito de repugnancia y sorpresa y
corrió gritando:
—¡Abuela, abuela, venga usted a ver!...
Sobre el sillón estaba echada una gata dirigiendo a todas partes
la mirada de sus redondos ojazos amarillos. Tres gatitos con los ojos cerrados;
grises, cabezones, estaban prendidos por el hociquillo rosáceo de las hinchadas
ubres de la Mirriña.
Regresó la rubia con la abuela y una sirvienta. La señora
refunfuñó, riñó a la Mirriña por sucia y sin vergüenza, como si la gata pudiera
comprenderla; la amenazó con arrojarle los hijos a la alcantarilla, y a punto
seguido la buena viejecita ordenó a la sirvienta que la llevara a otro cuarto,
con sillón y todo, para que no se maltrataran los hijuelos. El lujoso asiento
de valiosa seda y talladuras trabajosas sirvió en adelante de lecho mullido a
la Mirriña.
Siguió la doncella tocando su melodía de Godefroy, después del
incidente. De pronto, la idea de la gata se asoció al recuerdo de las penas y
terrores que no la dejaron dormir: entonces se sonrió, y dos hileras de perlas
se reflejaron en la charolada caja del piano.