En una charla de café, mientras decidíamos cómo conquistar el mundo (de la literatura fantástica, por supuesto), Manuel y yo intercambiamos nombres de autores "raros" que nos gustaría rescatar. Marco, cómplice a larga distancia en nuestra conquista del mundo, nos compartió un nombre a través de un mensaje de texto: Gabriela Rábago Palafox. La googleamos y nos dimos cuenta que nuestra queridísima amiga Gabriela Damián la había incluido en este maravilloso artículo sobre escritoras mexicanas fantásticas.
"Gabriela Rábago Palafox
fue una de las pocas mujeres que han ganado el Premio Puebla (Premio de cuento
fantástico y Ciencia Ficción), con Pandemia, relato acerca de un
mortífero virus, la homosexualidad y el Apocalipsis. Ganó también el premio de
literatura infantil Juan de la Cabada, y es que Rábago Palafox se caracterizó
por mezclar sin problemas su habilidad con los haikús, la novela negra y la
imaginación científica en su obra. Escribió también dos novelas: Todo ángel
es terrible (1981) y La muerte alquila un cuarto. Federico Schaffler
la incluyó en la célebre antología de ciencia ficción mexicana Más allá de
lo imaginado (Tierra Adentro, 1991), junto con otras que merecen ser
leídas. Gabriela murió rodeada de morbosas especulaciones en torno a su salud,
a los 46 años".
Recordé que yo tenía esa antología de Schaffler, así que me di a la tarea de leer y transcribir el cuento.
Disfrútenlo:
RESURRECCIÓN
Gabriela
Rábago Palafox
I
El paquete llegó en el correo de la mañana. Cuando Antonio regresó
a casa después de clases, su madre lo recibió con la más radiante sonrisa.
“¿Ya?”, preguntó el niño sintiendo que el corazón se le salía del pecho. “Está
sobre tu cama”, le indicó ella y Antonio subió la escalera tan velozmente como
le fue posible.
Se detuvo en el
umbral de la puerta -con la perilla en la mano- para admirar desde allí el
bulto de papel color crema, con brillantes estampillas tachonadas por los
sellos de correos. Había valido la pena esperar.
Por fin se sentó
al borde de la cama y deshizo el envoltorio que fuera hecho con gran cuidado.
Puso en sus rodillas la flamante caja protegida con papel celofán: leyó la
propaganda impresa en la superficie:
Be a sculptor! The genuine ancient Christian
art from XVII and XVIII centuries. Made by yourself. Even a child can do it!
Y leyó la
especificación escrita dentro de un recuadro, un poco más abajo de la leyenda
principal:
Contains one piece: Saint Sebastian
sculpture.
Impaciente, el
muchacho rasgó el celofán y abrió la caja. De acuerdo a lo que prometía el
folleto de donde había tomado el cupón para hacer el pedido, el paquete incluía
una reproducción deshidratada de alguna talla famosa hecha en el barroco para
evocar a un miembro del santoral cristiano. En este caso, San Sebastián. Por el
momento, la imagen era una masa informe que iría creciendo y se iría delineando
a medida que el “escultor” la sumergiera en el agua de la bañera o la rociara
abundantemente en el jardín. El material empleado para la realización de la
imagen permitía que, una vez tomadas sus proporciones definitivas (las de la
escala humana, de acuerdo con la regla áurea), la escultura endureciera al
contacto del aire, para tomar a la postre la apariencia de un estucado barroco.
Tocaba al “artista” aplicar los afeites necesarios para redondear el aspecto de
la imagen. El paquete llevaba de todo: carmín para las mejillas, peluca y
pestañas de color castaño, toques luminosos o veladuras para la mirada y, lo
más importante, sangre artificial con que intensificar el trazo de las heridas.
Cualquier santo cristiano las tiene, sean físicas o espirituales y, de una
manera u otra, el imaginero se encarga de plasmarlas en su obra.
Antonio había
trabajado, así, un San Juan Bautista decapitado y una Dolorosa que le habían
quedado bastante bien; la Magdalena
de Pedro de Mena, que resultó deliciosa, y la cabeza del Cristo yacente de Gregorio Hernández, que era verdaderamente
impresionante. Pero la pieza estelar de la colección era el San Sebastián que
ahora se proponía realizar.
La caja enviada
desde Estados Unidos de América (con extensión en varios puntos de la Tierra y
la Luna), incluía un arco y media docena de flechas para que el “escultor”, al
dispararlas contra la imagen del santo, le imprimiera el dramatismo necesario.
Como información indispensable, el paquete ofrecía un cuadernillo redactado en
los tres idiomas principales del mundo. Antonio leyó en silencio.
“San Sebastián. Según la Enciclopedia de la ONU (entidad que, durante la Época
Antigua pretendió, con lamentable ineficiencia, mantener el orden entre los
países del planeta): fue un oficial de la guardia pretoriana, nacido en Narbona
(¿250?) y muerto en Roma (288). Convertido al cristianismo, llevó el nuevo
credo a personajes importantes, por lo que Diocleciano lo hizo asaetear. Su
fiesta es celebrada el 20 de enero.
Cristianismo. De acuerdo con la opinión vertida por el profesor Carl M.
Schwein, de la Universidad de Alemania Unida: nombre que se da a una serie de
prácticas religiosas, eminentemente rituales que, aseguraban sus adeptos del
siglo XX, guardaban cierto vínculo con la doctrina de Jesús El Cristo, profeta
con cuyo nacimiento se marca el principio de la Época Antigua. Minado por su
propia decadencia el llamado cristianismo se extinguió hacia los albores del siglo
XXI. Su historia, sin embargo, se asocia a los grandes eventos de la humanidad.
Los dirigentes de esa Iglesia fueron, a menudo, quienes gobernaban el destino
de los pueblos; esto lo consiguieron gracias a su peculiar habilidad para
ejercer control sobre la conciencia de los fieles a través de complejos métodos
de persuasión y de extorsión, que involucraban la vida personal de los
individuos y de manera destacada, la vida sexual. Un movimiento de
reestructuración privó al cristianismo de sus sofisticaciones para acercarlo,
no sin ingentes esfuerzos, a la doctrina del profeta Jesús: no se sabe qué fue
de estos nuevos cristianos, quienes, con base en el dato proporcionado por José
S. Aleksei, se autonombran Auténticos.
Uno de los principales grupos cristianos de la Época Antigua, la Iglesia
Católica Romana, dio en representar imágenes en tercera dimensión de sus santos
predilectos. Merced al archivo de la F.P.I.S.T. (Federación de Países
Independientes Sobre la Tierra), cuyo más remoto antecedente fue la ONU hemos
podido recobrar, para nuestra colección Be
a sculptor!, una buena parte de aquella imaginería. Trozos de piezas
genuinas se conservan en el Museo Lincoln que usted puede llevarse a casa si
llena el cupón adjunto y envía a la dirección indicada cuarenta dólares
terrestres. El servicio Lincoln´s Museum
at Home contiene quince diapositivas de proyección voluminosa y una casete
audio-olfativa. Escríbanos para obtener informes detallados”.
La madre de Antonio lo vio pasar de largo rumbo al jardín trasero:
llevaba en la mano la bolsa de polietileno transparente con la masa que se
convertiría en San Sebastián. A través de la vidriera de la sala, la mujer
observó cómo su hijo, mareado de felicidad, arrojaba la masa a la alberca. En
cuestión de minutos, la pasta empezó a hincharse: Antonio la hundía en el agua
con la vara que comúnmente se emplea para sacar de la piscina ramas y hojas
secas. Lo que al principio parecía un embrión humano, al cabo de media hora
semejaba un hombre flotando con placidez sobre el suave vaivén del agua.
Ayudándose con la
misma vara, Antonio retiró el modelo de la alberca, lo tendió sobre el césped y
emprendió de lleno la tarea de colocarlo en posición lógica del martirio: le
ató las muñecas a la espalda, le flexionó una rodilla, levantó la cabeza que,
una vez finalizada la escultura aparentaría pedir clemencia al cielo. Todo,
según las fotografías que previsoramente aportaba el paquete. Cuando el
muchacho creyó que su modelo tenía la postura correcta, lo dejó endurecer en el
jardín.
II
—Te aseguro que lo he conseguido —decía Ernesto el científico mirando la pantalla del videoteléfono,
donde la cara de Antonio revelaba cierto escepticismo—. No fue fácil. Pero lo logré. Primero experimenté con arácnidos y
caracoles. Luego con liebres. Y finalmente con los muñecos de la estación lunar
Dio resultado.
Antonio hizo un
gesto que podría significar “quizá”, y Ernesto continuó con mayor énfasis:
—Lo que desconozco todavía es hasta qué punto son duraderos los
efectos: estoy por determinarlo. Creo que, si empleo la dosis correcta, el
lapso no pasará de una hora. Después, todo vuelve al estado anterior. ¿Me
entiendes?
El muchacho de la
pantalla inclinó la cabeza para responder que sí.
—Estoy emocionado —prosiguió el otro—. Cuando haya afinado la fórmula, pienso llevarla a la Universidad
(después de pasar por la Oficina de Patentes, claro), con lo que espero
merecer, ahora sí, la admisión a la Academia de Ciencias.
Ernesto sonrió
igual que si fuera a soplar las velas de su pastel de cumpleaños. Antonio le
devolvió la sonrisa y dijo:
—Me gustaría poder presenciarlo... pero no con caracoles ni
arácnidos, sino con mi colección. ¿Crees que podrías...?
—No hay razón para suponer lo contrario —contestó Ernesto alzando una ceja—. La clave estaría en aumentar el líquido de la inyección.
—¿Lo harías? —preguntó Antonio con
creciente entusiasmo.
—Por supuesto.
—Te voy a enseñar cómo va el último. No se lo he mostrado a nadie
todavía. Es para que te imagines lo que conseguiríamos si quieres aplicarle la
fórmula.
Antonio
desapareció un momento de la pantalla. Regresó tirando el cordel de una
plataforma sobre la cual se erigía el San Sebastián casi terminado. Ernesto
lazó una exclamación de asombro:
—¡Es perfecto, perfecto! —dijo
ajustando los controles del videoteléfono para obtener un acercamiento del
rostro atormentado—. ¿Llora?
—No, pero es igual. A veces pienso que gemirá cuando yo menos lo
espere: mira la contracción de los labios. Ahora, si hacemos el trato, te
invito a que dispares conmigo las saetas y a que apliquemos la “sangre”. Luego,
¿la fórmula?
—De acuerdo —aceptó el científico sin
dejar de mirar los ojos del mártir.
III
Con las manos pringadas de líquido rojo oscuro, Antonio trató de
pensar lo que habrían sido los templos cristianos en donde, durante la Época
Antigua, se habían congregado los originales de aquellas esculturas. Reinventó
la humedad, la luz difusa que se abría paso en la vasta atmósfera de los
edificios; ideó flores de cera o de plástico, ahumadas por las veladoras que
ardían bajo las figuras temidas, reverenciadas por milagrosas. Los
investigadores del Lincoln´s Museum
hablaban de polvo siempre presente: polvo que agrisaba el oro de los retablos y
penetraba inexorable el terciopelo de cortinas y reclinatorios. Barruntó que
debió ser sobrecogedor entrar a esos templos y encontrase con cuerpos
ensangrentados, miradas dolientes, bocas torcidas por el sufrimiento, hacia
dondequiera que se volviese la vista. Extendió sobre su escritorio de madera
oscura la serie de postales adquiridas en la promoción Be a sculptor! Y las contempló con arrobamiento. A poco, Ernesto se
acercó para disfrutarlas también, por encima del hombro de su amigo:
—Inyecté al San Sebastián y al Bautista. Esperaremos a que se
enfríen los químicos que acabo de mezclar, para inyectar a los demás. Ojalá
tengamos suerte.
Antonio se dejó
cautivar por los brillos del retablo: mar dorado en el que esporádicamente
surgían cuerpos de color de rosa tocados con alas o aureolas. Santas calvas y
barbas. Santísimas virginidades. Gloriosos martirios. Infancias benditas.
Muertes bienaventuradas. “Así era”, comentó en un susurro, y Ernesto emitió un
largo silbido.
IV
Los números luminosos del reloj aparecieron unos segundos en el
silencio de la noche que se adueñaba de la habitación de Antonio. “Las tres de
la madrugada”, informó la voz impersonal del reloj. Y el muchacho, insomne, se
apoyó en un codo y encendió la lamparita: súbitamente se hizo visible la postal
de la madona con rostro oriental y cabellera negrísima, que había dejado en la
mesita de noche. Supuso que estaría abrumada por el peso del manto rebordado de
estrellas con diez puntas, por el peso de la corona erizada de puñales y
lenguas de fuego. Encontró que las manos, pequeñas y pálidas, se crispaban en
actitud desesperada. Leyó el pie de la ilustración: Virgin of Expectancy. From the National Vice regal Museum at tle old
Jesuit Seminary in Tepotzotlán, México. Destroyed during the Third World War of
the Ancient Age. Suspiró. Cerró los ojos y recobró la imagen de su San
Sebastián admirablemente animado por la fórmula de Ernesto. Revivió el momento
en que la escultura, ardorosos de sufrimiento los ojos vítreos, se retorció
como para librarse de las flechas que se encarnaban a lo largo de todo su
cuerpo. El corazón de Antonio le golpeó con fuerza el pecho, las sienes. Pero
la magia había durado sólo unos minutos. A fin de cuentas, Ernesto tenía lo
fórmula en periodo experimental y, si en muñecos y animales pequeños la
animación se prolongaba hasta una hora, en las esculturas de gran talla no se
podía esperar otro tanto. Estaba un poco decepcionado. Ernesto, en cambio, como
todo científico que recoge el fruto de sus desvelos (no importa que el fruto
parezca insignificante) se había marchado a casa con una amplia sonrisa de
suficiencia.
—Lo más conmovedor fue la manera en que parpadeaba el Bautista
decapitado: se reprodujo en instante en que la cabeza, todavía con vida, rueda
desprendida del cuello —murmuró el niño—. Creí que Ernesto se iba a desmayar de feli...
Lo interrumpió el
timbre del videoteléfono: Ernesto, con piyama y las gafas puestas, alargaba la
mano en cuya palma tenía un caracol que se movía trabajosamente.
—¡Mira! Es uno de los que daba por perdidos —exclamó el científico con voz gozosa—. Ni siquiera consideré la posibilidad de que, tras un aparente
regreso a la inacción, hubiera una especie de renacimiento, quizá con mayor
ímpetu que el primero. Voy a abrir una hoja de evolución para anotar los
pormenores del caso. Las arañas también comienzan a despertar.
Antonio no pudo
responderle. El sonido de la puerta al abrirse lo obligó a volver la cabeza; en
el umbral de su cuarto, gimiente en la tortura, estaba San Sebastián. Quiso
decir algo y un chorro de sangre escapó de su boca. “Así era”, se repitió aún
el muchacho mientras el asaeteado, seguido de la Dolorosa y el Bautista (lo que
restaba del Bautista), avanzaba hacia él.
Disculpen la inconsistencia de las sangrías... Por más que las corrijo, Blogger las desacomoda.
ResponderEliminarExcelente cuento, gracias n.n
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