Texto que la muy querida y admirada Beatriz Álvarez Klein leyó en la presentación de Los niños de Arkham y otros cuentos extraños:
Niños terribles pueblan el México de
nuestros días.
No me refiero, claro está, a los
niños que figuran, aquí y allá, en las páginas de los diarios. Los niños de los
que hablo –de los que habla Miguel Antonio Lupián en el libro que hoy tengo el
honor de presentar– aparecen en nuestro mundo cotidiano con la fuerza del
destino inexorable, como avatares que señalan los rumbos de un futuro cada día
más cercano.
Si he de proponerme encuadrar este
libro –aunque lo del cuadrado no le va, pues responde más bien a una geometría
no euclidiana– tras de haberlo leído y releído, reflexiono sobre el concepto de
movimiento literario. Si por éste entendemos una tendencia que reúne a
escritores que comparten un estilo o un objetivo común y que se circunscribe a
una época específica y, a veces también (pero no siempre) a un lugar
determinado, tendríamos que inventarnos el concepto de “metamovimiento” para
designar un gran movimiento que se manifiesta en forma de espiral en diversos
momentos de la historia, a través de los cuales se va fortaleciendo ese
objetivo común. Así, por ejemplo, podemos decir que un metamovimiento surge,
por primera vez de manera reconocible, en las etapas tardías de la cultura
egipcia, en la época helenística, en la época de plata de Roma, en el
Renacimiento, en el Barroco, en el Romanticismo, en el Decadentismo y el
Simbolismo hacia finales del siglo XIX y principios del XX, en las vanguardias
del siglo XX, en los años 1960 y la primera mitad de los 1970, y ahora mismo lo
vemos revolver el fondo de las ciénagas, de los océanos, de los pozos
profundos, para dejar por instantes que
asomen sobre la superficie algún tentáculo.
Estos momentos se alternan con otros
en que la atemorizada humanidad busca refugio en un ideal de la norma, la
austeridad espartana, la línea recta. Pero esos no son los que nos interesan:
dirigimos nuestra mirada hacia aquel metamovimiento de lo insólito, de las
profundidades del inconsciente, de las líneas curvas, pues es ése el que
resguarda la sabiduría antigua, el que explora los vasos comunicantes entre
ésta última y las profundidades de nuestra mente y de nuestra alma. Podemos
decir, entonces, que el cultivo de este metamovimiento es un sacerdocio en el
sentido más panteísta del término, reconocible en la presencia de una serie de
motivos, así como en alusiones a los predecesores.
A este linaje pertenece Miguel
Antonio Lupián. Están en esta obra no sólo las francas alusiones a la obra de
Howard Phillips Lovecraft y sus seguidores, como en el relato que da título al
libro, sino también a otros sacerdotes de la palabra como Arthur Symons,
Ambrose Bierce, Algernon Blackwood, Jorge Luis Borges y Emiliano González. Por
cierto que también hallamos una alusión llena de irónico humor lovecraftiano a
la austera obra de Juan Rulfo.
Y más allá de las alusiones
mencionadas, decimos que Miguel Antonio se inserta por derecho propio y pleno
en el movimiento de vanguardia derivado del simbolismo, y no lo hace desde la
nostalgia sino, justamente, desde la postura de quien mantiene la llama viva
agregando leños nuevos.
En Los niños de Arkham hay puertas que comunican dimensiones diversas,
realidades paralelas, tiempos que se cruzan; pozos cuyo fondo –si lo tienen– se
encuentra mucho más allá de los mantos freáticos. Hay también encuentros con el
doble que nos indica la ubicación de alguna de esas puertas, con el doble nos
tienta a salir de nuestro mundo, que usurpa nuestra vida, que es a la vez otro
y el mismo, en ambientes de ciencia ficción o en escenas que nos recuerdan el
mundo del sueño de Giorgio de Chirico o de René Magritte. Hay deseos que se
cumplen para horror nuestro. Hay realidades ambiguas que dejan entrever otras
monstruosas y absolutas, realidades que están al filo entre la locura y lo
sobrenatural; pero también hay paraísos detrás de una cortina en una casa de
pueblo o visibles desde una ventana abierta.
Y sobre todo, hay niños y hay niñez.
Los niños se tornan herederos, a veces ilegítimos, del porvenir, juegan a
ocultarse como criaturas de Innsmouth para tomar posesión de ese mundo que ha
dejado de ser de nosotros para volverse suyo. Y también hay la mirada de la
infancia, con su canal abierto a ese punto en el que las profundidades del
inconsciente son también las profundidades del ultramundo; esa mirada a un
tiempo inocente y propia del perverso polimorfo, para quien toda experiencia es
fresca y por lo mismo, sorprendente.
Resultado de un evidente dominio de
la narrativa, los relatos que integran este libro nos llevan así de sorpresa en
sorpresa. Nada es lo que parece. Los personajes que vemos en las calles en el
día a día desempeñan en realidad una misión críptica en un orden universal del
todo ajeno a nuestra comprensión: el librero de viejo, el taxista, la persona que
sufre un accidente en la vía por la que vamos transitando. Miguel Antonio nos
muestra las señales de otros mundos que están presentes en el nuestro, visibles
sólo al ojo adiestrado en el arte de reconocerlas. De este modo, actos
sumamente cotidianos, casi nimios, como bajarse de un auto varado en el tráfico
para orinar cerca del borde de la carretera, o comprar un libro viejo por una suma
irrisoria, adoptan dimensiones cósmicas, bíblicas o, las más de las veces, necronómicas.
Como nos lo muestra aquí Miguel
Antonio, el acto de escribir y el acto de leer son la chispa que mantiene vivo
el fuego sagrado en el ara de la literatura fantástica y transmite inexorable
un linaje de vida. La palabra escrita llama, busca y encuentra a su
destinatario; los libros, objetos alquímicos, mágicos, cobran vida “como
cangrejos en una cubeta” y marcan nuevos eones, alterando el sino planetario.
Ante el nacimiento de este nuevo
libro de Miguel Antonio Lupián, no puedo menos que dirigir a ustedes esta tarde
una advertencia que es a la vez un reto, una invitación a la audacia: ten cuidado de lo que lees, porque puedes
despertar realidades que duermen desde el inicio mismo de los tiempos.
Muchas gracias.
Beatriz Álvarez Klein
Aquí pueden leer el texto de la maravillosa Iliana Vargas.
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