Joseph Payne Brennan (1918-1990) fue un escritor norteamericano
(Connecticut) de fantasía y terror, así como bibliógrafo de Lovecraft. Gran parte de su obra se publicó en Weird Tales y Macabre, su propia
revista. Su cuento más celebrado fue “Slime”, publicado en Weird Tales (marzo,
1953) y posteriormente en Nine horrors
and a dream (Arkham House, 1958).
A pesar de que ha sido publicado en
muchísimas antologías y que Stephen King se refirió a él como “un maestro desvergonzado del cuento de terror”,
es muy difícil conseguir su obra en formato electrónico, no se diga en español.
Por lo que decidí, del puñado de cuentos que encontré en la red, traducir
“Levitation” (1958), también publicado en Nine
horrors and a dream.
Como dato anecdótico, Thomas Ligotti (escritor con el que estoy
obsesionado) confesó que en su juventud le escribió cartas a Brennan, quien le
contestó alabando su poesía "descaradamente pesimista".
Agradezco a Guillermo Verduzco (@elpaganoescapa) por recordarme a
este autor y activar mi superpoder librero.
LEVITACIÓN
Joseph
Payne Brennan
trad. Miguel Lupián
El Carnaval Maravilloso de Morgan llegó a Riverville para una
función nocturna; armaron sus carpas en el parque de pelota, a las afueras del
pueblo. Era una noche cálida a principios de octubre y para las siete una
multitud considerable se había dado cita para disfrutar de una velada
fantástica.
El espectáculo itinerante no era ni grande ni sorprendente, pero
su llegada fue recibida con entusiasmo en Riverville, un pueblo aislado en la
montaña, a muchos kilómetros de las salas de cine, teatros de vaudeville y
arenas deportivas de las grandes ciudades.
Los lugareños no exigían entretenimiento sofisticado, por lo que
que la mujer obesa, el hombre tatuado y el niño simio los mantuvieron animados
durante varios minutos. Atiborraron sus bocas con cacahuates y palomitas de
maíz, bebieron vaso tras vaso de limonada rosada y sus dedos se quedaron pegajosos
al intentar desenvolver las envolturas coloridas de los chiclosos.
Todos aparentaron estar relajados y con la mente abierta cuando el
vocero anunció al hipnotista. El vocero, un hombre pequeño y robusto con traje
a cuadros, rugió a través de un megáfono improvisado, mientras el hipnotista se
mantenía en la parte trasera del escenario. Parecía desinteresado, desdeñoso; apenas
se dignó a echarle un vistazo al público.
Sin embargo, cuando los asistentes alcanzaron las cincuentas almas,
dio un paso hacia la luz. Un murmullo surgió entre el público.
En el áspero fulgor de la sobrecarga eléctrica, el hipnotista
apareció de forma extravagante. Su alta figura, delgada hasta el punto de la
demacración, su tez pálida y, sobre todo, sus oscuros, hundidos, enormes y
brillantes ojos, robaron la atención del público. Su vestimenta, un severo
traje negro y un arcaico corbatín del mismo color, le agregó un toque
mefistofélico.
Evaluó al público tranquilamente, con una expresión que dejaba ver
su resignación y desprecio.
Su resonante voz alcanzó el borde más alejado de la muchedumbre.
“Requeriré un voluntario”, dijo. “Si alguno pudiera acercarse...”
Todos miraron alrededor, codeando a su vecino, pero ninguno subió
al escenario.
El hipnotista se encogió de hombros.
"No puedo hacer ninguna demostración", dijo con voz
cansada, "a menos que uno de ustedes sea lo suficientemente amable como
para subir. Les aseguro, señoras y señores, que la demostración es inofensiva y
absolutamente segura".
Miró a su alrededor con expectación hasta que un joven se abrió
paso entre el público.
El hipnotista lo ayudó a subir al escenario y lo sentó en una
silla.
“Relájate”, dijo. “En cuanto lo ordene, te dormirás y harás
exactamente lo que diga”.
El joven se retorció en la silla, sonriendo cohibido hacia el
público. El hipnotista capturó su atención, fijando en él sus enorme ojos. El
joven dejó de retorcerse.
De pronto, alguno de los asistentes lanzó un puñado de palomitas
de maíz hacia el escenario. Las palomitas volaron sobre las luces y aterrizaron
directamente sobre la cabeza del joven sentado en la silla.
El joven se movió hacia un lado y hacia el otro, casi cayéndose de
la silla. El público, que se había mantenido en silencio, estalló en
carcajadas.
El hipnotista estaba furioso. Se puso rojo y temblaba del coraje
mientras miraba al público.
“¿Quién arrojó eso?”, exigió con voz asfixiada.
El público se quedó en silencio.
El hipnotista continuó mirándolos. Al poco tiempo el color rojo abandonó
su rostro y dejó de temblar, pero sus brillantes ojos se mantuvieron torvos.
Finalmente, le hizo una seña al joven sentado, despidiéndolo con
un breve agradecimiento, y encaró de nuevo a los asistentes.
“Debido a la interrupción”, anunció en voz baja, “será necesario
reanudar la demostración... con un nuevo voluntario. ¿Podría subir al escenario
la persona que arrojó las palomitas de maíz?”
Por lo menos una docena de personas miró a alguien que permanecía
entre las sombras, en la parte posterior de la concurrencia.
El hipnotista lo detectó; sus negros ojos parecían arder.
“Tal vez”, dijo con voz burlona, “el que interrumpió tiene miedo
de subir. ¡Prefiere esconderse entre las sombras y lanzar palomitas de maíz!”
El culpable gritó y se abrió paso beligerantemente hacia el
escenario. Su apariencia no era sobresaliente; de hecho, se parecía al primer
joven; cualquiera podría ubicarlos como granjeros.
El segundo joven se sentó en la silla con aire desafiante y por
varios minutos luchó contra la idea de relajarse. Sin embargo, su agresividad
desapareció y obedientemente miró los ojos ardientes del hipnotista.
En algunos minutos cedió a la orden del hipnotista y colocó su
espalda sobre las duras tablas del escenario. El público resopló.
“Dormirás”, dijo el hipnotista. “Dormirás. Te estás durmiendo. Te
estás durmiendo. Te estás durmiendo y harás cualquier cosa que te ordene.
Cualquier cosa que te ordene. Cualquiera...”, parloteó, repitiendo frases
repetitivas.
El público se quedó en absoluto silencio.
De pronto, una nota inédita salió de la voz del hipnotista y el
público se puso tenso.
“No te levantes, ¡pero elévate del escenario!”, ordenó. “¡Elévate
del escenario!”.
Sus oscuros ojos se tornaron salvajes y luminosos. El público se
estremeció.
“¡Elévate!”
Entonces, la respiración colectiva del público indicó el inicio.
El joven, tumbado sobre el escenario, sin mover un solo músculo,
comenzó a elevarse horizontalmente. Al principio de forma lenta, casi
imperceptible, pero pronto alcanzó una aceleración constante.
“¡Elévate!”, gritó el hipnotista.
El joven continuó ascendiendo, hasta que estuvo varios centímetros
por encima del escenario, sin detenerse.
El público estaba seguro que se trataba de un truco, aun así
miraba con la boca abierta. El joven parecía estar suspendido y moviéndose en
el aire sin algún tipo de soporte físico.
Abruptamente, el foco de atención del público cambió hacia el
hipnotista, quien se llevó una mano al pecho, tambaleándose y desplomándose
sobre el escenario.
Se pidió el auxilio de algún doctor. El vocero de traje a cuadros
apareció, inclinándose sobre el cuerpo exangüe.
Buscó el pulso, sacudió la cabeza y se levantó. Alguien le ofreció
una botella de whisky, pero sólo se encogió de hombros.
De pronto, una mujer del público gritó.
Todos voltearon a verla y, segundos más tarde, siguieron la
dirección de su mirada.
Hubo más gritos: el joven seguía ascendiendo. Mientras la atención
del público se había distraído con el colapso mortal del hipnotista, el joven
había continuado elevándose. Ahora se encontraba a más de dos metros sobre el
escenario, moviéndose inexorablemente hacia arriba. A pesar de la muerte del
hipnotista, seguía obedeciendo la orden final: “¡Elévate!”.
El vocero, con los ojos a punto de abandonar su cabeza, saltó
frenéticamente, pero era muy pequeño. Sus dedos apenas rozaron el cuerpo del
joven y cayó sobre el escenario.
El cuerpo rígido del joven continuaba ascendiendo, como si fuera
izado por algún tipo de polea invisible.
Las mujeres comenzaron a chillar histéricamente; los hombres
gritaban. Pero nadie sabía qué hacer. Después de lanzar una mirada salvaje al
cuerpo despatarrado del hipnotista, la cara del vocero se llenó de terror al
levantar la vista.
“¡Frank, baja! ¡Baja!, el público gritaba. “¡Frank, despierta!
¡Baja! ¡Detente, Frank!”
Pero el cuerpo rígido de Frank se elevó todavía más. Arriba,
arriba, hasta alcanzar la parte más alta de la carpa, hasta superar los árboles
más altos, hasta incorporarse al cielo iluminado por la luna de principios de
octubre.
Muchas personas del público se llevaron las manos al rostro y se
voltearon. Quienes continuaron mirando, vieron el cuerpo flotante ascender por
el cielo hasta que no fue más que una minúscula mota, un pequeño turrón cerca
de la luna.
Luego, desapareció completamente.
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