lunes, 11 de noviembre de 2013

EL DESIERTO DE LOS TÁRTAROS

Como podrán ver en la columna derecha, estoy leyendo El desierto de los tártaros de Dino Buzzati (autor recomendado por Alexis Uqbar aquí).

Hasta el momento (130 de 267 págs.) me tiene fascinado.

Les comparto un fragmento sobre el hábito, ese terrible monstruo que siempre nos acecha:





Aunque hubieran sonado las trompetas, se hubieran oído canciones de guerra, del norte hubieran llegado inquietantes mensajes; si fuera sólo eso, Drogo se habría marchado igualmente; pero estaban ya en el entorpecimiento de los hábitos, la vanidad militar, el amor doméstico a los muros cotidianos. Cuatro meses habían bastado para enviscarlo en el monótono ritmo del servicio.

En hábito se había convertido el turno de la guardia, que las primeras veces parecía un peso insoportable; poco a poco había aprendido bien las reglas, los modismos, las manías de sus superiores, la topografía de los reductos, los puestos de los centinelas, las esquinas donde no soplaba el viento, el lenguaje de las cornetas. Del dominio del servicio extraía un especial placer, valorando la creciente estimación de los soldados y de los suboficiales; hasta Tronk se había dado cuenta de lo serio y escrupuloso que era Drogo, casi le había tomado cariño.

En hábito se habían convertido los colegas; ahora los conocía tan bien que ni siquiera los más sutiles de sus sobreentendidos lo encontraban desprevenido; por la noche se quedaban mucho tiempo juntos, hablando de los hechos de la ciudad, que con la lejanía adquirían desmesurado interés. Hábito la mesa buena y cómoda, la acogedora chimenea del club de oficiales, encendida siempre, día y noche; la solicitud del asistente, un buen diablo llamado Geronimo, que poco a poco había aprendido sus deseos especiales.

Hábito las excursiones de vez en cuando con Morel al pueblo menos alejado: dos horas largas de caballo a través de un estrecho valle que ya se había aprendido de memoria, una posada donde por fin se veía alguna cara nueva, se preparaban cenas suntuosas y se oían frescas carcajadas de muchachas con las que se podía hacer el amor.

Hábito las desenfrenadas carreras a caballo de un lado a otro de la explanada de detrás de la Fortaleza, compitiendo en maestría con sus compañeros, en las tardes de descanso, y las pacientes partidas de ajedrez, por la noche, que se desarrollaban en alta voz, a menudo victoriosas para Drogo (pero el capitán Ortiz le había dicho: "Siempre es lo mismo, los recién llegados ganan siempre al principio. A todos les ocurre lo mismo, se hacen la ilusión de ser verdaderamente buenos, pero es sólo cuestión de novedad; también los otros acaban aprendiendo nuestro sistema y un buen día ya no se consigue nada").

Hábitos eran para Drogo su habitación, las plácidas lecturas nocturnas, la grieta del techo, sobre la cama, que semejaba la cabeza de un turco, los ruidos del aljibe, con el tiempo convertidos en amistosos; el hoyo excavado por su cuerpo en el colchón, las mantas tan inhóspitas en los primeros días y ahora dócilmente prontas; el movimiento, ya realizado instintivamente con su longitud exacta, para apagar la lámpara de petróleo o dejar el libro en la mesilla. Ya sabía cómo tenía que colocarse por la mañana, cuando se afeitaba ante el espejo, para que la luz iluminase su cara con el ángulo justo, cómo verter el agua de la jarra en la palangana sin derramarla, cómo hacer saltar la cerradura rebelde de un cajón, manteniendo la llave doblada un poco hacia abajo.

Hábito el rechinar de la puerta en los periodos de lluvia, el punto donde solía dar el rayo de luna entrando por la ventana y su lento desplazarse con el transcurso de las horas, la agitación en el cuarto de debajo del suyo, todas las noches, a la una y media en punto, cuando la vieja herida de la pierna derecha del teniente coronel Nicolosi se despertaba misteriosamente, interrumpiendo su sueño. 

Todas esas cosas se habían ya vuelto suyas y dejarlas le habría apenado. Pero Drogo no lo sabía, no sospechaba que la partida le habría costado trabajo ni que la vida de la Fortaleza se tragara los días unos detrás de otros, todos semejantes, con velocidad vertiginosa. Ayer y anteayer eran iguales, no habría ya sabido distinguirlos; un hecho de tres días antes o de veinte acababa pareciéndole igualmente lejano. Así se desarrollaba, sin saberlo él, la huída del tiempo.


El desierto de los tártaros
Dino Buzzati
Alianza editorial