jueves, 29 de abril de 2010

SEMANA DEL NIÑO 04

Continuamos con la Semana del niño.

Ahora dos cuentos protagonizados por niños. El primero relata bellamente las cavilaciones de un estudiante ante la misteriosa pregunta del maestro. El segundo nos cuenta las siniestras aventuras de unos pinches chamacos.

TACHAS

Eran las 6 y 35 minutos de la tarde.

El maestro dijo: ¿Qué cosa son tachas? Pero yo estaba pensando en muchas cosas; además, no sabía la clase.

El salón de estos hechos tiene tres puertas, de madera pintada de rojo, con un vidrio en cada hoja, despulido en la mitad de abajo.

A través de la parte no despulida del vidrio de la puerta de la cabecera del salón, veíanse, desde el lugar en que yo estaba, un pedazo de pared, un pedazo de puerta y unos alambres de la instalación de luz eléctrica. A través de la puerta de en medio, se veía lo mismo, poco más o menos lo mismo, y, finalmente, a través de la tercera puerta, las molduras del remate de una columna y un lugarcito triangular del cielo.
Por este triangulito iban pasando nubes, nubes, lentamente. No vi pasar en todo el tiempo, sino nubes, y un veloz, ágil, fugitivo pájaro.

Es muy divertido contemplar las nubes, las nubes que pasan, las nubes que cambian de forma, que se van extendiendo, que se van alargando, que se tuercen, que se rompen, sobre el cielo azul, un poco después que terminó la lluvia.

El maestro dijo:
-¿Qué cosa son tachas?

La palabrita extraña se metió en mis oídos como un ratón a su agujero, y se quedó en él, agazapada. Después entró un silencio caminando en las puntitas de los pies, un silencio que, como todos los silencios, no hacía ruido.

No sé por qué, pero yo pienso que lo que me hizo volver, aunque a medias, a la realidad, no fueron las palabras, sino el silencio que después se hizo; porque el maestro estaba hablando desde mucho antes, y, sin embargo, yo no había escuchado nada.

¿Tachas? ¿Pero, qué cosa son tachas? Pensé yo. ¿Quién va a saber lo que son tachas? Nadie sabe siquiera qué cosa son cosas, nadie sabe nada, nada.

Yo, por mi parte, como ejemplo, no puedo decir lo que soy, ni siquiera qué cosa estoy haciendo aquí, ni para qué lo estoy haciendo. No sé tampoco si estará bien o mal. Porque en definitiva, ¿quién es aquel que atinó con su verdadero camino? ¿Quién es aquel que está seguro de no haberse equivocado?

Siempre tendremos esa duda primordial.

En lo ancho de la vida van formando numerosos cruzamientos los senderos. ¿Por cuál dirigiremos nuestros pasos? ¿Entre estos veinte, entre estos treinta, entre estos mil caminos, cuál será aquél, que una vez seguido, no nos deje el temor de haber errado?
Ahora, el cielo, nuevamente se cubría de nubes, e iban haciéndose en cada momento más espesas; de azul, sólo quedaba sin cubrir un pedacito del tamaño de un quinto. Una llovizna lenta descendía, matemáticamente vertical, porque el aire estaba inmóvil, como una estatua.

Cervantes nos presenta en su libro, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, una llanura inmóvil y en ella están los peregrinantes, bajo el cielo gris, y en la cabeza de ellos, hay esta misma pregunta. Y en todo el libro no llega a resolverla.

Este problema no inquieta a los animales, ni a las plantas, ni a las piedras. Ellos lo han resuelto fácilmente, plegándose a la voluntad de la Naturaleza. El agua hace bien, perfectamente, siguiendo la cuesta, sin intentar subir.

De esta misma manera, parece que lo resolvió Cervantes, no en Persiles, que era un cuerdo, sino en don Quijote, que es un loco.

Don Quijote soltaba las riendas al caballo e iba más tranquilo y seguro que nosotros.

El maestro dijo:
-¿Qué cosa son tachas?

Sobre el alambre, bajo el arco, se posó un pajarito diminuto, de color de tierra, sacudiendo las plumas para arrojar el agua.

Cantaba el pajarito, u fifí, fifí. De fijo el pajarito estaba muy contento. Dijo esto con la garganta al aire; pero en cuanto lo dijo se puso pensativo. No, pensó, con seguridad, esta canción no es elegante. Pero no era ésta la verdad, me di cuenta, o creí darme cuenta, de que el pajarito no pensaba con sinceridad. La verdad era otra, la verdad era que quien silbaba esta canción era la criada, y él sentía hacia ella cierta antipatía, porque cuando le arreglaba la jaula, lo hacía de prisa y con mal modo.

La criada de esa casa, ¿se llama Imelda? No. Imelda es la muchacha que vende cigarros “Elegantes”, cigarros “Monarcas”, chicles, chocolates y cerillas, en el estanquillo de la esquina. ¿Margarita? No, tampoco se llama Margarita. Margarita es nombre para una mujer bonita y joven, de manos largas y blancas, y de ojos dorados. ¿Petra? Sí, éste sí es nombre de criada, o Tacha.

Pero ¿en qué estaría pensando cuando dije que nadie sabe qué cosa es tacha?
Es una lástima que el pajarito se haya ido. ¿Para dónde se habrá ido ahora el pajarito? Ahora estará parado en otro alambre, cantando u fiiiii, pero yo ya no lo escucho. Es una lástima.

Ya el cielo estaba un poco descubierto, era un intermedio en la llovizna. Llegaba el anochecimiento lentamente. La llegada de la sombra daba un sentido más hondo al firmamento. Las estrellas de todas las noches, las estrellas de siempre, comenzaron a abrirse por orden de estaturas y distancias.

De abajo subía el ruido de toda la ciudad; de arriba caía el silencio de todo el infinito.

De cierto, no sé qué cosa tiene el cielo aquí, que transparenta el universo a través de un velo de tristeza.

Allá son muy raras las tardes como ésta, casi siempre se muestra el cielo transparente, teñido de un maravilloso azul, que no he encontrado nunca en otra parte. Cuando empieza a anochecer, se ven en su fondo las estrellas, incontables, como arenitas de oro bajo ciertas aguas que tienen privilegios de diamante.

Allá se ven más claritas que en ninguna parte las facciones de la luna. Quien no ha estado allá, de verdad no sabe cómo será la luna. Tal vez, por esto, tienen aquí la idea de que la luna es melancólica. Ésta es una gran mentira de la literatura. ¡Qué ha de ser melancólica la luna!

La luna es sonriente y sonrosada, lo que pasa es que aquí no la conocen. Su sonrisa es suave, detrás de sus labios asoman unos dientes menuditos y finos, como perlas, y sus ojos son violáceos, de ese color ligeramente lila que vemos en la frente de las albas, y en torno a sus ojeras florecen manojitos de violetas, como suelen alrededor de las fuentes profundas.

Allá todo es inmaculado, allá todo es sin tachas… tachas, otra vez tachas. ¿En qué estaría yo pensando cuando dije que nadie sabe qué cosa son tachas?
Había pensado esto con la propia velocidad del pensamiento, y Dios que diga lo que seguiría pensando si no fuera porque el maestro repitió por cuarta o quinta vez, y ya con voz más fuerte:

-¿Qué cosa son tachas?
Y añadió:
-A usted es a quien se lo pregunto, a usted, señor Juárez.
-¿A mí, maestro?
-Sí, señor, a usted.

Entonces fue cuando me di cuenta de una multitud de cosas. En primer lugar, todos me veían fijamente. En segundo lugar, y sin ningún género de dudas, el maestro se dirigía a mí. En tercer lugar, las barbas y los bigotes del maestro parecían nubes en forma de bigotes y de barbas, y en cuarto lugar, algunas otras; pero la verdaderamente grave era la segunda.

Malos consejos, experimentos turbios de malos estudiantes, me asaltaron entonces y me aseguraron que era necesario decir algo.
-Lo peor de todo es callarse, me habían dicho.

Y así, todavía no despertado por completo, hablé sin ton ni son, lo primero que me vino a la cabeza.

No podría yo atinar con el procedimiento que empleó mi cerebro lleno de tantos pájaros y de tantas nubes, para salir del paso, pero el caso es que escucharon todo esto que yo solté, muy seriamente:
-Maestro, esta palabra tiene muchas acepciones, y como aún es tiempo, pues casi nos sobra media hora, procuraré examinar cada una de ellas, comenzando por la menos importante, y siguiendo progresivamente, según el interés que cada una nos presente.
Yo estoy desengañado de que no estoy loco; si lo estuviera, ¿por qué lo había de negar?; lo que pasa es otra cosa, que no está bueno explicar, porque su explicación es larga. De modo que la vez a que me vengo refiriendo, yo hablaba como si estuviera solo, monologando. Y noto que usted guarda silencio…

Usted, en aquel rato, para mí, no significaba nadie; según la realidad, debía ser el maestro; según la gramática, aquel a quien dirigiera la palabra, mas para mí, usted no era nadie, absolutamente nadie. Era el personaje imaginario, con quien yo platico cuando estoy a solas. Buscando el lugar que le corresponda entre los casilleros de la analogía, corresponde a esta palabra el lugar de los pronombres; sin embargo, no es un pronombre personal, ni ningún pronombre de los ya clasificados. Es una suerte de pronombre personal que, poco más o menos, puede definirse así. Una palabra que yo uso algunas veces para fingir que hablo con alguien, estando en realidad a solas. Seguí:
-Noto que usted guarda silencio y como el que calla otorga, daré principio, haciéndolo de la manera que ya dije. La primera acepción, pues, es la siguiente: tercera persona del presente indicativo del verbo tachar, que significa: poner una línea sobre una palabra, un renglón o un número que haya sido mal escrito. La segunda es esta otra: si una persona tiene por nombre Anastasia, quien la quiera mucho empleará, para designarla, esta palabra. Así, el novio, le diría:
-Tú eres mi vida, Tacha.
La mamá:
-¿Ya barriste, Tacha, la habitación de tu papá?
El hermano:
-¡Anda, Tacha, cóseme ese botón!

Y finalmente, para no alargarme mucho, el marido, si la ve descuidada (Tacha puede hacer funciones de Ramona), saldrá poquito a poco, sin decir ninguna cosa.
La tercera es aquella en que aparece formando parte de una locución adverbial. Y esta significación, tiene que ser únicamente con uno de tantos modos de preparar la calabaza. ¿Quién es aquel que no ha oído decir alguna vez calabaza en tacha? Y, por último, la acepción en que la toma nuestro código de procedimientos.

Aquí entoné, de manera que se notara bien, un punto final.

Y Orteguita, el paciente maestro que dicta en la cátedra de procedimientos, con la magnanimidad de un santo, insinuó pacientemente:
-Y, díganos, señor, ¿en qué acepción la toma el código de procedimientos?
Ahora, ya un poquito cohibido, confesé:
-Ésa es la única acepción que no conozco. Usted me perdonará, maestro, pero…

Todo el mundo se rió: Aguilar, Jiménez Tavera, Poncianito, Elodia Cruz, Orteguita. Todos se rieron, menos el Tlacuache y yo que no somos de este mundo.

Yo no puedo hallar el chiste, pero teorizando, me parece que casi todo lo que es absurdo hace reír. Tal vez porque estamos en un mundo en que todo es absurdo, lo absurdo parece natural y lo natural parece absurdo. Y yo soy así, me parece natural ser como soy. Para los otros no, para los otros soy extravagante.

Lo natural sería, dice Gómez de la Serna, que los pajaritos dormidos se cayeran de los árboles. Y todos lo sabemos bien, aunque es absurdo, los pajaritos no se caen.
Ya estoy en la calle, la llovizna cae, y viendo yo la manera como llueve, estoy seguro de que a lo lejos, perdido entre las calles, alguien, detrás de unas vidrieras, está llorando porque llueve así.

EFRÉN HERNÁNDEZ
Tachas y otros cuentos
FCE
pp. 9-18



A LOS PINCHE CHAMACOS

Soy un pinche chamaco. Lo sé porque todos lo saben. Ya deja, pinche chamaco. Deja allí, pinche chamaco. Qué haces, pinche chamaco. Son cosas que oigo todos los días. No importa quién las diga. Y es que las cosas que hago, en honor a la verdad, son las que haría cualquier pinche chamaco. Si bien que lo sé.

Una vez me dediqué a matar moscas. Junté setenta y dos y las guardé en una bolsa de plástico. A todos les dio asco, a pesar de que las paredes no quedaron manchadas porque tuve el cuidado de no aplastarlas. Sólo embarré una, la más llenita de todas. Pero luego la limpié. Lo que menos les gustó, creo, es que las agarraba con la mano. Pero la verdad es que eran una molestia. Lo decía mi mamá: pinches moscas. Lo dijo papá: pinche calor: no aguanto a las moscas: pinche vida. Hasta que dije yo: voy a matarlas. Nadie dijo que no lo hiciera. En cuanto se fueron a dormir su siesta, tomé el matamoscas y maté setenta y dos. Concha vio cómo tomaba a las moscas muertas con la mano y las metía en una bolsa de plástico. Les dijo a ellos. Y ellos me dijeron pinche chamaco, no seas cochino. En vez de agradecérmelo. Y me quitaron el matamoscas y echaron la bolsa al basurero y me volvieron a decir pinche chamaco hijo del diablo.

Yo ya sabía entonces que lo que hacía es lo que hacen todos los pinches chamacos. Como Rodrigo. Rodrigo deshojó un ramo de rosas que le regalaron a su mamá cuando la operaron y le dijeron pinche chamaco. Creo que hasta le dieron una paliza. O Mariana, que se robó un gatito recién nacido del departamento 2 para meterlo en el microondas y le dijeron pinche chamaca.

Los pinches chamacos nos reuníamos a veces en el jardín del edificio. Y no es que nos gustara ser a propósito unos pinches chamacos. Pero había algo en nosotros que así era. Ni modo. Por ejemplo, un día a Mariana se le ocurrió excavar. Entre los tres excavamos toda una tarde: no encontramos tesoros; ni siquiera lombrices. Encontramos huesos. El papá de Rodrigo dijo: pinche hoyo. Y la mamá: son huesos. Vino la policía y dijo que eran huesos humanos. Yo no sé bien a bien lo que pasó allí, pero la mamá de Mariana desapareció algunos días. Estaba en la cárcel, me dijo Concha. Rodrigo escuchó que su papá había dicho que ella había matado a alguien y lo había enterrado allí. Cuando volvió, supe que todos éramos unos pinches chamacos metiches pendejos.

Rodrigo me aclaró las cosas: la policía pensaba que ella había matado a alguien. Pero no: se había salvado de las rejas. ¿Qué son las rejas?, pregunté. La cárcel, buey.
Ya no volvimos a excavar. Tampoco pudimos vernos durante un buen tiempo. A mí mis papás me decían que no debía juntarme con ellos. A ellos les dijeron lo mismo, que yo era un pinche chamaco desobligado, mentiroso. A Rodrigo le dieron unos cuerazos.

Tiempo después, cuando ya a nadie le importó que los pinches chamacos nos volviéramos a ver, Mariana tuvo otra ocurrencia: hay que excavar más. No, ¿qué no ves lo que estuvo a punto de pasarle a tu mamá? No pasó nada, me dijo. Para que nadie nos viera, hicimos guardias. Excavamos en otra parte y no encontramos nada de huesos. Luego en otra: tampoco había huesos. Pero sí un tesoro: una pistola. Debe valer mucho. Yo digo que muchísimo. A lo mejor con esto mataron al señor del hoyo. A lo mejor. Sí, hay que venderla.

Escondimos la pistola en el cuarto donde guarda sus cosas el jardinero. Rodrigo dijo que él sabía cómo se usan las pistolas. Mi papá tiene una y me deja usarla cuando vamos a Pachuca. Mariana no le creyó. Andarás viendo mucha televisión, eso es lo que pasa.

Al día siguiente la volvimos a sacar y la envolvimos en un periódico. ¿Cómo la vendemos? ¿A quién se la vendemos? Al señor Miranda, el de la tienda. Fuimos con el señor Miranda y nos vio con unos ojos que se le salían. Nos dijo: se las voy a comprar sólo porque me caen bien. Sí, sí. Bueno. Pero nadie debe saberlo, ¿eh? Nos dio una caja de chicles y cincuenta pesos. El resto de la tarde nos dedicamos a mascar hasta que se acabó la caja.

A la semana siguiente, la colonia entera sabía que el señor Miranda tenía una pistola. La mera verdad yo no se lo dije a nadie, sólo a Concha. Y lo único que se le ocurrió decirme fue pinche chamaco. Lo que inventas. Lo que dices. Tu imaginación. Hasta que el señor Miranda nos llamó un día y nos dijo: ya dejen, pinches chamacos, dedíquense a otras cosas, déjense de chismeríos, pónganse a jugar. Nos dio tres paletas heladas para que lo dejáramos de jorobar.

En esos días, para no aburrirnos, nos dedicamos a juntar caracoles. Nos gustaba lanzarlos desde la azotea. O les echábamos sal para ver cómo se deshacían. O los metíamos en los buzones. En poco tiempo ya no había manera de encontrar un solo caracol en todo el jardín. Luego quisimos seguir juntando piedras raras, pero alguien nos tiró la colección a la basura. O deplanamente se la robó.

Fue entonces cuando decidimos escapar. Fue idea de Mariana.

Me puse mi chamarra y saqué mi alcancía, que la verdad no iba a tener muchas monedas porque Concha toma dinero de allí cuando le falta para el gasto. Mariana también salió con su chamarra y con la billetera de su papá. Hay que correrle, decía, si se dan cuenta nos agarran. Rodrigo no llevó nada.

Caminamos como una hora. Llegamos a una plaza que ninguno de los tres conocíamos. ¿Y ahora?, preguntó Rodrigo. Hay que descansar, pedí. Yo tengo hambre. Yo también. Vamos a un restaurante. ¿Dónde hay uno? Le podemos preguntar a ese señor. Señor, ¿sabe dónde hay un restaurante? Sí, en esa esquina, ¿qué no lo ven?

Era un restaurante chiquito. Rodrigo nos contó que él había ido a muchos restaurantes en su vida. La carta, le dijo al señor. Nos trajo hamburguesas con queso y tres cocas. ¿Quién va a pagar?, preguntó el señor. Yo, dijo Mariana, y sacó la billetera de su papá. Está bien. Escuchamos que le decía al cocinero piches chamacos si serán bien ladrones.

De cualquier mañeramente nos dio las tres hamburguesas y las tres cocas. Comimos. Y Mariana pagó.

Y ahora, ¿qué hacemos? Cállate, me calló Mariana. Mi papá ya debe haberse dado cuenta de que le falta su billetera. ¿Estás preocupada? ¿Por qué?, ya nos fuimos, ¿o no? Sí.

Y ahora, ¿qué hacemos?

Vamos a platicar con el señor Miranda.

Rodrigo le hizo la parada a un taxi. Lévenos a la calle de Argentina. ¿Quién va a pagar? Mariana le enseñó la billetera. Pinches chamacos, le robaron el dinero a sus papás, ¿verdad? ¿Nos va a llevar o no?, le preguntó Rodrigo. Ustedes pagan, dijo.
El taxista nos llevó a unas pocas cuadras de allí. Era una calle solita. Ahora denme el dinero. No, qué. Miren, pinches chamacos, o me lo dan o los mato. Es nuestro. Se los voy a robar como ustedes lo robaron, ¿verdad? También tu alcancía, me dijo. Yo le di la alcancía. Así es, pinches chamacos. Y ahora bájense.

Piche viejo, dijo Mariana. Si hubiera tenido la pistola, le doy un balazo, dijo Rodrigo. Deplanamente. Me dan ganas de ahorcarlo. Sin dinero ya no podemos ir a un hotel. Yo he ido a muchos hoteles, dijo Rodrigo. Pero sin dinero… Por qué no vamos con el señor Miranda a pedirle nuestra pistola. Sí, eso es. La pistola. A ver así quién se atreve a robarnos.

Un señor nos dijo hacia dónde quedaba la calle de Argentina. Y luego: ¿están perdidos? Sí, un poco perdidos. Sigan derecho, derecho hasta Domínguez, ahí dan vuelta a la izquierda, ¿me entendieron? ¿Saben cuál es la Domínguez? Yo no sabía, pero Mariana dijo que ella sí. La verdad, era un señor muy amable.

Para no hacer el cuento largo, llegamos con el señor Miranda cuando ya era de noche. ¿Y ahora qué quieren?, nos preguntó, ya voy a cerrar. Queremos la pistola. Sí, y que nos venda unas balas. Miren, pinches chamacos, ya les dije que se dejaran de chismes. Tomen un chicle y váyanse. No, la verdad queremos sólo la pistola. Voy a cerrar, así es que lárguense sin chicles, ¿entendieron?

Rodrigo tomó una bola de pinole, la abrió y le echó un buen puñado en los ojos al pobre señor Miranda. Pinches chamacos, van a ver con sus papás. El viejito se cayó al piso. Yo me le eché encima de la cabeza y le jalé los pelos. Mientras, Mariana le pellizcaba un brazo con todas sus ganas. Busca la pistola, córrele, le dijimos a Rodrigo. ¿Dónde? Allí abajo. No, no está. Allí, junto a la caja. Suéltenme, pinches chamacos, gritaba. Tampoco, no está aquí. ¿Dónde está, pinche viejo? Si no me sueltan… ¡Aquí está!, gritó Rodrigo, ¡aquí está! ¿Dónde estaba? En el cajón.
Y ahora qué. ¿Lo matamos? Mariana se había abrazado a las piernas del señor Miranda para que no se moviera tanto. Ve si tienes balas. Sí, sí tiene balas. ¿Le damos un plomazo? ¿Qué es plomazo? Que si lo matamos, buey. Sí, mátalo. Pinches chamacos…

El ruido del disparo fue horroroso, yo pensaba que los balazos no sonaban tanto. Al pobre señor Miranda le salió mucha sangre de la cabeza y se quedó muerto. ¿Está muerto? Pues sí, ¿qué no te das cuenta? Ya ven cómo sí sé disparar pistolas. Puta, dijo Mariana. Sí, puta.

Vámonos antes de que llegue alguien. Nos fuimos por Argentina, derechito, corriendo a todo lo que podíamos. Hasta que llegamos cerca de la escuela de Rodrigo. Pinche chamaca, dijo una señora con la que se tropezó Mariana, fíjate por dónde caminas.
No sé cómo lo hizo, pero Rodrigo sacó rapidísimamente la pistola y le dio un plomazo en la panza. La señora cayó al piso y empezó a gritar. No está muerta, le dije, tienes que darle otro plomazo. Rodrigo le dio otro plomazo en la cabeza.
Ahora sí, comprobó Mariana, está fría. ¿La tocaste o qué? Está muerta, buey.

Al parecer, otros oyeron el ruido del balazo porque la gente se juntó alrededor de la muerta. Rodrigo se había guardado ya la pistola en la bolsa de la chamarra.

¡Llamen a una ambulancia! ¡Llamen a la policía! ¡Llamen a alguien! ¡La mataron! Yo creo que fue un balazo. ¿Ya le tomaron el pulso? Yo lo oí. Salí corriendo de la casa a ver qué pasaba y me encuentro con que… Yo vi correr a un hombre. Llevaba una pistola en la mano. Debes atestiguar. Claro, nomás venga la policía. No, no respira.

Quítense, pinches chamacos, qué no ven que está muerta. No hay seguridad en esta colonia. Es un pinche peligro. ¿Le robaron la bolsa? Sí, yo vi que el hombre corría con la pistola y la bolsa de la señora. Era una bolsa blanca… ¿Qué no oyeron, pinches chamacos metiches? Si sus papás los vieran haciendo bulto… Eran dos, llevaban pistolas y la bolsa… Yo la conozco: es Mariquita, la de don Gustavo. Lo triste que se va a poner el hombre.

En cuanto oímos el ruido de las sirenas, Mariana dijo mejor vámonos, podemos tener problemas.

No debimos matarla, les dije mientras caminábamos hacia la avenida. Fue culpa de ella. Además, así son las cosas, a mucha gente la matan igual, en la calle, con pistola. No debes preocuparte. Dicen que te vas al cielo cuando te matan a balazos. Sí, es cierto, yo ya había oído eso. ¿Tú crees que el señor Miranda también se vaya al cielo? Claro, tonto.

Mariana le hizo la parada a un taxi. ¿A dónde vamos? No tenemos dinero para pagarle. Ay, qué ingenuo eres, me dijo. A la calle de López, dijo Rodrigo. ¿Cuál calle de López? ¿Saben qué hora es? No, le dije. Son las diez. ¿Nos va a llevar o no?, le preguntó Mariana. Miren, pinches chamacos, si sus papás los dejan andar a estas horas tomando taxis no es mi problema, así es que largo, largo de aquí. Rodrigo sacó la pistola y le apuntó a la cara. Ah, pinche chamaco, además te voy a dar una paliza por andarme jodiendo.

Y cuando le iba a quitar la pistola, Rodrigo disparó el plomazo con las dos manos. Le entró la bala por el ojo. Lo mandamos derechito al cielo, qué duda.

Yo sé manejar, dijo Rodrigo. Pero no fue cierto, en cuanto pudimos hacer a un lado al taxista, Rodrigo trató de echar a andar el coche y no pudo. Debes meterle primera. Ya sé, ya sé. Déjame a mí, dijo Mariana. Se puso al volante, metió la primera y el coche caminó un poco, dando saltos. Mejor vamos a pie, les dije. Sí, este coche no funciona muy bien.

Antes de abandonar el taxi, Rodrigo esculcó en los bolsillos del taxista hasta que encontró el dinero. Hay más de cien pesos. Quítale también el reloj. Luego lo vendemos. Mariana guardó el dinero, yo me puse el reloj y Rodrigo se escondió la pistola en la chamarra.

En el hotel fue la misma bronca, que si dónde están sus papás, que si saben qué hora es, que si un hotel no es para que jueguen los chamacos, que si alquilar un cuarto cuesta, que dónde está el dinero. Váyase a la chingada, dijo Rodrigo alfínmente, y todos echamos a correr.

Caminamos un rato hasta que Mariana tuvo una buena idea. Ya sé, podríamos ir a dormir a casa de la señora Ana Dulce. ¿Con esa pinche vieja? Sí, buey, dijo Rodrigo, nos metemos a su casa, le damos un plomazo, y nos quedamos allí a dormir. Puta, que si es buena idea…

La señora Ana Dulce nos abrió. ¿Qué quieren? ¿Nos deja usar su teléfono?, le dijimos para guaseárnosla. Pinches chamacos, ¿saben qué hora es? Nos metimos a la casa sin importarnos las amenazas de la vieja: voy a llamarle a la policía para decirle que se escaparon de sus casas. Van a ver la cueriza que les van a poner. Vi cómo Mariana discutía con Rodrigo. Ahora me toca a mí. Si tú no sabes… Al parecer ganó Mariana porque tomó el arma y le disparó un plomazo a la señora Ana Dulce. Le dio en una pata. Luego disparó por segunda vez. ¿Qué tal?, dijo, te apuesto a que le di en el corazón. Yo pensaba lo mismo, a pesar de que la vieja chillaba del dolor como una loca y se retorcía en el piso. Al rato se calló.

La guardamos en un clóset. Rodrigo decía que era un cadáver. Luego cenamos pan con mantequilla y mermelada y nos metimos los tres a la cama con la pistola debajo de la almohada.

Durante los siguientes diez días no le dimos plomazos a nadie más. Nos quedaba una bala. Íbamos al parque todas las mañanas y comíamos y dormíamos en casa del cadáver, hasta que el espantoso olor del clóset nos hizo salir corriendo de allí.

Ese día tuvimos la mala pata de encontrarnos frente a frente con el papá de Mariana. ¡Pinches chamacos!, nos gritó. ¡Cómo los hemos buscado! ¡Van a ver la que les espera!
Nos esperaba una que ni la imaginábamos… A todos nos agarraron a patadas y cuerazos y cachetadas y puntapiés. Yo oía cómo gritaban Mariana y Rodrigo. Mi mamá me dio un puñetazo en la cara que me sacó sangre de la nariz, y mi papá, un sopapo en la boca que casi me tira un diente. Por más que lloraba, no dejaban de darme y darme como a un perro.

Tardé un poco en dormirme. Pero en un ratito me desperté con el ruido de un plomazo. Ya Rodrigo debe haberse echado a sus papás, pensé. Luego se empezaron a oír gritos. Mis papás se despertaron también y corrieron a la puerta a ver qué pasaba.

La mamá de Rodrigo gritaba: ¡Lo mató, lo mató, lo mató! ¡El pinche chamaco lo mató! Cálmese, señora, quién mató a quién. Rodrigo salió en ese momento con la pistola en la mano. Córrele, me dijo a mí, antes de que nos agarren. Esto es la guerra. ¿Y Mariana?, le pregunté. Hay que ir por ella. No, qué, córrele.

Y sí: corrimos a madres. Fue un alivio encontrarnos con nuestra amiga en la calle. Ya se echó a su papá, le anuncié. Puta, dijo Mariana, eso me imaginé. Y nos echamos a correr como si nos persiguiera una manada de perros rabiosos. No paramos hasta que Rodrigo se tropezó con una piedra y fue a dar al suelo. Le salía sangre de la cabeza.
Qué madrazo me di, nos dijo medio apendejado. Y sí que era un buen madrazo. Hasta se le veía un poco del hueso.

Los tres teníamos la piyama puesta y ellos dos estaban descalzos. Sólo yo tenía calcetines. ¿Me los prestas un rato?, me pidió Mariana, está haciendo mucho frío. Se los presté.

¿Y ahora qué hacemos? Ni modo que volver a casa del cadáver. Todavía tenemos la pistola, ¿o no?, podemos meternos a una casa y matar a quien nos abra. No seas buey, eso está cabrón. Además ya no tenemos balas. ¿Cómo se te ocurre que ahorita alguien nos va a abrir la puerta? Es cierto, somos unos matones. No es por eso.

Me dieron ganas de orinar del frío que estaba haciendo. Una parte me hice en los calzones y otra sobre la llanta de su coche. Piche cochino, me dijo Mariana. A Rodrigo le dio risa.

Caminamos un rato hasta que nos encontramos con una casa que tenía las ventanas rotas. Debe estar abandonada.

Seguro. Terminamos de romper uno de los cristales y nos metimos. Estaba oscurísimo.
Encontramos un cuarto en el que se metía un poquito de luz de la calle. Hicimos a un lado los escombros y nos echamos al piso, muy juntos para tratar a calentarnos, hasta que nos quedamos dormidos, alfínmente dormidos.

A la mañana siguiente, con los huesos adoloridos, desperté a los otros. Pudimos ver entonces el cuarto en el que habíamos dormido. Estaba muy húmedo y sucio. Había latas vacías de cerveza, colillas de cigarros, bolsas de plástico, cáscaras de naranja y cantidad de tierra. Olía a puritita mierda.

Mariana tiritaba de frío, aunque estaba calientísima. Es calentura, estoy seguro, les dije. Un calenturón como para llamarle al doctor. Cuál doctor, se encabronó Rodrigo. ¿Qué sientes?, le pregunté. Ella ni me contestó. Sólo tiritaba y tiritaba.
Hay que comprar aspirinas. Es cierto, le dije. Rodrigo se ofreció a buscar una farmacia mientras yo cuidaba a Mariana.

Esperamos horas y horas hasta que a Mariana se le quitó la temblorina. Cuando me dijo que ya se sentía bien le expliqué que Rodrigo había ido a buscar una farmacia para comprarle aspirinas y que todavía no regresaba. Pues ya se tardó. Claro que ya tardó. Algo debe haberle pasado.

Lo buscamos hasta que nos perdimos y ya no sabíamos cómo regresar a la casa donde habíamos dormido. Teníamos un hambre espantosa. Y sin dinero. Y sin pistola. Y sin casa donde nos dieran de comer.

Lo demás fue idea de Mariana. En un semáforo nos pusimos a pedir dinero a los conductores de los coches. Cuando llenamos los bolsillos de monedas las contamos: eran nueve pesos con veinte centavos. En una tienda compramos dos bolsas de papas y dos refrescos.

Después de comer nos acostamos en el pastito del camellón. Durante algún tiempo nos pusimos a hablar de Rodrigo. ¿Qué le habrá pasado? Sabe. ¿Lo habrá agarrado la policía por matar a sus papás? A lo mejor sólo está perdido. Como nosotros. O quizás lo apresaron cuando quiso matar al de la farmacia. ¿Cómo, si no tiene balas? O lo atropellaron. Quién sabe. O le dieron un plomazo por metiche.

Se hizo de noche y no teníamos dónde dormir. No nos quedó de otra más que preguntar por la calle de López para ir a casa de la señora Ana Dulce. Aunque oliera feo, al menos habría una cama.

Tardamos como dos horas en llegar. Afuera de la casa de la señora Ana Dulce había un policía. Yo creo que… Sí, sí, no necesitas explicarme nada. ¿Qué hacemos? Puta, ahora sí me la pones canija.

Nos metimos a dormir a un terreno baldío en el que había ratas. Puta madre que estoy seguro. La pasamos delachingadamente.

Despertamos mojados y con el pelo hecho hielitos. Teníamos un hambre espantosa. Y si vamos a la casa. ¿Qué dices? No ves que Rodrigo se echó a su papá. Pues Rodrigo es Rodrigo. A lo mejor ahorita ya está muerto.

Concha fue la primera en vernos: pinches chamacos, van a ver la que les espera.
Y es cierto: la que nos esperaba… Pero, con el carácter de Mariana, tampoco se imaginaron nunca la que les esperaba a ellos.

FRANCISCO HINOJOSA
Cuatro novelas y otro cuento
Aldus, CONACULTA
pp. 63-76

miércoles, 28 de abril de 2010

SEMANA DEL NIÑO 03

Tercera entrega de la Semana del Niño.
En esta ocasión, los cuentos infantiles favoritos de ella.

Por un lado, un gatito peculiar que lucha por ser normal. Del otro, un osito con una gran imaginación. Este último ilustrado por Maurice Sendak (Donde viven los monstruos).

MININO

Minino era un gatito negro que tenía las cuatro patas blancas, así como la punta de la cola, y lucía una coqueta estrella blanca bajo la barbilla.
Era igual a su mamá, a su papá y a sus dos hermanos y dos hermanas, sólo que ellos eran negros por completo, salvo por la estrella blanca que tenían debajo de la barbilla.
Minino, su mamá, su papá y sus hermanos y hermanas, vivían en la parte más alta del granero rojo y grande que había en la finca del señor Morgan.
El señor Morgan tenía una hija pequeña llamada Maruja.
Un día, Maruja llegó al granero y encontró a los cinco gatitos en la paja, donde Mamá Gata los había mantenido ocultos.
-A ti te llamaré Serafina, a ti, Chispita, a ti, Felín, a ti, Juguetón –dijo Maruja.
Y acarició a cada uno de los gatitos negros.
-Y a ti te llamaré Minino –dijo, abrazando al último de los gatitos del grupo. Así fue como Minino recibió su nombre.
Todos los días, Maruja iba al granero a jugar con los cinco gatitos. Les daba leche en cinco tazones azules y se divertía mirándolos correr y dar vueltas, persiguiéndose la cola negra. Minino perseguía la punta blanca de su cola negra.
Un día, Maruja trajo a sus amigos al granero, a ver a Minino y a los demás gatitos.
-Qué gatito tan tonto –dijeron los niños-. Lleva guantes blancos en las patas.
-Qué gatito tan gracioso –dijeron las niñas-. Tiene blanca la punta de la cola.
Los gatitos crecían de día en día, y pronto fueron lo suficientemente grandes para recorrer solos el patio del granero.
Un día, Minino se fue a pasear por el patio del granero. Los patos le dijeron:
-¿No tienes temor de enlodarte tus zapatos blancos?
Las viejas gallinas dijeron:
-Vamos a picarle la punta de la cola.
Y el viejo pavo glotón dijo ásperamente:
-Minino, debo decir que eres un gato sumamente presumido.
Minino no podía ir a ninguna parte sin oír algún comentario sobre sus cuatro patas blancas y la punta blanca de su cola. ¡Cómo deseaba ser negro del todo, con la estrella blanca debajo de la barbilla!
-Ya estoy cansado de que se rían de mí –dijo Minino-. Voy a preguntarle a Clara, la vaca, qué puedo hacer.
-Fíjate, Clara –dijo Minino, cuando encontró a la vaca-. Los niños y niñas, los patos, las gallinas, y hasta el viejo pavo glotón, se ríen de mis patas blancas y de la punta blanca de mi cola. ¿Qué puedo hacer para parecerme a mis hermanos y hermanas?
-No sé –dijo la vaca Clara-. Mejor pregúntale al caballo alazán. Él ha viajado mucho.
Entonces, Minino se fue a la pradera en busca del alazán.
-Oye, alazán –le dijo-, los niños y niñas, los patos, las gallinas y el pavo glotón, se ríen de mis cuatro patas blancas y de la punta blanca de mi cola. ¿Qué puedo hacer para que se vuelvan negras?
-No sé –le contestó el alazán-. Sería mejor que le preguntaras al cerdito Gruñón. Él también tiene las patas blancas.
Así que Minino se arrastró por debajo de la cerca para ver a Gruñón.
-¡Ay!, Gruñón –le dijo-. Los niños y las niñas, los patos, las gallinas, y también el pavo glotón, se ríen de mis patas blancas y de la punta blanca de mi cola. ¿Qué puedo hacer para que mis patas y mi cola sean iguales a las de mis hermanos?
-No sé –dijo Gruñón-. Esa misma pregunta me he hecho yo. He probado con lodo, pero se cae. Mejor será que le preguntes a la señora Morgan, la esposa del granjero. Ella usa zapatos negros, y tal vez pueda decirte qué debes hacer.
Minino se fue a ver a la señora Morgan. La encontró sentada en la terraza de atrás, con un zapato negro en una mano, y a su lado un frasco de tinta negra.
¡Riin! Sonó el teléfono en el momento en que Minino llegaba al escalón y la señora Morgan corrió a la casa antes de que Minino pudiera decirle lo que quería.
Minino se acercó al frasco negro, olió el contenido, se asomó a ver qué era, y por fin, con mucho cuidado, metió la punta de la pata derecha dentro del frasco.
Sintió algo húmedo y se apresuró a sacar la pata. Ésta tenía una mancha negra. ¿Sería ese líquido lo que daba un color negro reluciente a los zapatos de la señora Morgan?
Metió toda la parte blanca de la pata en el frasco y cuando la sacó, vio que el frasco mágico había cambiado el color blanco por un negro brillante.
Minino metió la pata izquierda delantera en el frasco. Cuando la sacó, también tenía un color negro brillante.
Luego metió la pata trasera izquierda y la pata trasera derecha y, por último, la punta de la cola. Todas quedaron de un precioso negro brillante.
-Ahora sí que soy igual a mi mamá, a mi papá y a mis hermanos y hermanas –dijo Minino, mientras admiraba sus cuatro patas negras, y su larga cola negra-. ¡Ya no tengo guantes blancos! ¡Y la punta de mi cola es negra también!
Minino ronroneó largo rato, pues estaba muy contento. Después, escribió una nota en la acera para la señora Morgan, que decía:
GRACIAS

Y muy orgulloso regresó al granero rojo y grande para reunirse con los suyos.

BETTY MOLGARD RYAN
Minino
Ilust: Florence Sarah Winship
Editoral Novaro


OSITO VA A LA LUNA

-Tengo un caso espacial nuevo –dijo Osito a mamá Osa-. Me voy a la Luna.
-¿De verdad? –exclamó mamá Osa-.
-Sí. Voy a volar hasta la Luna.
-¿Volar? –se asombró mamá Osa-. ¡Tú no puedes volar, Osito!
-Los pájaros vuelan –dijo Osito.
-Es verdad –contestó mamá Osa-. Los pájaros vuelan, pero no pueden llegar hasta la Luna. Y, además, tú no eres un pájaro.
-Bueno, a lo mejor algunos pájaros sí vuelan hasta la Luna. Y a lo mejor, yo puedo volar como esos pájaros –dijo Osito-.
-Y a lo mejor… -dijo mamá Osa-. A lo mejor, resulta que sólo eres un osezno gordo sin alas ni plumas. Y a lo mejor, si das un gran salto, te caes y te das un buen porrazo.
-A lo mejor, sí –concedió Osito-, pero de todos modos me marcho. Tú mira bien para ver si me ves volar por el cielo.
-Vuelve para la hora de comer –le advirtió mamá Osa.
Osito pensaba:
“Saltaré desde un sitio muy alto, subiré por el cielo arriba, arriba… Volaré a tanta velocidad que no podré mirar las cosas, así que iré con los ojos cerrados”
Osito subió a lo más alto de una pequeña colina. Se encaramó a la copa de un arbolito que había en la pequeña colina. Cerró los ojos y saltó.
Cayó y se dio un tremendo porrazo. Rodó dando volteretas colina abajo. Cuando terminó de rodar, se levantó y miró a su alrededor.
-¡Qué bien! –exclamó-.
¡Ya estoy en la Luna!
La Luna parece igual, igual que la Tierra.
-¡Huy! –se admiró Osito-.
Los árboles son iguales que los nuestros. Y también los pájaros.
-¡Pero, bueno! –se asombró Osito-.
¡Si aquí hay una casa que es igual, igual que la mía!
-Voy a entrar para ver qué clase de osos viven en ella.
¡Pero, bueno, si hay comida en la mesa! Y parece comida buena para un osito…
Entonces entró mamá Osa:
-¿Quién eres tú?
¿Eres un oso de la Tierra? –preguntó.
-¡Sí que lo soy! –contestó Osito-.
Me subí a la colina y salté desde lo alto de un arbolito. Volé hasta aquí como los pájaros.
-¡Vaya! –dijo mamá Osa-.
Mi osito hizo lo mismo. Se puso un casco espacial y voló hacia la Tierra.
Así es que me parece que puedes comerte su comida.
Osito abrazó a mamá Osa y dijo:
-Mamá Osa, deja de bromear.
Tú eres mi mamá Osa y yo soy tu Osito; y estamos en la Tierra y tú lo sabes. Y ahora, ¿puedo comerme mi comida?
-¡Pues claro! –contestó mamá Osa-.
Y después puedes dormir tu siesta en tu camita.
Porque tú eres mi Osito y yo lo sé.

ELSE HOLMELUND MINARIK
Osito
Ilust: Maurice Sendak
Alfaguara infantil
pp. 34-47

martes, 27 de abril de 2010

SEMANA DEL NIÑO 02

Continuando con la Semana del Niño, un artículo y dos cuentos de RICARDO BERNAL:

LOS NIÑOS Y LA LITERATURA DE HORROR


Sólo los niños conocen el horror
Nunca olvidan que debajo de su piel
está escondido un esqueleto

NESTOR ZENER


Pregúntale a cualquier niño acerca de los Olmecas o la Revolución Mexicana y seguramente habrá olvidado la lección; pregúntale acerca de Drácula, Frankenstein o el hombre lobo y te hablará, emocionado y sin titubear, de estos y otros monstruos. Y no es que una cosa sea mejor que otra, sino que lo no obligatorio, lo que estimula la imaginación de una manera interesante y entretenida es más fácil de guardar en la memoria. Nada como el horror para estimular la imaginación.

A los ojos de los adultos es más práctico simplificar el mundo, las cosas son como son y en honor a la paz mental resulta preferible no cuestionarse acerca de la muerte, el dolor o el más allá. Para un niño esto no tiene por qué ser así forzosamente: el cristo malherido que cuelga en la recámara de mamá es terrible y monstruoso, al igual que la sonrosada cabezota de cerdo que descansa en la vitrina del carnicero o la puerta entreabierta del desván. Entre más sensible sea un niño, más miedo le causará la oscuridad y más afilados serán los colmillos del monstruo que vive en el clóset. Sin embargo, es sabido que detrás del miedo está la curiosidad y el obsesionante empeño en dar una explicación razonable a lo desconocido. La niñez viene a ser el equivalente psíquico a ese tiempo primordial en que la humanidad trataba de explicarse el origen del universo a través del mito. Si revisamos estos mitos, veremos que están repletos de escenas monstruosas y terribles. Según la psicología junguiana, esto explicaría la fascinación que tiene el hombre por lo grotesco: hay una búsqueda de trascendencia y control sobre la naturaleza a través de exorcizar los demonios que conforman nuestra sombra, es decir, la parte irracional de la psique humana. Cuando un niño disfruta del horror en una película o en un libro, está enfrentándose a los propios miedos que le acechan al apagar la luz y de alguna manera comprende que el temor es parte incuestionable de su naturaleza, es una forma de aprender que no se trata de no sentir miedo sino de controlar los efectos que le produce. Sin embargo, uno de los grandes prejuicios acerca de permitir a un niño leer ese género literario consiste en creer que se convertirá en un ser violento o despiadado como resultado de la influencia de la lectura, sin ver que lo que crea personalidades antisociales no son los libros sino las experiencias de violencia dentro de la vida cotidiana.

Otro prejuicio al respecto, es creer que la inocencia es traducible como ignorancia total. Mucha de la que se considera literatura apta para el público infantil parece destinada a fomentar la pereza mental y la simpleza de pensamiento. Incontables escritores de cuento para niños se dedican a inventar anécdotas facilonas en total insulto a la inteligencia de sus lectores, como si ser niño significara por ende, ser estúpido. En gran medida esta actitud es parte de un triste legado que parece llegar directo desde la época victoriana, en que los editores se aplicaron a retraducir los cuentos de hadas, descendientes de una riquísima tradición de narrativa oral y que en un principio fueron concebidos más bien como fábulas aleccionadoras que buscaban elogiar valores como la honestidad, la generosidad y la compasión. Los victorianos, en su feroz cruzada por la moral y las buenas maneras, mutilaron estas exuberantes historias purgándolas de cuanta escena violenta o ajena al buen gusto había en ellas de acuerdo a su criterio. Al parecer olvidaron que no puede ensalzarse el bien sin tener a la vista al mal como contrapunto necesario. Es curioso observar que, como fenómeno paralelo, en la misma época victoriana, dentro del rubro de literatura adulta se crean muchas de las grandes obras de horror como Drácula, Dr. Jekyll y Mr. Hyde, Otra vuelta de tuerca, El retrato de Dorian Gray, y todos los cuentos de fantasmas que instituyen la manera clásica de hablar de aparecidos. Casi como fenómeno social, estos autores realizan la tarea que su época se negaba a cumplir, alguien tenía que seguir exorcizando a los demonios. Más tarde, el género horrorífico se convertiría en un buen negocio en las revistas, el cine y la televisión, y sus destinatarios serían generalmente el público infantil o adolescente.

A lo largo de los años que llevo enseñando literatura fantástica y de horror, he constatado que muchos de los lectores adultos comenzaron leyendo, de niños, obras no consideradas infantiles: los libros de H. P. Lovecraft, Ray Bradbury, Stephen King, los cuentos de Edgar Allan Poe y Horacio Quiroga, etc. Todas ellas, obras que no suelen formar parte de programas escolares y que más que retratar la realidad se ocupan de crear mundos extraños, siniestros e inquietantes. De alguna manera, el proceso de lectura se convierte así en una forma de satisfacer la imaginación y, al mismo tiempo, de aprender a dirigirla. Entrar voluntariamente al miedo y salir de él a través de la lectura, resulta una manera constructiva y eficaz de controlarlo.

En conclusión, un niño sensible a la lectura debe ser considerado lector a secas, independientemente de su edad. Como cualquier lector, se guiará por sus gustos y responderá a lo que le atrae, le interesa o le estimula la fantasía. Y es un hecho que pocos géneros estimulan tanto la fantasía como la literatura de horror. Alguien que responde al llamado de la lectura y se ve fascinado por ella continuará estándolo de manera permanente; y alguien que se acerca a los libros corre un solo riesgo: alejarse, tal vez para siempre, de la ignorancia y la insensibilidad.



LUCY Y EL MONSTRUO

Querido Monstruo:

Ya no te tengo miedo. Mi papi dice que no existes y que no puedes llamar a tus amigos porque ellos tampoco existen. Cuando sea de noche voy a cerrar los ojos antes de apagar la luz del buró y voy a abrazar bien fuerte a mi osito Bonzo para que él tampoco tenga miedo. Si te oigo gruñir en el clóset pensaré que estoy dormida. No quiero que mi papi se despierte y me regañe.

Ya sé que me quieres comer, pero como no existes nunca podrás hacerlo; aunque yo me pase los días pensando que a lo mejor esta noche sí sales del clóset, morado y horrible como en mis pesadillas…

Mañana, cuando juegue con Hugo, le voy a decir que te maté y que te dejé enterrado en el jardín y que nunca más vas a salir de ahí. Él se va a poner tan contento que me va a regalar su yoyo verde y me va a decir dónde escondió mis lagartijas (siempre ha dicho que tú te las comiste, pero eso no puede ser porque mi papi me dijo que no existes y mi papi nunca dice mentiras).

Voy a dejarte esta carta cerca del clóset para que la veas. Voy a pensar en cosas bonitas como en ir al mar, o que es Navidad, o que me saqué un diez en aritmética. ¡Adiós, monstruo!, que bueno que no existas.



firma: LUCY

PD: No tengo miedo. No tengo miedo. No tengo miedo.



———–



Mi pequeña Lucy:

¿Cómo que no existo? Tu papi no sabe lo que dice. ¿Acaso no me inventaste tú misma el día de tu cumpleaños número siete? ¿Acaso no platicabas conmigo todas las noches y te asustabas con los extraños ruidos de mis tripas? Todas las noches te observé desde el clóset y tú lo sabías…

Aunque nunca me viste conocías de memoria mis ojos, mi lengua y mis colmillos; pues todas, todas las noches me soñabas. Por eso cuando leí tu carta sentí tanta desesperación. Por eso destrocé tus juguetes y me comí de un solo bocado a tu delicioso osito Bonzo.

Lo juro, Lucy, tú ya estabas muerta.

Tenías los ojos abiertos y cuando toqué tu barriguita estaba más fría que mi mano. Seguramente te mató el miedo y yo no pude comerte pues no me gusta el sabor de los niños muertos. Lo único que hice fue regresar al clóset y llorar de tristeza hasta quedarme dormido…

¡Pobre Lucy! ¡Pobre Lucy y pobre monstruo solitario!

Ahora tendré que salir de aquí, alejarme de los adultos que cuidan tu pequeño ataúd y dejar esta carta donde puedas encontrarla… Necesito la risa de un niño y necesito el miedo de un niño para seguir vivo.

Por cierto, Lucy, ¿dónde dices que vive tu amigo Hugo?



Atentamente

EL MONSTRUO



LUCY EN EL PAÍS DE LOS MONSTRUOS

Lucy amaba el horror. A sus diez años ya había visto muchas veces El exorcista, El silencio de los corderos y todas las películas de Freddy Krueger; aunque a Papá y a Mamá siempre les decía que iba a sacar del videocentro Krull, Laberinto o Escape al futuro III. Hoy es miércoles, qué suerte, dos películas por el precio de una. Papá y Mamá se irían a jugar póker a casa de los papás de Hugo, y Lucy vería El regreso de los muertos vivientes por onceava vez, quizá Alien, Posesión satánica o Viernes trece, qué maravilla. Lucy era hija única. Muy delgada, grandes ojos grises y piel fosforescente; varios niños de su salón la amaban en secreto. Lucy dice: ya nadie recuerda sus sueños por las mañanas, y yo tengo que ser la guardiana de los sueños de todos, qué pesadilla. A las nueve de la noche Lucy se sirvió un vaso de pepsi, oyó arrancar el auto de sus padres, vio la luna llena como un buda meditando encima de las nubes. A las nueve y cuarto comenzó el ritual: colocar en la video Pesadilla en la calle del infierno IV, decir NO a la piratería, pasar en cámara rápida los aburridos cortos de las otras películas, New Line Cinema presents... un fuerte rock invade la sala; en la pantalla, la niña vestida de blanco dibuja con grises la casa de Elm Street donde vive Freddy Krueger. Comienza el espectáculo: todo sucede en el sueño de Alice, la protagonista, única sobreviviente de la película anterior. Lucy aguanta la respiración y se muerde los labios. Lucy dice: me sé esta película de memoria. Durante la siguiente hora Freddy mata a Kincaid en el cementerio de autos, ahoga a Joey en su cama de agua y Kristen baja al infierno por un siniestro laberinto de tuberías oxidadas y cadenas colgantes. Así es pequeña Lucy, Freddy ha vuelto para clavar amorosamente las navajas de sus dedos en tu corazón. El incendio de la pantalla se refleja en las pupilas de Lucy, la siempre solitaria y pensativa Lucy. ¿Cómo pasar al otro lado? Lovecraft lo sabía, Edgar Allan Poe lo sabía y en las historias de Blackwood la naturaleza invisible es una constante amenaza a la razón de Lucy quien se aburre terriblemente en esa escuela donde le enseñan pura idiotez. Lucy dice: mejor aquí, en casa, con mis libros y mis cómics. Lucy se sabe sola, y más que sola desde que Doris, su única amiga, se fue a cazar fantasmas a Inglaterra. Lucy dice: Papá, Mamá, no se preocupen; soy feliz. Y la momia retuerce las manos desde la portada del cuaderno de matemáticas. ¿Por qué esta niña no forrará sus libros con estampas de Ziggy, Snoopy o Rosita Fresita, como todas las niñas de su edad?, se pregunta Papá sin saber que el más grande sueño de su hija es recorrer la escala del horror hasta sus máximas consecuencias. Desde muy pequeña, Lucy leía a escondidas las obras completas del Conde de Lautreamont, dibujaba a Jack el Destripador en una cartulina verde o enterraba gorriones en las soledades del jardín. Qué bueno que colgaste una foto de Paul McCartney en tu recámara, decía Mamá. No Mamá, es Clive Barker, uno de los mejores escritores de terror que han existido. ¿Mejor que Stephen King? ¡Ay Mamá, no sabes nada!, y Lucy salía de la casa dando un portazo mientras Mamá tomaba las agujas y regresaba a su eterno tejido con una sonrisa coja retorciéndole la cara; pobrecita hija mía, qué falta le hace un hermano o algo así. Y Mamá nunca imaginaría que una vez Hugo se hirió el dedo al jugar con un vidrio, y Lucy bebió su sangre como si de chamoy rojo se tratara. ¡Estás loca! Nada de eso amigo, los vampiros existen si crees en ellos. En la pantalla Alice se escapa de casa y entra a un cine de tercera, y Lucy sabe que en la escena siguiente la aterrada protagonista pasará del otro lado, hacia los eternos dominios oníricos de Freddy Krueger. El universo explota, y nada hay de extraño en una pantalla que te chupa como si fuera una aspiradora gigante, y tu diminuto cuerpo un calcetín sucio debajo de la cama. Lucy se ve las manos, y aunque no está asustada, las turbias granulaciones que forman esta nueva realidad la hacen pensar que está soñando, y más allá de la pantalla, se ve a sí misma dormida frente a la tele. Lucy dice: nada como una buena pesadilla, ojalá los sueños pudieran grabarse, le prestaría mis sueños a Hugo para asustarlo un poco. Pero esto no es un sueño. La calle es un enredo de casas parecido al del cuento que abre el libro rojo de Jean Ray. Lucy recorre asombrada el lugar; encuentra un enorme letrero donde dice, en todos los idiomas posibles, BIENVENIDO AL PAIS DE LOS MONSTRUOS. Pero aquí no hay monstruos; es una película, o tal vez las páginas de algún libro, y las comas de todos los libros, ahora Lucy lo sabe, son conscientes de sí mismas y ríen, ríen porque te detienen un poco, te matan un poco, micromuertes. Lucy camina. No hay flores de carne humana bajo el eterno balanceo de los ahorcados; no hay cielos gore, ni moluscos de repulsión invadiendo la garganta. Ni siquiera hay dolor. ¿Dónde están Frankenstein y el Hombre Lobo? ¿A quién le pregunto cómo llegar al castillo de Drácula? ¿Por qué el Wendigo no recorre los cielos con sus pasos de viento alucinante? Por las grietas de las casas no se asoma ningún rostro y un inesperado silencio se diluye en las notas de los Legendary Pink Dots que como pies gigantescos aplastan la memoria. Y Lucy recorre una línea interminable, cruza colores inexistentes, sensaciones abstractas y ráfagas de nada deslumbrando lo lleno del vacío. Lucy está aterrada. Los monstruos han huido: algunos se metieron en los libros, otros en las películas; otros más en los ojos del hombre que hundió un martillo en la cabeza de su esposa, o en el odio feroz que mantuvo despiertos en sus tumbas a todos nuestros muertos. Ahora Lucy es un monstruo entre los monstruos y nadie se ha quedado aquí para salvarnos. Pide un deseo, Hugo. Y Hugo dice: que se cure Lucy, sus papás van a llevarla al doctor pues no ha dormido en varios días; encontraron carne putrefacta enfrascada en el botiquín; encontraron una espeluznante mandrágora azul entre las páginas de su libro de español, y a lo mejor es mentira que el gato se escapó la noche de brujas cuando Lucy cumplió nueve. Feliz cumpleaños, Hugo, dicen ellos; ahora sopla las velas. Después de mucho andar, Lucy llega a un cine en ruinas. Un Freddy Krueger de cartón la espera en la taquilla. Lucy paga su boleto y entra al recinto, ¿cómo será el cine de horror en el País de los Monstruos? Adentro no hay nadie: una butaca solitaria como un trono o silla eléctrica descansa frente a la pantalla gigante que se extiende entre estalactitas y sepulcros. Lucy aguanta la respiración y se muerde los labios. Se apagan las luces, zumba un motor prehistórico y comienza el espectáculo. En la pantalla aparece una sala igual a la de la casa de Lucy. Sentados en un sillón, dos viejos lloran por la hija que nunca tuvieron, y arman rompecabezas, y se miran tiernamente detrás de las lágrimas. Aunque los años han deformado sus cuerpos y sus rostros, Lucy logra reconocerlos: son Papá y Mamá, y están del otro lado, en aquel lejano universo donde no existen Lucy ni sus monstruos. ¡Papá! ¡Mamá! ¡mírenme! ¡estoy aquí!, grita Lucy antes de que mil diminutas manos le tapen la boca y los ojos para siempre. Afuera del cine, la sonrisa de Freddy Krueger se derrite en cámara lenta.

lunes, 26 de abril de 2010

SEMANA DEL NIÑO 01

Toda esta semana, para celebrar el día del niño, estará dedicada a la literatura infantil.

En palabras de Harold Bloom: “Un niño a solas con sus libros es, para mí, la verdadera imagen de una felicidad potencial, de algo que siempre está a punto de ser. Un niño, solitario y con talento, utilizará una historia o un poema maravillosos para crearse un compañero. Ese amigo invisible no es una fantasmagoría malsana, sino una mente que aprende a ejercitar todas sus facultades. Quizá es también ese momento misterioso en que nace un nuevo poeta, un nuevo narrador” (Prólogo de Relatos y poemas para niños extremadamente inteligentes de todas las edades. Anagrama. pp 17)

Para empezar, un cuento en verso del maestro Roald Dahl que le da la vuelta (como todo niño) al famoso cuento de los hermanos Grimm.
Después, un excelente cuento de los hermanos Grimm.

CAPERUCITA ROJA Y EL LOBO

Estando una mañana haciendo el bobo
le entró un hambre espantosa al Señor Lobo,
así que, para echarle algo a la muela,
se fue corriendo a casa de la Abuela.
“¿Puedo pasar, Señora?”, preguntó.
La pobre anciana, al verlo, se asustó
pensando: “¡Éste me come de un bocado!”
Y, claro, no se había equivocado:
se convirtió la Abuela en alimento
en menos tiempo del que aquí te cuento.
Lo malo es que era flaca y tan huesuda
que al Lobo no le fue de gran ayuda:
“Sigo teniendo un hambre aterradora…
¡Tendré que merendarme otra señora!”
Y, al no encontrar ninguna en la nevera,
gruñó con impaciencia aquella fiera:
“¡Esperaré sentado hasta que vuelva
Caperucita Roja de la Selva!”
Y porque no se viera su fiereza,
se disfrazó de abuela con presteza,
se echó laca en las uñas y en el pelo,
se puso la gran falda gris de vuelo,
zapatos, sombrerito, una chaqueta
y se sentó en espera de la nieta.
Llegó por fin Caperu a mediodía
y dijo: “¿Cómo estás, abuela mía?
¡Por cierto, me impresionan tus orejas!”
“Para mejor oírte, que las viejas
somos un poco sordas”. “¡Abuelita,
qué ojos tan grandes tienes!”. “¡Claro, hijita,
son los lentes nuevos que me ha puesto
para que pueda verte Don Ernesto
el oculista”, dijo el animal
mirándola con gesto angelical
mientras se le ocurría que la chica
iba a saberle mil veces más rica
que el alimento precedente. De repente
Caperucita dijo: “¡Qué imponente
abrigo de piel llevas este invierno!”
El Lobo, estupefacto, dijo: “¡Un cuerno!
O no sabes el cuento o tú me mientes:
¡Ahora te toca hablarme de mis dientes!
¿Me estás tomando el pelo…? Oye, mocosa,
te comeré ahora mismo y a otra cosa”.
Pero ella se sentó en un canapé
y se sacó un revólver del corsé,
con calma apuntó bien a la cabeza
y -¡pam!- allí cayó la buena pieza.
Al poco tiempo vi a Caperucita
cruzando por el Bosque… ¡Pobrecita!
¿Sabes lo que la descarada usaba?
Pues nada menos que con un abrigo desfilaba
y a mí me pareció de piel de un lobo
que estuvo una mañana haciendo el bobo.

ROALD DAHL
ilust: QUENTIN BLAKE
Cuentos en verso para niños perversos
Alfaguara infantil
pp. 52-56


EL LOBO Y LOS SIETE CABRITOS

Erase una vez una vieja cabra que tenía siete cabritos a los que quería tanto como una madre puede querer a sus hijos. Un día se dispuso a ir al bosque a por comida, así que llamó a los siete y les dijo:
-Queridos niños, me voy al bosque, tened cuidado con el lobo porque si llegase a entrar aquí os devoraría, y de vosotros dejaría ni el pellejo. Aunque el malvado se disfraza a veces, podréis reconocerlo al instante por su ronca voz y sus negras pezuñas.
-Querida mamá -dijeron los cabritos-, sabremos cuidarnos; puedes irte sin miedo.
Entonces la madre dio un par de balidos y, ya tranquilizada, se fue al bosque.
No pasó mucho tiempo sin que alguien llamase a la puerta y dijera:
-Abrid, queridos niños, que vuestra madre ya está aquí con algo de comer para todos vosotros.
Pero los cabritos se dieron cuenta de que era el lobo al oír su ronca voz.
-No abriremos –dijeron-; tú no eres nuestra madre; ella tiene la voz dulce y melodiosa, y la tuya es ronca; tú eres el lobo.
Entonces el lobo fue a ver a un tendero, le compró un buen trozo de tiza y se lo comió, haciendo así su voz más dulce. Luego regresó, llamó a la puerta y dijo:
-Abrid, niños queridos, que vuestra madre ya está aquí con algo de comer para todos vosotros.
Pero como el lobo había apoyado una de sus negras pezuñas en la ventana, los niños la vieron y gritaron:
-No abriremos; nuestra madre no tiene pezuñas negras como tú; tú eres el lobo.
Entonces el lobo fue a ver a un panadero y le dijo:
-Úntame con masa la pezuña, que la tengo herida.
Y cuando el panadero le hubo untado la pezuña con masa, fue a ver a un molinero y le dijo:
-Echa harina blanca sobre mi pezuña.
El molinero pensó: “El lobo quiere engañar a alguien”, y se negó; pero el lobo le dijo:
-Si no lo haces, te devoraré.
Entonces el molinero se asustó y le blanqueó la pezuña. Sí, así son los hombres.
Luego fue el malvado lobo por tercera vez a la casa de los cabritos, llamó a la puerta y dijo:
-Abrid, niños, que ha llegado vuestra querida madrecita con algo del bosque para todos vosotros.
-Muéstranos primero tu pezuña –gritaron los cabritos-, para que sepamos si eres nuestra querida mamá.
Entonces enseñó su pezuña por la ventana, y cuando los cabritos vieron que era blanca creyeron que era verdad lo que decía y abrieron la puerta. Pero quien entró fue el lobo. Los cabritos se asustaron y corrieron a esconderse. Uno, el mayor, se metió debajo de la mesa, el segundo en la cama, el tercero en la estufa, el cuarto en la cocina, el quinto en el armario, el sexto en el lavabo y el séptimo en la caja del reloj de pared. Pero el lobo los iba encontrando y no perdía tiempo ni en elegir: vengativo, se los fue tragando uno tras otro; sólo se le escapó el menor, el que se había escondido en el reloj de pared. Una vez que el lobo hubo saciado su apetito, se alejó arrastrándose, se fue a un verde prado y se echó a dormir bajo un árbol.
Poco después volvía del bosque la vieja cabra. ¡Ay, lo que tuvo que ver!: la puerta de la casa abierta de par en par; la mesa, las sillas y los bancos tirados por el suelo; el lavabo hecho pedazos; mantas y almohada arrancadas de la cama. Buscó a sus hijos, y no encontró a ninguno; los fue llamando por sus nombres, y ninguno le respondía. Hasta que, cuando nombró al menor, oyó su dulce voz:
-Querida mamá, estoy en el reloj de pared.
Por fin, toda angustiada, salió de la casa seguida por su cabrito menor. Cuando llegó al prado vio al lobo tumbado bajo un árbol roncando tan fuertemente que las ramas se cimbreaban. Lo miró de pies a cabeza y observó que algo se movía y pateaba en su abultado vientre.
“¡Oh, Dios mío! –pensó-; ¿estarán todavía con vida mis pobres hijos, los que se tragó en la cena?” Entonces mandó al cabrito corriendo a casa, a por tijeras, aguja e hilo. Y luego la cabra abrió la barriga al monstruo; apenas había dado el primer corte cuando ya el primer cabrito asomó la cabeza; y al seguir cortando, salieron brincando los seis cabritos, uno detrás del otro: todos estaban vivos y ni siquiera habían sufrido daño alguno, pues el monstruo, de tan voraz, se los había tragado enteros. ¡Eso sí que fue alegría! Los cabritos besaron y abrazaron a su madre y saltaron y brincaron, como un sastre celebrando bodas. Pero la vieja cabra dijo:
-Id ahora y buscad piedras muy grandes; con ellas rellenaremos la barriga del maldito animal mientras duerme.
Entonces los cabritos trajeron de prisa y corriendo todas las piedras que pudieron y se las metieron en la barriga al lobo, y la cabra la cosió de nuevo tan rápidamente que no se percató de nada; pues ni se movió siquiera.
Cuando el lobo se despertó, se puso a andar, y como las piedras que tenía en el estómago le produjeran mucha sed, se encaminó hacia un pozo para beber agua. Al andar y con el moverse de un lado para otro, las piedras comenzaron a chocar entre sí haciendo ruidos en el estómago. Entonces exclamó el lobo:
-¿Qué tumba y retumba
por dentro de mí?
Seis cabritos creí haber comido,
¡y son ahora piedras las que hacen ruido!
Y cuando se acercó al pozo y se inclinó a beber agua, las pesadas piedras lo arrastraron al fondo y se ahogó miserablemente. Cuando los siete cabritos lo vieron, se acercaron corriendo y gritaron:
-¡El lobo está muerto! ¡El lobo está muerto!
Y danzaron con su madre alegremente alrededor del pozo.

JACOB Y WILHELM GRIMM
Cuentos
Alianza
pp. 100-103

miércoles, 21 de abril de 2010

MUSE EN MÉXICO

MUSE
20/04/2010
FORO SOL

Regresó MUSE a la Ciudad de México. Esta vez a un lugar casi cuatro veces más grande que el Palacio de los Deportes: el Foro Sol.
Dudaba si se llenaría, pero conforme fue llegando la hora pactada, el foro se fue pintando de playeras estrambóticas y de peinados estrafalarios. Para las 9:00 estaba totalmente lleno.

Del grupo que abrió no vale la pena hablar.

Al estar en constante rotación en los canales de música el nuevo vídeo de MUSE, Resistance, imaginábamos cómo sería el escenario. Tres columnas forradas de mantas que daban la impresión de ser edificios viejos, lo confirmaron. Aún así no estaba preparado para el espectáculo visual que atestigüé.

A las 10pm en punto se apagaron las luces. En los "viejos edificios" se encendieron una a una las "ventanas". Después comenzaron a desfilar imágenes de personas subiendo por sus escaleras, hasta el momento en que se empezaron a caer en efecto dominó y los cuerpos caídos rememoraban la portada del Absolution.

Las mantas de los edificios cayeron y en medio de cada una de las columnas aparecieron los tres héroes de la noche: Matt Bellamy, Dom Howard y Chris Wolstenholme (de izquierda a derecha).

Tanto en la parte superior como en la inferior de las columnas se proyectaron imágenes, a veces de la propia banda tocando con efectos bastante chidos y otras imágenes sincronizadas con el tema y el ritmo de la canción. Comenzó oficialmente el concierto. Matt traía un traje exótico con una playera de calavera y unos lentes ochenterísimos. Dom todo de negro y de su pantalón sobresalían detalles metálicos en los costados. Chris también de negro con una playera sin mangas.

Muchos nos sorprendimos con el magnífico escenario y juego de luces de Radiohead, pero el mostrado ayer por Muse llegó a otro nivel. Las fotos y los vídeos que tomé no le hacen justicia al gran deleite visual que nos brindaron estos muchachos de Teignmouth.

El audio también fue pieza clave. Nunca había escuchado tan fuerte y nítido el sonido en el Foro Sol. Literalmente te hacía vibrar.

Desde sus columnas nos prendieron con dos rolas del The resistance: UPRISING y RESISTANCE. Para la tercera rola, NEW BORN (Origin of symmetry), las columnas empezaron a bajar de forma sincronizada de tal forma que coincidió su bajada con el inicio guitarrero de la rola. Mi rola favorita. De las más coreadas. Júbilo desbordado... y era sólo el inicio.

Dos rolas del Black holes and revelations: MAP OF THE PROBLEMATIQUE y SUPERMASSIVE BLACK HOLE. Esta última todo un agasajo, sobre todo para aquellos que conocieron al grupo con esa rola. Después dos del Absolution: INTERLUDE e HYSTERIA. En la primera Matt demostró que tiene buenos "juguetes" y además, que sabe usarlos a la perfección. En la segunda Chris dio clases de cómo tocar el bajo.

Otras dos del The resistance: MK ULTRA y UNITED STATES OF EURASIA. La primera inesperada (no figuraba en sus anteriores conciertos) y la segunda totalmente aclamada y coreada con Matt al piano, que, cómodo y dueño de la situación, se echó otra rola haciendo gala de su pericia en las teclas: FEELING GOOD (Origin of symmetry).

Matt sacó otro de sus juguetes: una especie de guitarra con teclado (no, no es el famoso instrumento ochentero) y nos deleitaron con UNDISCLOSED DESIRES (The resistance). Rola ideal para ser dedicada. Con el corazón a flor de piel, continuaron con la maravillosa STARLIGHT (Black holes and revelations) donde literalmente perdí la voz. ¡Vaya combinación de rolas!

Para cerrar el concierto nos brindaron una tercia de ases: UNNATURAL SELECTION (The resistance), TIME IS RUNNING OUT (Absolution) y PLUG IN BABY (Origin of symmetry). Imposible no brincar y sacudir la mata con estas rolas. Unnatural tiene un riff que envidiarían muchos grupos de metal. En Time el público se encargó de cantar todo el coro y de brincar en toda la rola. Y bueno, Plug nos hizo enloquecer.

Regresaron al escenario con EXOGENESIS Pt. 1 (The resistance) y con dos rolas que nos dejaron con taquicardia: STOCKHOLM SYNDROME (Absolution) y la mítica KNIGHTS OF CYDONIA (Black holes and revelations). Las dos con grandes pasajes catárticos (casi orgásmicos).

Cabe mencionar que el final de muchas rolas fueron alargados en sus ya clásicos jams; que tocaron brevemente una tonada muy mexicana; que Dom pidió al público que encendieran sus celulares para Starlight; que ya casi al final aparecieron los famosos globos gigantes y que, tanto Chris como Dom, demostraron que el grupo no es sólo Matt: ellos dos solos aparecieron para tocar un jam alucinante mientras la batería de Dom daba vueltas.

Casi dos horas de ensueño que, como todas las buenas cosas, se pasaron muy rápido.

MUSE demostró que son el trío más virtuoso de la actualidad en el mundo rockero y que pueden presentar un espectáculo de nivel mundial sin perder su esencia, esa misma que los hizo llenar el Foro Sol.

Hasta ahora, el mejor concierto al que he asistido.
















NOTA: Tanto las fotografías cono el vídeo, son de un servidor.