jueves, 2 de diciembre de 2010

PISCIS

PISCIS
Erika Mergruen

Lo más tentador era perderse en la espiral de aquella caracola nacarada. Tal vez el efecto de refracción del vidrio y el agua la hacían más sorprendente a la vista. Podía uno sentarse frente a la pecera y dejar pasar los minutos sin ninguna otra preocupación que ver a los peces que la habitaban.

Unos minutos para admirar la ondulación de las aletas violáceas; para ser testigo de las escaramuzas entre dos especímenes anaranjados; para espiar la seducción cadenciosa de otra especie. Y finalmente despedirme tras arrojar hojuelas a los peces, observar las diminutas y ávidas bocas, y creer haber descubierto en el reflejo de sus ojos la gratitud de una mascota que ha sido premiada por su espectáculo.

En el inicio conversaba sobre mi nuevo hobbie, teorizando sobre la paz interior y el control sobre el estrés que una pequeña pecera podía ofrecer. Algunos amigos bromeaban sobre la posibilidad de adquirir una pero con sirena incluida, otros confirmaban eruditamente el cambio provocado en mi estado de ánimo felicitándome por mi reciente adquisición.

Una vez que el hábitat artificial quedó bien establecido, dedicaba los ratos libres a ir de acuario en acuario para buscar nuevas especies y lograr armar en mi cubo de vidrio una amalgama de formas, colores y ojos agradecidos. No todas mis nuevas adquisiciones tuvieron éxito, algunas duraban apenas unos días o sólo un par de semanas. Todos aquellos cadáveres gelatinosos y huidizos tuvieron el más decoroso funeral que podía ofrecerles: un paseo por el corredor, exhibidos sobre mi palma, una despedida mental mientras caían al WC y la orquesta del remolino que ejecutaba un requiem acuático. El pase automático al limbo de las cañerías.

No era el personaje más sociable del círculo lo cual no anulaba mi cualidad de impecable anfitrión. Los amigos preferían mi casa como sede de reuniones eventuales. Mi pecera comenzó a ser el punto central de éstas, todos los conocidos preferían quedarse unos minutos contemplándola, y halagar a su creador, antes de ir a servirse los tragos obligados de una velada exitosa. Algunos amigos preguntaban sobre las especies de peces, otros deseaban conocer el origen de la enramada de coral; y los menos me advertían supersticiosos que los peces, en la casa, atraían la mala suerte. Creencia ésta un tanto absurda, pues basta imaginar los cientos, o tal vez miles de familias que viven de peces y pescados y, que yo sepa, no existe registro alguno sobre rachas aciagas en sus vidas.

La adquisición de libros y de artículos novedosos para acuarios se volvió un rubro importante en mis gastos fijos: Guía de los peces tropicales, La ambientación de un acuario, una aspiradora de pilas, grava traslúcida, algas importadas de Japón. Y la que fue la más afortunada de las compras: luz natural para la noche. La luminosidad que despedía mi pecera inundaba la sala y recorría cada centímetro de mi departamento como si en cualquier momento algún pez pudiera deslizarse por el corredor rumbo a la cocina y dar un coletazo a la estatuilla del recibidor. Paulatinamente, cambie mis reuniones por más momentos solitarios frente a la pecera, y las voces y la música ambiental por el silencio perfecto de mis mascotas.

Me parece que el primer indicio de rechazo hacia mis congéneres fue en el banco, en el preciso instante en que la cajera extendió su mano para darme un comprobante. Aquella piel me pareció desnuda, tremendamente opaca, de una resequedad repulsiva, como un trozo de esos pollos desplumados que exhiben pecaminosamente su color de muerte. Tuve que concentrarme para evitar el roce más nimio de sus dedos; aquella piel repugnante con la cual también yo estaba recubierto.

La situación se hubiese vuelto intolerable de no haber reorientado mi afán observador. Cuántos detalles pasan inadvertidos ante nuestros ojos por la simple razón de no buscarlos, o no tener los parámetros necesarios para reconocerlos. He visto por las calles cardúmenes enteros, piernas dorsales, ojos abultados y bocas pequeñas que aceptarían gustosas un puñado de hojuelas. En algunos casos podría asegurar la existencia de opérculos en los cuellos que de haber abierto cuidadosamente develarían agallas húmedas y enrojecidas.

Pero todavía no logro tolerar del todo el estruendo de sus voces, su parloteo que lo envuelve todo, a veces estallando en carcajadas, otras carcomiendo con cuchicheos y rumores. La culpa es del aire, elemento inconsistente donde todo viaja para estrellarse contra los muros y los vitrales. Si inundásemos nuestras ciudades tendríamos hábitats silentes, apenas perturbados por el burbujeo y las piedras que resuenan en las frezas. Entonces no habría necesidad de correr a casa.

Aquel día acababa de entregar los documentos de un nuevo contrato, al salir del edificio de oficinas descubrí un pequeño acuario en la acera de enfrente. Crucé la avenida. Me detuve ante el cubo de los peces marinos para observar las anémonas adheridas a unas rocas. Se escondieron, mas pasados unos segundos aparecieron mostrando su interior rosado y carnoso. Pasé a los estantes, hojeé un libro, y dejé que mi curiosidad buscara alguna novedad. Encontré un sistema de burbujas de ornato. Ya había entregado el efectivo al encargado cuando los vi, nadando de un lado a otro, desacompasados, pequeños y de un plateado ordinario.

Me dijo que eran los últimos del lote por lo que resultaban una ganga, le comenté sobre las otras especies que vivían en mi pecera y me aseguró que aquel par no representaban ninguna amenaza, eran de una especie muy adaptable. Los llevé a casa. En el trayecto cierta decepción me inundó. Aquellos peces tenían una simpleza absurda. Pero en mi universo creado podrían aportar un nuevo movimiento, su ir y venir era vertiginoso.

Unas semanas después, el primer pez anaranjado desapareció. Me asomé por todas las paredes de la pecera, pensé que estaría muerto y se habría enterrado, moribundo, en la grava. Ciertos peces se avergüenzan de su propia muerte, en eso son tan humanos.

Dejé caer la taza de café. La luz del sol iluminaba la pecera como si quisiera delatar al culpable: el cuerpo mutilado de un pez ángel se negaba a descender hasta la grava e insistía en flotar y enturbiar el agua con su carne blanca. Los peces plateados nadaban veloces sin detenerse, de un lado al otro, desacompasados, como lo hacían desde el primer día. Ese hecho aislado fue sólo el preludio del genocidio.

Dejé de traer nuevas especies a casa. Sólo duraban un día para enseguida desaparecer sin dejar rastro. Me resigné a que, uno a uno, los peces se extinguieran. He de aclarar que mi resignación no fue producto de la apatía, sino de un dejo de morbosidad; o de ese instante de taquicardia cuando, cada mañana, caminaba por el corredor adivinando cuál habría sido la víctima o si encontraría algún vestigio de lo que fuese un cuerpo escamoso y colorido, mientras ellos se deslizaban de un lado a otro, veloces y desacompasados.

Probé darles mayor cantidad de hojuelas a aquellos bólidos implacables. Derrotado, me senté frente a la pecera para ver, por primera vez, cómo devoraban al último de los habitantes originales.

Dos días después la zozobra se convertiría en sorpresa atroz. Entré a mi apartamento. Frente a la pecera, sobre la alfombra, uno de los peces plateados yacía muerto. Lo tomé no sin sentir cierta fascinación. Lo arrojé al limbo de las cañerías. Regresé a contemplar al sobreviviente. Por primera vez el pez estaba estático, quieto, desconcertado ante la soledad. Lo miré con detenimiento. El inmundo ictiófago me sonrió.

Fue entonces cuando tomé la red y sin titubear, lo pesqué. Lo introduje rápidamente a mi boca. Lo mordí, lo mastiqué, saboreando aquella carne turgente y fría, y apenas percibí su movimiento de mariposa presa en mi paladar.

El agua de mi pecera se evapora. Ningún sentimiento de culpa me atormenta. Ahora los observo desde mi ventana, cientos de cardúmenes que caminan por las calles. Cada día me alimento pero el hambre nunca se sacia. Aún somos dos, yo y el que siempre sonríe en el reflejo de la pecera que comienza a verdear.


Erika Mergruen (Ciudad de México, 1967) es editora independiente e imparte talleres de literatura. Ha publicado los poemarios Marverde (Enkidu, 1998), El Osario (Ediciones del Lirio, 2001) y El sueño de las larvas (Leer y Escribir, 2006); el volumen de cuentos Las reglas del juego (Tintanueva, 2001) y La ventana, el recuerdo como relato (DEMAC, 2002) con el que obtuvo el premio Autobiografías, Diarios y Testimonios de Mujeres Mexicanas, DEMAC 2001-2002. Piscis, pertenece a La piel dorada y otros animalitos.

Aquí su blog, y acá un sitio obligado para todos los amantes de la literatura fantástica.

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