EL LUGAR BLANCO
(de El sexto día de la creación, cuentos y poemas, 1974)
Raúl Navarrete
Muchos han afirmado que el camino para llegar al lugar blanco se perdió en un tiempo remoto. Otros dicen que ese lugar ya no existe, y también hay quien ha llegado a afirmar que no existió nunca. Pero la semana pasada yo hice un viaje a él. El último, porque no volveré a recorrer sus colinas ni a mirar a su gente ni a caminar por las orillas de sus ríos. El verano está aquí, las matas de linaza comienzan a llenarse de flores amarillas y muy pronto, también, la espiga aparecerá en lo alto de las cañas. Saldré al campo entonces para ver todo eso. Pero no volveré al lugar blanco.
Ese lugar existe. Es semejante a un jardín gozoso y no está lejos de nadie. La semana pasada pensé: Iré. No puedo esperar más. Y di un paso, uno sólo, y entré en el lugar blanco. Tenía que buscar a tres personas que eran de mi estimación. Desde hacía un mes las recordaba; sentía nostalgia de sus caras y de su conversación. Sabía que estaban en ese lugar y por eso me decidí a buscarlas. En otras ocasiones yo había intentado la búsqueda, pero siempre inútilmente porque, pensaba, lo había hecho distraído y nunca con intenciones verdaderas de hallarlas. Eran tres personas, dos mujeres y un hombre. Al hombre apenas lo recordaba ya: un hombre grande, de ojos hundidos y cara confusa. De las mujeres recordaba el tono de su voz y sus gestos. Recordaba también cómo se movían al caminar, cómo se quedaban quietas bajo unos arcos, las dos pequeñas y frágiles mirando a un mundo que tal vez no hubiera hecho nada para merecer su atención. Recordaba asimismo sus risas.
Pensé: Iré. No puedo esperar más. Y di un paso y entré en el lugar blanco. Nada me deslumbró como otras veces. Vi a miles de mujeres caminando y vi también a miles de hombres que las acompañaban o que iban por su lado, hacia el oeste o hacia el norte. Todos eran blancos de la cabeza a los pies y tenían una misma cara aunque sus expresiones eran diferentes. No entré en ninguna casa, pero en una de ellas vi a una mujer. Estaba en la puerta, sentada, preparando su comida. Tenía la cara igual de blanca que la de los demás, y sus manos veloces se movían entre las ollas puestas al fuego. Me dio la bienvenida pero no le hice caso y me alejé, tenía prisa. Y no debía perder tiempo. El tiempo, allí, era algo que no podía desperdiciarse.
Todo era blanco: montes, aire, muros. A la orilla de los ríos y en las calles había conejos. Los cerdos corrían por todas partes. En los montes, bajo los árboles y en las esquinas había mesas de cristal, y el que quería se sentaba en ellas. Había también esferas que rodaban al soplo del viento. No me detuve en ninguna parte ni dejé que ninguna delicia me atrajera: yo estaba allí por última vez para buscar a tres personas a quienes en un tiempo había amado, así que fui de un lado a otro mientras hombres y mujeres de cara blanca me hablaban o creían hablarme. Crucé puentes frágiles sin detenerme. En una colina, sentada en la rama de un árbol, estaba una vieja. La vi varias veces, la vi en todas las ocasiones en que pasé por la colina: no hacía más que estar sentada en el árbol, desnuda, gritando a toda hora. Sus gritos no eran de dolor ni de alegría sino de algo mucho más simple. Se lo pregunté y ella me lo dijo sin dejar de gritar. Sobre la colina había un cielo con nubes veloces.
Había un lago del que muchas manos sacaban peces pequeños y grandes. Las manos los atrapaban con facilidad, y los ojos de los peces, fuera del agua, se oscurecían.
Había también puentes, los había por todas partes, y eran de un metal blanco, o de madera y de otros materiales semejantes al papel. Cruzaban los ríos, los cerros y las calles, y en ocasiones subían más arriba que los árboles.
Las aguas del lago del que muchas manos sacaban peces nunca estaban tranquilas. Pensé: Preguntaré a la gente. Tal vez ellos sepan dónde debo buscar, en qué sitio. Y subí a un puente, y a otro, y dejé los montes atrás. Todo era blanco pero aquella blancura no deslumbraba.
Vi a un hombre que jugaba con sus hijos. Era un hombre viejo, y los hijos estaban tan viejos como él, tenían una misma frente arrugada. Sin duda el afecto entre ellos era grande, porque se abrazaban a cada paso diciéndose en voz baja palabras sin sentido. Los vi, espaldas y cuellos blancos, pero nada les pregunté. Me dijeron sin dejar de jugar: Conocemos a los que busca: son dos mujeres flacas y un hombre mal hablado. Los encontrará dormidos bajo el único árbol que no tiene ramas. V aya a buscarlos allá y los encontrará. Pero supe que mentían viendo cómo se arrugaban sus frentes. Los dejé atrás, no podían saber dónde estaban las personas que yo amaba porque ni siquiera los habían visto nunca ni habían oído hablar de ellos. Llegué a un sitio en donde no había casas. Llovía, pero eso a nadie parecía importarle. Blanca, la lluvia mojaba los cuerpos y corría en arroyo, fino, entre los pies de los que en ese sitio se hallaban. En aquella parte los ríos y los lagos no se desbordaban, mujeres y hombres se bañaban en ellos, quietos, sin reír ni hablar. Estaban desnudos y no había ninguna diferencia en sus cuerpos blancos como la lluvia o como el agua del río que los mojaba. Dijeron cuando les pregunté: No sabemos. No sabemos.
Anduve entre la gente que caminaba. Todos iban de prisa y sólo podía verlos un instante. Los examinaba y luego, al momento, los veía desaparecer. Me asomé a las casas y vi a mujeres tiernas, de edad engañosa, amamantando a sus hijos, a sus maridos o a sus padres. Vi también a hombres y a familias completas encendiendo lumbre o preparando las camas para dormir sus sueños breves; pero ningún gesto, ningún tono de voz tenía semejanza con los de aquellos a quienes yo había ido a buscar. Pensé: No me iré sin hallarlos. Y, en seguida, me dirigí hacia otros rumbos.
Había conejos mansos por todas partes y los cerdos corrían en libertad. Vi a gente sentada en las mesas de cristal y examiné a cada mujer y a cada hombre con los que fui encontrándome. Las esferas no me estorbaban el paso, rodaban al soplo del viento y desaparecían en las cimas de los montes. En cada esquina, al pie de cada puente y debajo de los árboles había escupideras, para que todo el que quisiera y tuviera necesidad hiciera uso de ellas. Sentada en la rama del árbol, desnuda, volví a ver a la vieja. Seguía gritando sin parar, y me miró pero nada me dijo aunque estuve haciéndole preguntas durante un tiempo largo. Le dije: Dígame si los conoce o si los ha visto alguna vez. Dígame dónde puedo hallarlos.
No encontré a los que buscaba. Traté de imaginar a qué otro lugar hubieran podido ir, pero me fue imposible. Volví a recorrer las colinas y entré en las cuevas profundas, todas, que encontré. Subí a los árboles cuyas copas estaban cubiertas de hojas y de frutos blancos por ver si alguien se ocultaba en ellos. No hallé nada y me senté a la mitad de un puente oyendo, aunque estaba muy lejos, los gritos de la vieja. Pensé: Nunca se callará. Pasaré otra vez por la colina y, de paso, la tiraré del árbol. Tal vez eso sea posible. Lo intentaré.
No hice nada. Me acomodé mejor a la mitad del puente y estiré las piernas. Tuve intenciones de acostarme, pero eso no fue necesario porque no estaba cansado y porque olvidé en seguida mis intenciones. Los que pasaban no se detenían y apenas me miraban aunque algunos, señalándome, movían la boca. Decidí quedarme en el lugar blanco, y así lo hice. Habité desde entonces en casas pequeñas o grandes y conocí a los que salían y entraban en ellas. Conocí también cada rincón, y volví a recorrer los puentes, las colinas y las márgenes de los ríos y de los lagos. Durante todo ese tiempo seguí buscando.
Pero no me quedé en el lugar blanco para siempre. Había pensado hacerlo sólo si encontraba a las dos mujeres y al hombre. En mi memoria sus gestos se iban desfigurando y ya no sabía qué hacer. No podía estar allí sin ellos, pensaba, así que, viendo a la vieja que gritaba subida en el árbol, decidí a regresar. Miré por última vez el lugar blanco que era semejante a un jardín; di un paso, uno sólo, y lo abandoné.
Ahora pienso que no volveré a ese sitio. N o recorreré otra vez sus colinas ni miraré a su gente. Todos, mujeres y hombres, tenían una misma cara, y esa cara no era la de ninguna de las tres personas que yo quise encontrar. No volveré al lugar blanco. Este mundo comienza a llenarse de flores amarillas y el aire, afuera, es apacible. La gente se reúne y se toma de las manos. Se hablan en secreto contándose las cosas que hicieron alguna vez y que aún hacen: cuentan cómo se levantan de sus camas a una hora conveniente, por las mañanas, y cuentan cómo pasan el día en ocupaciones que les proporcionan salud. Alimentan sus cuerpos con comidas apetitosas, hablan, caminan de un lado a otro y guardan en cada movimiento la compostura. Abren y cierran los ojos y se quedan dormidos, y en sus sueños, si los tienen, siguen haciendo lo mismo. No hay más. Tal vez algún día vayan al lugar blanco. Allí, sus gestos se descompondrán. Me reiré de ellos entonces recordando cómo en este mundo alargaban las manos, cómo hablaban y cómo iban de un lado a otro. Afirmaré que todo eso no tiene sentido. Lo diré varias veces, recordando, y luego volveré a reír. Será una carcajada y muchas. Aunque como sus cuerpos y sus movimientos, como sus días, sus gestos y sus ocupaciones, la carcajada tampoco tenga ningún sentido.
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