lunes, 18 de julio de 2011

DELIRIO DE LA MANDRÁGORA

Hace unos días, en una deliciosa coincidencia, escuché en REACTOR una cápsula cultural que me atrapó. Era un texto que trataba de una mandrágora y era narrada por su propio autor.

El texto se llamaba Delirio de la mandrágora y el autor Eduardo Lizalde.

Hoy, en otra deliciosa coincidencia, encontré en EL SÓTANO el Manual de flora fantástica, que incluye el texto de la mandrágora.

Disfruten:


DELIRIO DE LA MANDRÁGORA
Eduardo Lizalde

Criatura y texto son, en este caso, la entornada puerta entre dos reinos y dos libros.

Dice Borges, en su libro y en su reino, que la Mandrágora “confina con el reino animal, porque grita cuando la arrancan”. Da crédito el gran ciego a Shakespeare por recordar esa leyenda antigua en labios de Julieta: cuando ella ingiere el bebedizo que ha de fingir su muerte, habla en efecto de la Mandrágora, silvestre monstruo antropomorfo cuyos aullidos lastimeros provocan la inmediata locura en quien los oye, si alguien osa desterrar la planta, desencajarla de la tierra, desarraigarla del siniestro vientre maternal del que succiona sus fétidos humores.

Se supone que Shakespeare no leyó al Bandello, ni tampoco al precursor Luigi Da Porto, que por primera vez sitúa en Verona el drama de los Montecchi y de los Capelletti, según Dante (que alude a sus reyertas), unos de Verona y otros de Cremona. El Cisne de Avon leyó en cambio las posteriores versiones de William Painter y la réplica en verso de Arthur Broke, tomada de una conocida traducción francesa de Boisteau, apodado Launay y Bell Forest. Todas estas historias hablan del brebaje que adormecerá a Julieta, aunque no hacen mención de la Mandrágora.

Pero aparte del buen verso y la fortuna teatral con que Shakespeare introduce en cuatro líneas la leyenda, para subrayar con un trasfondo tenebroso los presentimientos y pavores expresados por la joven, ninguna aportación novedosa hace con ello. El mito y el cultivo de los jugos de la mandrágora constan, a lo largo de milenios, en las páginas sagradas y profanas de todas las culturas y literaturas. En el siglo XVI, decir como Cleopatra a Carmiana (Shakespeare, Marco Antonio y Cleopatra): “Give me to drink Mandragora”, para dormir un poco y soportar la ausencia del amante, era como decir, hoy día: “Dame un Válium 10”.

Y en el antiguo Egipto, precisamente, como lo confirman los modernos investigadores de la flora alucinógena (Evans Shultes y Hofmann, por ejemplo), y tal se inscribe en el papiro Ebers (más de 1500 años antes de Cristo), ya se experimentaba a fondo con brebajes de solanáceas como el beleño, planta hermana de la mandrágora y la belladona, cuya común sustancia, la escolapina, es el indudable elemento psicoactivo o bien “el que ofende principalmente al celebro, templo y domicilio del alma”, diría en el siglo XVIII el Diccionario de Autoridades, al describir los efectos de la mandrágula.

Entre los vegetales, que habitaron la tierra varios miles de millones de años antes que las especies zoológicas, se encuentra seguramente el verdadero eslabón perdido del género humano, y no entre los arcaicos antropoides, como creía Darwin. Era clorofila y no sangre lo que corría por las venas del verdadero Adán.

Paracelso, médico malogrado pero poeta feliz, afirma que para la factura del cuerpo humano, el creador hizo uso del limus terrae, arcilla peculiar que no es más que un “extracto” de todos los seres previamente creados. Así el hombre (este mutante del mundo natural, como lo llamaríamos hoy), es resultado de una cierta inspirada operación química y culinaria que, sin embargo, tuvo alto precio, pues en el hombre, primariamente un compuesto de sal, sulfuro y mercurio, como todos los seres, tales elementos místicos se desunieron, dejaron de convivir armónicamente, y esa es la causa de la enfermedad de la raza humana, incurable a la fecha, como preconizó Paracelso.

Se enfermaron así, y enloquecieron, algunas desarrolladas criaturas del reino vegetal, como las que nos ocupan. En su inconmensurable tránsito de organismos inmóviles por el tiempo y la tierra, estas máquinas de sublimada y verde perfección, detectaron en las profundidades del planeta yacimientos suntuosos: minas inagotables de alcaloides deletéreos, mares hirvientes de sustancias hipnóticas y mortíferas, piélagos subterráneos de infinitas partículas tóxicas, incandescentes y turbadoras como el enjambre mayúsculo de la comba celeste.

Se dice que longevas en extremo, como el árbol Drago, uno de cuyos ejemplares tenía la edad de las pirámides egipcias de la IV dinastía (Frazer), las mandrágoras son las capitanas, las hechiceras mayores entre las alucinógenas, y aunque en términos botánicos se reconoce como plantas “perennes” a las que viven más de dos o tres años, las mandrágoras no mueren: sólo sus enormes hojas dentadas se consumen, pero bajo el suelo se extiende la descomunal raigambre de todas sus parientes, la red de sus tentáculos que abrevan sin cesar bajo el lecho inhollado de los mares y el corazón sombrío de los más hondos círculos del Tártaro.

Si del sueño delirante de la Mandrágora y otras potentes socias suyas, como el peyote mexicano o el Ginseng de los chinos (también antropomorfo), estimulados ellos mismos por la contención de sus caldos y esencias prodigiosas, hubieran surgido las abominaciones y los seres bizarros que pueblan este libro, otro gallo nos cantara. Aquí se mezclan sólo imágenes cobradas, con paciente mana, de la tradición literaria universal, de las mitologías y del vastísimo arsenal de las supersticiones populares. Ya lo ha dicho Borges en el prólogo de su Manual de Zoología fantástica, al que simplemente se rinde otro homenaje con la presente colección: “La zoología de los sueños es más pobre que la zoología de Dios”.

Prosigo entonces, con lo que tenemos, en tanto la Mandrágora no incurra en el delirio de aprender a manejar la pluma.

1 comentario:

  1. Hola! Estaba haciendo lo que no debía en mi clase de computación, y encontré esto, me di cuenta que te conozco Miguel! Atte: Karime

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