Recién terminé de leer Salamandra (1919) de Efrén Rebolledo en una hermosa edición facsimilar de Premia editora (1979).
Por lo pronto, les comparto un fragmento del prólogo, a cargo de Luis Mario Schneider:
La salamandra es mujer-síntesis, una astuta hembra hechizadora como Cleopatra, monstruosa como Medusa, dañina como Salomé e inviolablemente sensual como una hermafrodita. Vive entre las llamas que su amor despierta y a más fuego, más pasión, más se reviste de frialdad, más se acaparazona de hielo. Su existencia sólo se justifica en su vicio: el de la muerte.
Los decadentistas decimomónicos la adoraban por misteriosa, pero también por corruptora, por sanguínea, por degenerada, por ese primitivo gozo hacia la violencia sádica, núcleo vital en el que la lujuria cerebral hace exquisita la depravación.
También porque la salamandra es diosa, diosa sagradamente perversa, sacerdotisa de la belleza maldita: porque es mujer-vampiro, también araña, reveladora, despertadora del masoquismo congénito de sus víctimas.
Los decadentistas, es decir los románticos extremistas, gustaban de la salamandra por esa extraña mescolanza de divinidad, erotismo y muerte. Por ese afán de dar a la tragedia un sentido elegiaco de la vida y de hermanar la bestialidad con la religión o de aunar el vicio del horror con la limpieza de lo sagrado.
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