jueves, 6 de octubre de 2011

GOD WAS NEVER ON YOUR SIDE

Uno de los mejores vídeos "no oficiales" que se han hecho de una rola de MOTÖRHEAD:



Esta es la desgarradora letra:

If the stars fall down on me,
And the sun refused to shine,
Then may the shackles be undone,
May all the old words cease to rhyme,
If the sky turned into stone,
It will matter not at all,
For there is no heaven in the sky,
Hell does not wait for our downfall!

Let the voice of reason chime,
Let the friars vanish for all time,
God's face is hidden, all unseen,
You can't ask him,
What it all means,
He was never on your side,
God was never on your side,
Let right or wrong alone decide,
God was never on your side.

See ten thousand ministries,
See the holy, righteous dogs,
They claim to heal,
But all they do is steal,
Abuse your faith,
Cheat and rob,

If god is wise,
Why is he still,
When these false prophets,
Call him friend,
Why is he silent,
Is he blind?!
Are we abandoned in the end?

Let the sword of reason shine,
Let us be free of prayer and shrine,
God's face is hidden, turned way,
He never has a word to say,
He was never on your side,
God was never on your side,
Let right or wrong alone decide!
God was never on your side!
No, no, no!

He was never on your side,
God was never on your side,
Never!
Never!
Never!
Never!
Never on your side!
Never on your side!
God was never on your side,
Never on your side...

God was never on your side está incluida en el disco KISS OF DEATH, del 2008.

martes, 27 de septiembre de 2011

LUIS IGNACIO HELGUERA

A Helguera lo descubrí gracias a la recomendación de la poeta María Rivera (Hay batallas). Después de leerle un par de minificciones, me recomendó buscar los textos de Luis Ignacio... Los encontré y quedé fascinado. Aquí una muestra:


EL CARA DE NIÑO
Luis Ignacio Helguera

En carrera enloquecida, huyendo, entre las piedras, de los zapatos.

-¡Déjame ver su cara de niño, papá!

-No tiene cara de niño, se llama así nada más.

Voltearon con una rama la masa aplastada, con patas estertóreas todavía. Y un golpe de la luz radiante en plena cara del insecto reveló al verdugo una instantánea desconocida, en que aparecía él mismo cuando niño haciendo un gesto lastimoso y plañidero porque quería seguir jugando en el jardín y le habían dado alcance inapelable.




SIAMESAS
Luis Ignacio Helguera

La complicidad de Renata y Roberta alcanza la carne. Su contigüidad no concede la gestación del secreto. No se siente Roberta la tía de Roberto sino su madre, segunda madre, madre dual: asistió momento por momento a la posesión inolvidable, al embarazo, al parto, a la maternidad; amamantó al bebé cuando se agotaba la leche de su hermana y la envidia del eterno testigo que quiso ser actriz la fue apagando el amor al niño, que Renata quiso inculcar o agradecer al no llamarlo Renato sino Roberto.

Harta quizás la Naturaleza de las quejas del hombre por su soledad insondable, engendró este género de plantas humanas, rama de dos flores, humanos de un cuerpo, cuerpo de dos almas, metempsicosis excéntrica. ¿Se acompañarán bien estos reos de una sola celda y condena?

Naturalmente, cultivaron Renata y Roberta un odio entrañable, ajedrez íntimo desbordado a veces en mordiscos, arañazos, golpes que conocieron como límite único –frontera de la paz- el dolor en la pelvis que las une.

El tiempo ha ido cosechando el equilibrio de dos fuerzas, la disolvencia de los contrastes, finalmente la concordia. Roberta jalaba a la derecha y Renata a la izquierda; Renata era dormilona y Roberta, insomne; Renata era brillante casi y casi opaca, Roberta; epicúrea era Renata y Roberta, estoica; a Roberta le gustaba comer y a Renata, beber. Con una adecuada mezcla de epicureísmo y estoicismo compartieron problemas gástricos, sentadas en un mueble sanitario siamés que mandaron fabricar.

El insólito dúo de violín y viola que formaron templó y armonizó sus cuerdas, tanto como su hijo Roberto, verdadero diapasón. Dan finos recitales de música de cámara a los que asiste mucha gente, lamentablemente pocas veces interesada en escuchar.

La vejez las ha vuelto tolerantes y, por fin, una sola persona.

A la luz del sol se lamen ahora como gatas siamesas.


Aquí un emotivo artículo in memoriam.


miércoles, 21 de septiembre de 2011

EL RELOJ ASTRONÓMICO DE LA CIUDAD VIEJA

EL RELOJ ASTRONÓMICO DE LA CIUDAD VIEJA

Hace más de seiscientos años que da la hora el reloj astronómico de la Ciudad Vieja situado en la parte sur de la torre de la casa del ayuntamiento. En su forma original, el reloj astronómico era bastante simple y fue construido por Nicolás de Kadañ, antes del año 1410. Algo más tarde, a finales del siglo XV, el maestro Hanus de Ruze arregló y perfeccionó su mecanismo convirtiéndolo en una obra de arte sin igual en toda Europa. Los consejeros de la Ciudad Vieja estaban muy orgullosos de su reloj astronómico. Pero entonces, comenzaron a escucharse rumores según los cuales el maestro Hanus había recibido ofertas de otros lugares, y la gente decía que el maestro se quedaba muchas horas de la noche en su habitación sacando cuentas y dibujando. No podía ser otra cosa, aseguraban algunos, seguramente un reloj astronómico mejor y más perfecto se estaba preparando con destino a alguna ciudad en el extranjero. En tal caso, ¿dónde quedaría la gloria del reloj de la Ciudad Vieja? Los consejeros se rompían la cabeza pensando en cómo arreglar las cosas de manera que el maestro Hanus más nunca pudiera construir otro reloj astronómico. No había dinero ni juramento posible que les tranquilizara. Entonces a uno de los consejeros, un hombre muy cruel, se le ocurrió una idea horrible, que al principio fue rechazada pero luego a los demás consejeros no les quedó más remedio que reconocer que sólo de esta forma el reloj astronómico de Praga seguiría siendo único y excepcional.

Una noche el maestro Hanus estaba como siempre en su casa haciendo sus planos y dibujos. Su ayudante y su ama de llaves se habían marchado al atardecer y el maestro estaba solo. Afuera había comenzado a llover y en la habitación se respiraba un ambiente acogedor; la luz vacilante de las velas dibujaba figuras extrañas en las paredes, en el hogar había fuego y de vez en cuando se oía el chasquido de la madera de haya. El maestro Hanus, inclinado sobre los pergaminos llenos de pequeñas cifras, calculaba y hacía dibujos complicadísimos, de vez en cuando levantaba su cabeza cana, pensaba un poco y luego anotaba algo nuevo, tachando notas anteriores. Es que el artista estaba pensando en cómo perfeccionar aún más el reloj astronómico de la Ciudad Vieja y en cómo buscar otra cosa nueva y única para añadirle.

En ese momento escuchó unos golpes fuertes en la puerta de su casa y una voz gritó: “¡Abre, tenemos prisa!”

Rápidamente el maestro apartó el pesado travesaño de la puerta. En la oscuridad exterior pudo notar a tres personas muy corpulentas que le agarraron con fuerza y le arrastraron hacia adentro de la habitación. Allí le taparon la boca y dos de ellos le aguantaron, mientras el tercero blandía su navaja en la llama del hogar. El maestro Hanus entendió sus intenciones y alcanzó a dar un grito a media voz, luego se desmayó horrorizado. Le despertó un dolor insoportable y se dio cuenta de que estaba acostado en su cama, oía las voces de su ayudante y de su ama de llaves, pero lo único que veía era la oscuridad. Había quedado ciego.

El maestro Hanus estuvo mucho tiempo enfermo, padecía de fiebres y alucinaciones, luego pasó varios días somnoliento y confuso, más nunca recuperó la vista. Al sentirse un poco mejor, sentado en su habitación, se puso a pensar en quién y por qué había hecho una cosa tan terrible. Un día su ayudante, al volver del ayuntamiento, ya que se dedicaba a la limpieza y el mantenimiento de la marcha del reloj, le contó una conversación que escuchó entre dos consejeros. Éstos comentaban entre sí que habían hecho bien, que así el maestro Hanus jamás construiría otro reloj astronómico.

Y de esta manera el maestro se enteró de quién había sido el causante de su desgracia. Ya no sentía dolor, sólo una eterna amargura y tristeza al recordar la recompensa que había recibido por su inigualable obra. Tras la amargura llegó la furia y el deseo de vengarse y entonces planeó su revancha. Dijo a su ayudante que quería pasar por el ayuntamiento para aunque fuera tocar su querida máquina con las manos, poder tocar sus piezas, disfrutar de su funcionamiento y sonido. El ayudante con gusto lo acompañó.

Al llegar frente a la maquinaria el maestro tocó sus piezas con los dedos, escuchó los característicos sonidos de su marcha, acarició con las palmas el metal y la madera. Su cara estaba serena y de sus ojos ciegos salían lágrimas. Se imaginó el complicado mecanismo, cada pieza estaba junto a la otra, reconoció con claridad hasta los detalles más pequeños. De pronto metió la mano en la maquinaria y con toda su fuerza tiró de una palanca hasta que se rompió y la máquina comenzó a gemir y este sonido se derramó en el silencio como un mal augurio. En ese mismo momento el corazón del maestro se paró y éste cayó al suelo.

El reloj astronómico quedó completamente roto por muchos años hasta que apareció una persona que logró repararlo. Mientras tanto, su espantoso silencio les recordaba a los consejeros cada día su horrendo acto.



Texto incluido en 77 LEYENDAS DE PRAGA, de Alena Jezková.

Aquí para más detalles del reloj astronómico.

viernes, 2 de septiembre de 2011

LATCHKEY´S LAMENT

Guillermo Del Toro, productor de DON´T BE AFRAID OF THE DARK, confiesa que el director elegido, además de mostrarle un corto que le encantó, en la entrevista mencionó varias referencias que el propio Del Toro suele utilizar.

El director es Troy Nixen y, lo que sigue, el corto:



miércoles, 31 de agosto de 2011

YO VENDÍ MI NOMBRE

YO VENDÍ MI NOMBRE
Guadalupe Dueñas

Como algunos venden su alma y otros venden su cuerpo y otros más su sombra y hay quienes venden pájaros, yo vendí mi nombre. Consta de cinco letras. Es un nombre pequeño y un apellido muy largo, que en tiempo no remoto alcanzó fama y pudo cotizarse como alta moneda. Apareció junto a plumas reconocidas y estuvo precedido por títulos de sabios y prohombres. El misterio de su ampulosidad no viene a cuento. Baste saber que conservo en oro sus iniciales y que existen aulas y bibliotecas señaladas con mi nombre. Grabado estuve en universidades y no faltaron editores que lo adoptaron por bandera izándola en las cúpulas. Otros muchos lo esculpieron en muros y portadas. Entretejían las mayúsculas con hilos de plata y sombreaban las vocales con acerinas y esmalte. Convirtióse en símbolo, en aleluya, en buen agüero, en triunfo y en sonido glorioso. Periódicos y revistas nacionales y extranjeros lucharon por consignarlo, por encabezar sus columnas con los augustos rasgos bautismales. Los lectores saltaban de emoción al hallarlo en enciclopedias, en semblanzas, en biografías y volúmenes antológicos destinados a la posteridad y hasta en reseñas de modas. El mundo lo alquilaba sin reparar en el precio. Avanzó en popularidad como los mitos que la credulidad agranda. Adorno fue de la palabra. Labios encumbrados lo envidiaban; hasta que un día, un desdichado día, empezó a apagarse con prisa de luciérnaga y dejó sin sombra el paraje de la noche más oscura.

Restos de su gloria quedaron atrapados en artículos de segunda. Revistas no informadas retuvieron los jirones alfabéticos, los caracteres degradados, las letras que al envejecer perdían equilibrio como epitafios de tumbas olvidadas por los deudos. Las vocales disparáronse a manera de luces pirotécnicas.

Fue el comienzo de tortura mortal. La mengua reducía el nombre cada vez más y más. Aparecía distorsionado con letrilla microscópica del todo indistinguible. Nadie exigía las bélicas mayúsculas de trazo gótico; nadie extrañaba las alas de cuervo que rubricaron el nombre caído en desgracia, sucio de polvo como corcel abatido y sin dueño.

La adversidad propició el desacato de escribir las iniciales como cuando se habla de la ONU. Sí, los letreros fueron empalideciendo. Las publicaciones que ostentaron escandalosos ribetes con gualdas, suprimieron las gárgolas y los arabescos hasta que las consonantes danzaron derrengadas y sonámbulas. Con frecuencia fallaban letras o aparecían tan borrosas como si un designio infernal se anticipara a su cancelación.

El calvario se agrava. Ahora, antes de que amanezca, me dirijo anhelante al primer puesto, al vendedor más cercano; al gacetillero, al pepenador, para revisar meticulosamente cada publicación y comprobar si aún figura mi nombre, aunque sea en el directorio. Con mano temblorosa y ávida, abro las páginas; los dedos se me hacen huéspedes. Con esfuerzo olvido el llanto que me cause ver en algún rincón mi nombre de pila o la inicial perdida del apelativo que ya nadie reconoce.

Confidencias afanosas o malignas me hacen saber que las Directivas tratan el conflicto de suprimir el nombre que se les ha quedado fijo como una alcayata. Sé que quienes votan por el aniquilamiento, encuentran tibia resistencia en románticos añorantes de la firma que no tiene valor para desterrarla de su paginario.

Un sudor no exento de amargura me hace cavilar en la manera de liberarlos a todos de la pesantez de mi nombre, cuyas letras cadavéricas encenizan sus revistas. He llegado a sentir agradecimiento cuando alguien lo suprime sin ceremonias. Insoportable es irse muriendo a pedazos, mejor dicho a letras; un puntillo hoy y un acento mañana; ahora el rasgo de la T no aparece; más adelante la diéresis y luego la r y la m y aún la Y, que es tan poco socorrida en nuestro idioma. ¡Lo capto todo! La fisura de mis tímpanos recoge las murmuraciones y a pesar de núbiles cataratas que entresolan mis pupilas, adivino el desdén y las muecas de repudio. Con las yemas de mis dedos palpo negativas y razones. En la rajadura de mis labios y en mi lengua reseca, sopla el aire salado que dispersa mi nombre. Padezco comentarios y juicios sin poder darme a la fuga: “Dicen que está ciega”. “Bueno…. estar ciega es estar muerto”.

A veces rampo, me agazapo, ruego hasta redacciones donde otrora pidieron de rodillas mi colaboración eterna y, disimulan mi presencia.

Un terror supersticioso me invade, un terror ajeno a vanidades y esperanzas: la certidumbre de que en cuanto la última letra se esfume y el punto final se diluya sobre el papel como una lágrima, mi vida, mi frágil e inútil vida, será un renglón en blanco.

jueves, 18 de agosto de 2011

LAS PARTES NOBLES

Aprovechando que ya se viene la nueva temporada de THE WALKING DEAD, un cuento de zombies:


LAS PARTES NOBLES
Les Daniels

En vida había sido enorme, pero difícilmente una amenaza; sus doscientos kilos eran todo grasa y no músculo. En realidad, le costaba mucho moverse.

Pero ahora a casi todo el mundo le costaba mucho moverse. Los músculos, los tendones, los huesos, eran blandos como el cieno, blandos como la putrefacción, blandos como los suyos.

Pero él era más grande.

En lugar de cazar con el grupo, cazaba detrás de él. Esperaba hasta que abatían a una víctima, y sólo entonces se movía para ayudar a matarla. Los otros del grupo no parecían advertir lo que hacía, nunca se oponían a él cuando los apartaba con su enorme mole. Ellos sólo tenían ojos para la carne, y caían allí donde él les empujaba cuando se inclinaba sobre el comedero escarlata y cogía las partes nobles.

Si quedaba algún resto de pensamiento en su gelatinoso cerebro, habría sido expresado en estas tres palabras: las partes nobles.

Siempre le habían gustado las partes nobles, incluso cuando estaba vivo. Le habían gustado en sus libros, y los leía una y otra vez, marcando los márgenes en rojo para que fuera más fácil encontrarlas la próxima vez. Y le habían gustado en las películas. En realidad nunca fue al cine (los asientos eran demasiado pequeños), pero eso no importaba, ya que tenía su vídeo. Podía sentarse en la oscuridad y ver las partes nobles una y otra vez. Adelante y atrás, adelante y atrás. Dentro y fuera. Arriba y abajo. Y mientras miraba, comía.

Tenía libros como Orgía en el gimnasio del instituto, y Harlots en autostop, tenía películas como Romance con Pene y Debbie se hace Dallas, y tenía revistas como Castores ansiosos y Caliente. En cierto modo, las revistas eran lo mejor: si encontraba una con el adecuado tipo de fotografías, no contenía más que partes nobles.

Pero todo eso era en los días antes de que la civilización se hundiera, antes de que los muertos se alzaran para devorar a los vivos. Ahora era incluso mejor. En otro tiempo, se limitaba a mirar las partes nobles y a atiborrarse de comida, pero ahora había alcanzado su destino. Ahora se comía las partes nobles.

No se daba cuenta de lo seguro que estaba; no comprendía que el ser grande y lento le mantenía apartado de las luchas hasta que se habían terminado y los vivos estaban abatidos. Las partes nobles eran difíciles de alcanzar, pero ahí también tenía suerte: los cazadores más rápidos seguían tirando de las extremidades, brazos y piernas y cabezas, cuando se levantaba y se abría paso como una apisonadora hacia las partes nobles. A veces tenía que conformarse con un pecho o una nalga, pero casi siempre obtenía lo que realmente deseaba. Su comida favorita sabía a pescado y a queso fundido pringado con orina: nadie tenía tiempo de bañarse.

Sus dientes amarillos estaban cubiertos de vello púbico y membrana mucosa; nunca se los lavaba.

Tal vez cuando estuviera vivo fuera un sexista, pero todo eso quedaba ya muy atrás. Ahora se comía las partes nobles de cualquiera.

Era virgen.

No había mucho que hacer excepto comer y buscar más comida. Un día fue a la librería Naughty Nite, y casi la recordó. Por allí rondaba parte de la habitual multitud, chocando contra las paredes y gimiendo con desmayo porque no había comida en el lugar. Se marcharon, pero él se demoró. Cogió una revista llamada Ballin. No podía leer el título, pero podía ver las fotografías, y todavía seguía mirándolas cuando salió de la tienda y se encontró en un pequeño apartamento en la parte de atrás. El sofá parecía acogedor. Se sentó en él unos minutos para ver su revista, y luego salió por comida, pero más tarde volvió. Tenía que ir a algún sitio.

Tenía una casa.

De vez en cuando algunos amigos le seguían a su casa (también ellos tenían que ir a algún sitio), pero después de rondar por allí unos minutos, decidían que allí no pasaba nada y se marchaban. Nadie le comprendía.

Había escasez de comida. A veces apenas valía la pena levantarse. Al cabo de unos meses tenía ya toda una colección de revistas, y estaba perdiendo los dientes. Se le cayeron algunos dedos.

Pero es necesario comer, de modo que a veces hacía el esfuerzo de levantarse a buscar el almuerzo. Toda la gente que veía en la calle tenía aspecto triste. En la ciudad resonaban sus aullidos. Algunos intentaron comerse unos a otros, pero la carne estaba podrida y la tendencia no arraigó.

Un día le siguió a casa una hembra, y él advirtió que se le veían las partes nobles. Parecía la fotografía de una revista. Bueno, se parecía bastante. Algunos instintos nunca mueren.

Tuvo un arranque de inspiración, y luego tuvo una esposa.

A ella no pareció importarle. Cuando él se apartó, vagamente confuso, dejó el pene dentro de ella. En realidad nunca lo echó de menos. De todas formas, estaba demasiado podrido para comérselo.

Después de aquello, cazaban juntos. Las presas eran escasas. Una vez consiguió unos bocados de una pierna, que no era lo que le apetecía tomar aquella noche, pero era mejor que nada. No advirtió que ella estaba engordando, a pesar de que apenas comían.

Un día ella le llevó a un supermercado, un lugar que ella conocía casi tan bien como conocía él la librería Naughty Nite. Le enseñó cómo funcionaba un abrelatas. A él no le interesaba realmente, y no prestó mucha atención a la comida, pero ella la devoraba como si aún estuviera caliente y fresca.

Por supuesto, él no sabía que pronto sería padre.

Al fin y al cabo, ¿quién sabía lo que un zombi podía hacer?

Los científicos humanos que los estudiaron tenían otras cosas en que pensar antes que en la posibilidad de una sexualidad zombi. Los zombis parecían estar demasiado ocupados con la satisfacción oral para que nadie se preocupara por sus genitales. Nadie tenía ya porquerías en la cabeza; en lugar de eso, sus cuerpos eran una porquería.

Pero la hembra estaba preñada. Estaba esperando. Estaba, como solía decirse, llena de vida. Y se sabe que podría haber ocurrido, porque ocurrió.

La hembra comenzó a ir regularmente al supermercado, y volvía a casa con todas las latas que podía. Él no le veía mucho sentido a aquello, pero comenzó a ir con ella para ayudarla. Era algo que hacer.

Sus amigos pensaron que estaban locos.

En realidad, ya no veían tanto a sus amigos. Muchos de ellos se estaban desmembrando, sobre todo los delgados. En el aire flotaba la decadencia. En la calle yacían tirados trozos de cuerpos- Algunos se movía y otros no. De pronto se puso de moda estar gordo: eso hacía más fácil seguir de una pieza. La mole era bella.

Cuando por fin llegó el día, el parto fue poco ortodoxo. El bebé simplemente se arrastró hacia el exterior a través del abultado vientre de su madre, después de lo cual la hembra tuvo ciertos problemas de recuperación. De hecho, se desgarró por la cintura, y habría muerto de estar viva. Apuntaló la mitad superior de su cuerpo en un retrete y lo alimentaba de tanto en cuando, pero fue perdiendo interés y se desintegró.

El bebé era una niña, y era humana.

La primera vez que se dio cuenta de ello, casi le arranca un trozo de un buen mordisco, pero de pronto advirtió que había algo raro. Sus partes nobles aún no eran realmente buenas para comer. No estaba todavía madura.

Era tentador, eso sin duda, pero por lo que él sabía, aquélla era la última comida fresca que vería jamás. Deseaba esperar. Deseaba cuidarla. Deseaba que su última comida fuera un banquete perfecto. No sólo estaría ella más madura, sino que también sería más grande. Incluso podría invitar a algunos a la fiesta.

Pero no esperaron a las invitaciones. Sólo unos días después, mientras él, con sus muñones, metía una sopa concentrada de pollo con fideos en la boquita rosada de su hija, oyó a los de la vieja pandilla trasteando torpemente por la librería; sus voces se alzaban en famélica coral. Era muy propio de ellos estropearle su sorpresa.

Sentía un impulso protector hacia su única hija, y seguía siendo el hombre más grande de la ciudad. Cerró la puerta que daba a su casita y apoyó su gigantesca masa contra ella. Naturalmente los zombis intentaron echarla abajo, pero los que se vinieron abajo fueron muchos de ellos en cambio. Los brazos y las piernas se les rompían como spaguetti crudos. Algunos de ellos se alejaron reptando como pudieron, y otros ni se molestaron, pero ninguno entró. Simplemente se descompusieron y se licuaron y se fundieron con las tablas del suelo de la librería Naughty Nite.

La chiquilla estaba bien. Creció fuerte a través de días y semanas y meses que pasaban a toda prisa, y menos mal que así era, porque su padre estaba definitivamente más débil cada vez. Las páginas caían del calendario y de él caían trozos. Seguía esperando, pero la verdad es que había esperado demasiado. Ahora era ella la que abría las latas y le alimentaba a él. No le quedaban dientes, bueno, en realidad no le quedaba mucho de la boca, pero ella embutía alegremente lo que podía en sus fauces goteantes y fétidas. Él no se podía mover. Estaba atrapado en el sofá, era una ulcerosa montaña de pus. Después de la cena, ella trepaba a su regazo y le volvía las páginas de sus revistas favoritas, y disfrutaban juntos de ellas. A ella le gustaban aquellas curiosas fotos, y ellos eran rosados igual que ella.

Papá era gris y verde.

No podemos seguir así, habría dicho él, pero no podía hablar, y tampoco podía pensar mucho. Naturalmente, aquello no era nada nuevo, pero sintió vagamente que las cosas se le escapaban de las manos cuando una noche ella se sentó en su rodilla y se hundió en ella hasta los sobacos. Se echó a reír y palmeó ante la bromita de su papá, y él, como respuesta, emitió una especie de suspiro, pero aquello fue todo.

A la mañana siguiente, cuando ella se despertó, papá se había filtrado por el sofá y estaba desparramado en la alfombra. Al principio pensó que tal vez era una broma, pero unos días más tarde decidió que tenía que hacer frente a los hechos. Hacía un tiempo que se preguntaba acerca de él, pero ya no podía haber dudas:

Papá había pasado a la historia.

Se quedó por allí un tiempo, sólo para estar segura, advirtió que se le agotaban las reservas de comida, lloró unos minutos y luego anadeó hacia la puerta. Con el abrelatas por toda arma, se lanzó desnuda al mundo.

Había huesos y charcos aquí y allá, pero nada se movía. Ella sobreviviría, y quizás encontrara a otros como ella, nuevos humanos nacidos del deseo de muertos. Podrían vivir cerca de un local de pornografía, donde sólo se deseaba el deseo. Incluso podría haber, con el tiempo, un brote de nueva vida.

Había visto los libros de su padre y sabía qué hacer con las partes nobles.

domingo, 7 de agosto de 2011

RESUMEN MENSUAL DE CINE

Muy breves reseñas de las películas (más o menos recientes) que vi en Julio:

BUENAS

I SAW THE DEVIL, de Jee-woon Kim, es una mezcla de Seven y Oldboy. Además, el director fue el responsable de la deliciosa A tale of two sisters. ¿Necesito decir más?

LA CUERDA FLOJA, de Nuria Ibañez, es un documental que nos muestra la vida de una familia dedicada al circo. Hermosa, profunda, poética... Elisa Miller, directora de la infame Vete más lejos, Alicia, debería aprender de Nuria.

AMANTES, de James Gray, retrata a la perfección de lo que se trata el amor: a quien amas no te ama y tienes que conformarte con quien te ame. Joaquin Phoenix nos regala una gran actuación.


REGULARES


ACTIVIDAD PARANORMAL TOKIO, de Toshikazu Nagae, pintaba muy mal, pero no me molestó en absoluto. Como ya sabemos de que va este tipo de películas, algunas cosas resultan obvias, pero todo cuadra. De hecho, si ves las tres versiones que lleva esta franquicia sin decirte cuál es la original, estoy seguro que dirías que Tokio es la original y las otras las secuelas.

SPLINTER, de Toby Wilkins, es una película que nos regala a un monstruo muy diferente. Original, aunque los personajes caen en el estereotipo.


MALAS


MY SOUL TO TAKE (Espíritus): han quedado muy lejos los días en que Wes Craven creó películas inmortales como Pesadilla en la calle del infierno y La serpiente y el arcoiris. Esta película trata de unos adolescentes que bla, bla, bla.


THE HUMAN CENTIPEDE, de Tom Six, es de las películas más sobrevaloradas que he visto. La idea sonaba interesante, pero el guión y las actuaciones están para llorar. Lo peor, es que ya viene la segunda parte...


VIEJITA PERO CHIDITA


THE TINGLER (El aguijón de la muerte), de William Castle y protagonizada por el gran Vincent Price, es una teoría bastante original acerca del miedo. Después de verla, no dudarás en gritar cada que algo te espante.


THEATER OF BLOOD (El mercader de la muerte), de Douglas Hickox y protagonizada (de nuevo) por Vincent Price, es una delicia para los seguidores del teatro, en especial de Shakespeare, pues se recrean algunas excelentes muertes de sus obras.

IT CAME FROM OUTER SPACE (Llegó del más allá), de Jack Arnold y en 3D, es una gran historia (cortesía de Ray Bradbury) acerca de una posible conquista marciana.


CUADRO DE HONOR

MARATÓN DE GRAJALES EN 3D:
It came from outer space
Catwomen from the moon
Abraa Ka Dabraa
The stewardess

NEUROMARATÓN (Ay dolor, ya me traes de encargo)
Annie Hall
Garden state
Who´s afraid of Virginia Woolf?
Las lágrimas del tigre negro






martes, 2 de agosto de 2011

DEL ASESINATO CONSIDERADO COMO UNA DE LAS BELLAS ARTES

Resumen de DEL ASESINATO CONSIDERADO COMO UNA DE LAS BELLAS ARTES (Primer artículo, 1827), de Thomas De Quincey que interpreté, cuchillo en mano, en la clase de Ensayo:


Buenas noches.

Bienvenidos a la Sociedad de Expertos en el Asesinato.

Nuestro comité me ha otorgado el honor de hablarles sobre el asesinato considerado como una de las bellas artes. Porque un buen asesinato requiere algo más que dos necios, uno que mata y otro que muere, un cuchillo, una bolsa y un callejón oscuro.

Pero antes de comenzar me gustaría dirigir unas palabras a ciertos mojigatos que tachan de inmoral a nuestra Sociedad. ¡Inmoral! ¡Qué Júpiter nos asista! Estoy y siempre estaré a favor de la moralidad, la virtud y todas esas cosas. Firmemente mantengo que el asesinato está en una línea de conducta indebida, de lo más indebida. Y no me cansaré de decir que todo aquél que se dedica al asesinato razona de forma muy equivocada y que sus principios son erróneos... Pero una vez cometido el asesinato, ¿qué podemos hacer?, sino contemplarlo estéticamente (como dicen los alemanes), es decir, en relación con el buen gusto.

No es de asombrar que se asesine a príncipes y a estadistas. De sus muertes dependen a menudo los cambios importantes y están expuestos a convertirse en objetivo de todo artista dominado por las ansias de lograr un efecto escénico. Guillermo I de Orange, los tres Enriques franceses, el duque de Buckingham, Gustavo Adolfo y Wallenstein: siete obras espléndidas.

Otra clase de asesinatos que ha prevalecido desde principios del siglo XVII es el asesinato de filósofos. Es un hecho que todo filósofo inminente de los dos últimos siglos ha sido asesinado o, por lo menos, ha estado muy cerca de serlo; hasta el punto de que si un hombre se llama así mismo filósofo y nunca han atentado contra su vida pueden estar seguros de que no merece la pena. Descartes, Kant, Spinoza, Hobbes… Aunque muchos, como Locke, incomprensiblemente pasearon sus cuellos por el mundo sin que nadie condescendiera a cortárselos.

Ahora pronunciaré unas cuantas palabras sobre los principios del asesinato. Las ancianas y las turbas de lectores de periódicos se contentan con poco, siempre que la cosa sea lo bastante sangrienta. Pero las personas con sensibilidad, como nosotros, esperamos algo más.

Hablemos, pues, del tipo de víctima más idónea para los propósitos del asesinato. Resulta evidente que la víctima debe ser una buena persona, no queremos una lucha de titanes. Recuerden que la finalidad última del asesinato, considerado como una de las bellas artes, es precisamente la misma que Aristóteles asigna a la tragedia, es decir: purificar el corazón mediante la compasión y el temor.

Nuestra elección no debe recaer en un personaje público. Existen personajes que todo mundo ha oído hablar de ellos pero que nadie ha visto; se han convertido en una idea abstracta, como el Papa. No vale desperdiciar nuestro talento en ese tipo de personajes. Pero si ese personaje organiza cenas y se le ve seguido en público, no hay nada impropio en asesinarlo.

El sujeto elegido debe gozar de buena salud. ¡Es de auténticos bárbaros asesinar a una persona enferma!

Algunos sugieren que el sujeto elegido debe tener hijitos pequeños, con el fin de dar mayor profundidad al patetismo. Eso lo dejo a su consideración.

En cuanto al momento, el lugar y las herramientas lo platicaremos en la siguiente conferencia.

Para terminar, tengo que confesar que no soy ningún profesional. Nunca he atentado contra la vida de nadie, salvo en 1801, contra la de un gato; y la cosa terminó de un modo muy distinto del que yo esperaba. Mi intención, lo reconozco, era simple y llanamente asesinar al animal. Así que a la una de la mañana, en una noche oscura, bajé las escaleras en busca del gato Tom, con el animus, y sin duda con la diabólica expresión de un asesino. Encontré al gato saqueando el pan y otros enseres.

Levanté el refulgente acero y me imaginé, como Bruto, elevándome de entre las multitudes patriotas. Y al hendir el filo el nombre de Tulio enardecidamente alabé, y al padre de la patria con un ¡salve! aclamé.

Desde entonces, todo deseo pasajero de atentar contra la vida de un anciano carnero, una gallina vetusta o un cervatillo, queda preso en el más profundo secreto de mi pecho, que para las más altas esferas del arte, me confieso enteramente incapaz.

Gracias.

jueves, 28 de julio de 2011

FILM

FILM
Ricardo Bernal


Los tres negros, lentes oscuros y dientes de oro, entran al restaurante chino cantando gospel. Cuando todos los comensales los miran, muestran sus revólveres y dicen las palabras mágicas: éste es un asalto, que nadie se mueva. Entonces, cuatro mafiosos rusos que comían tranquilamente sus sopas de cebolla, sacan las metralletas de sus estuches y encañonan a los negros. En la cocina, el chef busca la granada que tiene escondida en una de las alacenas. Afuera se oyen gritos, órdenes bruscas, el ejército alemán hace sus últimas maniobras: los toscos tanques entran como orugas por las principales arterias provocando el caos y el horror en las multitudes. De las tumbas de los cementerios cercanos y lejanos, comienzan a brotar zombis enloquecidos; huelen mal y no descansarán hasta comerse la última partícula de carne de la última vértebra del último esqueleto humano. De pronto los cielos se oscurecen: decenas de miles de platillos voladores han llegado a la Tierra; sus tripulantes, pegajosos y azules, mueven sus tentáculos y preparan sus sofisticadas armas de rayos láser para la guerra de conquista. En su hipogeo secreto, el lóbrego sacerdote lee en voz alta un libro de conjuros: Yog-Sothoth y Cthulhu despiertan de su letargo de eones y se filtran lentamente desde otro plano dimensional, lentos, obscenos, olisquéandolo todo… Arriba, en su sala de controles, Dios se pone un guante blanco, abre la puertita transparente y se dispone a apretar, de una vez por todas, el botón rojo que destruirá para siempre este mundo tan aburrido.

lunes, 25 de julio de 2011

EL ÁRBOL DE LA BUENA MUERTE

EL ÁRBOL DE LA BUENA MUERTE
Héctor G. Oesterheld


María Santos cerró los ojos, aflojó el cuerpo, acomodó la espalda contra el blando tronco del árbol.

Se estaba bien allí, a la sombra de aquellas hojas transparentes que filtraban la luz rojiza del sol.

Carlos, el yerno, no podía haberle hecho un regalo mejor para su cumpleaños.

Todo el día anterior había trabajado Carlos, limpiando de malezas el lugar donde crecía el árbol. Y había hecho el sacrificio de madrugar todavía más temprano que de costumbre para que, cuando ella se levantara, encontrara instalado el banco al pie del árbol.

María Santos sonrió agradecida; el tronco parecía rugoso y áspero, pero era muelle, cedía a la menor presión como si estuviera relleno de plumas. Carlos había tenido una gran idea cuando se le ocurrió plantarlo allí, al borde del sembrado.

Tuf-tuf-tuf. Hasta María Santos llegó el ruido del tractor. Por entre los párpados entrecerrados, la anciana miró a Marisa, su hija, sentada en el asiento de la máquina, al lado de Carlos.

El brazo de Marisa descansaba en la cintura de Carlos, las dos cabezas estaban muy juntas: seguro que hacían planes para la nueva casa que Carlos quería construir.

María Santos sonrió; Carlos era un buen hombre, un marido inmejorable para Marisa.

Suerte que Marisa no se casó con Larco, el ingeniero aquel: Carlos no era más que un agricultor, pero era bueno y sabía trabajar, y no les hacía faltar nada.

¿No les hacía faltar nada?

Una punzada dolida borró la sonrisa de María Santos.

El rostro, viejo de incontables arrugas, viejo de muchos soles y de mucho trabajo, se nubló.

No, Carlos podría hacer feliz a Marisa y a Roberto, el hijo, que ya tenía 18 años y estudiaba medicina por televisión.

No, nunca podría hacerla feliz a ella, a María Santos, la abuela...

Porque María Santos no se adaptaría nunca -hacía mucho que había renunciado a hacerlo- a la vida en aquella colonia de Marte.

De acuerdo con que allí se ganaba bien, que no les faltaba nada, que se vivía mucho mejor que en la Tierra, de acuerdo con que allí, en Marte, toda la familia tenía un porvenir mucho mejor; de acuerdo con que la vida en la Tierra era ahora muy dura...

De acuerdo con todo eso; pero, ¡Marte era tan diferente!...

¡Qué no daría María Santos por un poco de viento como el de la Tierra, con algún "panadero" volando alto!

- ¿Duermes, abuela? - Roberto, el nieto, viene sonriente, con su libro bajo el brazo.

- No, Roberto. Un poco cansada, nada más.

- ¿No necesitas nada?

- No, nada.

- ¿Seguro?

- Seguro.

Curiosa, la insistencia de Roberto; no acostumbraba a ser tan solícito; a veces se pasaba días enteros sin acordarse de que ella existía.

Pero, claro, eso era de esperar; la juventud, la juventud de siempre, tiene demasiado quehacer con eso, con ser joven.

Aunque en verdad María Santos no tiene por qué quejarse: últimamente Roberto había estado muy bueno con ella, pasaba horas enteras a su lado, haciéndola hablar de la Tierra.

Claro, Roberto no conocía la Tierra; él había nacido en Marte, y las cosas de la Tierra eran para él algo tan raro, como cincuenta o sesenta años atrás lo habían sido las cosas de Buenos Aires -la capital-, tan raras y fantásticas para María Santos, la muchachita que cazaba lagartijas entre las tunas, allá en el pueblito de Catamarca.

Roberto, el nieto, la había hecho hablar de los viejos tiempos, de los tantos años que María Santos vivió en la ciudad, en una casita de Saavedra, a siete cuadras de la estación.

Roberto le hizo describir ladrillo por ladrillo la casa, quiso saber el nombre de cada flor en el cantero que estaba delante, quiso saber cómo era la calle antes de que la pavimentaran, no se cansaba de oírla contar cómo jugaban los chicos a la pelota, cómo remontaban barriletes, cómo iban en bandadas de guardapolvos al colegio, tres cuadras más allá.

Todo le interesaba a Roberto, el almacén del barrio, la librería, la lechería... ¿No tuvo acaso que explicarle cómo eran las moscas? Hasta quiso saber cuántas patas tenían...

¡Cómo si alguna vez María Santos se hubiera acordado de contarlas! Pero, hoy, Roberto no quiere oírla recordar: claro, debe ser ya la hora de la lección, por eso el muchacho se aparta casi de pronto, apurado.

Carlos y Marisa terminaron el surco que araban con el tractor. Ahora vienen de vuelta.

Da gusto verlos; ya no son jóvenes, pero están contentos.

Más contentos que de costumbre, con un contento profundo, un contento sin sonrisas, pero con una gran placidez, como si ya hubieran construido la nueva casa. O como si ya hubieran podido comprarse el helicóptero que Carlos dice que necesitan tanto.

Tuf-tuf-tuf... El tractor llega hasta unos cuantos metros de ella; Marisa, la hija, saluda con la mano, María Santos sólo sonríe; quisiera contestarle, pero hoy está muy cansada.

Rocas ondulantes erizan el horizonte, rocas como no viera nunca en su Catamarca de hace tanto. El pasto amarillo, ese pasto raro que cruje al pisarlo, María Santos no se acostumbró nunca a él. Es como una alfombra rota que se estira por todas partes, por los lugares rotos afloran las rocas, siempre angulosas, siempre oscuras.

Algo pasa delante de los ojos de María Santos.

Un golpe de viento quiere despeinarla.

María Santos parpadea, trata de ver lo que le pasa delante.

Allí viene otro.

Delicadas, ligeras estrellitas de largos rayos blancos...

¡"Panaderos"!

¡Sí, "panaderos", semillas de cardo, iguales que en la Tierra!

El gastado corazón de María Santos se encabrita en el viejo pecho: ¡"Panaderos"!

No más pastos amarillos: ahora hay una calle de tierra, con huellones profundos, con algo de pasto verde en los bordes, con una zanja, con veredas de ladrillos torcidos...

Callecita de barrio, callecita de recuerdo, con chicos de guardapolvo corriendo para la librería de la esquina, con el esqueleto de un barrilete no terminando de morirse nunca, enredado en un hilo del teléfono.

María Santos está sentada en la puerta de su casa, en su silla de paja, ve la hilera de casitas bajas, las más viejas tienen jardín al frente, las más modernas son muy blancas, con algún balcón cromado, el colmo de la elegancia.

"Panaderos" en el viento, viento alegre que parece bajar del cielo mismo, desde aquellas nubes tan blancas y tan redondas...

"Panaderos" como los que perseguía en el patio de tierra del rancho allá en la provincia.

¡"Panaderos"!

El pecho de María Santos es un gran tumulto gozoso.

" Panaderos" jugando en el aire, yendo a lo alto.


Carlos y Marisa han detenido el tractor.

Roberto, el hijo, se les junta, y los tres se acercan a María Santos.

Se quedan mirándola.

- Ha muerto feliz... Mira, parece reírse.

- Sí... ¡Pobre doña María!...

- Fue una suerte que pudiéramos proporcionarle una muerte así.

- Sí... Tenía razón el que me vendió el árbol, no exageró en nada: la sombra mata en poco tiempo y sin dolor alguno, al contrario

- ¡Abuela!... ¡Abuelita!

jueves, 21 de julio de 2011

OBITUARIO


Miguel Antonio Lupián Soto, mejor conocido como Mortinatos, murió el 4 de Agosto a la edad de 66 años.

Cuentista, músico y cineasta. Autor de una docena de libros de cuentos que, si bien no fueron aclamados por la crítica, se volvieron obras de culto en el pequeño círculo literario fantástico del país. Sobresalen: “Los sueños de la noche”, “Casa de horror y de violetas”, “La puerta de neón” y “Efímera”.

Acompañado por Ana, su eterna cómplice, creó una productora cinematográfica independiente (KGB) que engendró las cintas de terror más interesantes de la época.

No conformes, crearon una gaceta de cine y literatura fantástica (Mortinatos) que dio a conocer a varios jóvenes talentos. Además, impartieron cursos y talleres del mismo género.

Sin embargo, todo se vino abajo con la abrupta y misteriosa muerte de Ana. Mortinatos no volvió a publicar ni a filmar: desapareció.

Después de muchos años, algunos entusiastas afirmaban haberlo visto deambulando en el Parque Hundido o en la Cineteca Nacional con los bolsillos del pantalón llenos de croquetas para gatos y hablando solo.

Su deambular concluyó el pasado 4 de Agosto en las antiguas instalaciones de la KGB. Los vecinos, después de soportar noches enteras el maullido lastimero de los gatos, decidieron entrar a la fuerza.

Encontraron a Mortinatos sin vida recostado en un sillón. Con los gatos agazapados a sus pies, su rostro invadido por una sonrisa y aferrando un libro de pastas gruesas de título Necronomicón.

lunes, 18 de julio de 2011

DELIRIO DE LA MANDRÁGORA

Hace unos días, en una deliciosa coincidencia, escuché en REACTOR una cápsula cultural que me atrapó. Era un texto que trataba de una mandrágora y era narrada por su propio autor.

El texto se llamaba Delirio de la mandrágora y el autor Eduardo Lizalde.

Hoy, en otra deliciosa coincidencia, encontré en EL SÓTANO el Manual de flora fantástica, que incluye el texto de la mandrágora.

Disfruten:


DELIRIO DE LA MANDRÁGORA
Eduardo Lizalde

Criatura y texto son, en este caso, la entornada puerta entre dos reinos y dos libros.

Dice Borges, en su libro y en su reino, que la Mandrágora “confina con el reino animal, porque grita cuando la arrancan”. Da crédito el gran ciego a Shakespeare por recordar esa leyenda antigua en labios de Julieta: cuando ella ingiere el bebedizo que ha de fingir su muerte, habla en efecto de la Mandrágora, silvestre monstruo antropomorfo cuyos aullidos lastimeros provocan la inmediata locura en quien los oye, si alguien osa desterrar la planta, desencajarla de la tierra, desarraigarla del siniestro vientre maternal del que succiona sus fétidos humores.

Se supone que Shakespeare no leyó al Bandello, ni tampoco al precursor Luigi Da Porto, que por primera vez sitúa en Verona el drama de los Montecchi y de los Capelletti, según Dante (que alude a sus reyertas), unos de Verona y otros de Cremona. El Cisne de Avon leyó en cambio las posteriores versiones de William Painter y la réplica en verso de Arthur Broke, tomada de una conocida traducción francesa de Boisteau, apodado Launay y Bell Forest. Todas estas historias hablan del brebaje que adormecerá a Julieta, aunque no hacen mención de la Mandrágora.

Pero aparte del buen verso y la fortuna teatral con que Shakespeare introduce en cuatro líneas la leyenda, para subrayar con un trasfondo tenebroso los presentimientos y pavores expresados por la joven, ninguna aportación novedosa hace con ello. El mito y el cultivo de los jugos de la mandrágora constan, a lo largo de milenios, en las páginas sagradas y profanas de todas las culturas y literaturas. En el siglo XVI, decir como Cleopatra a Carmiana (Shakespeare, Marco Antonio y Cleopatra): “Give me to drink Mandragora”, para dormir un poco y soportar la ausencia del amante, era como decir, hoy día: “Dame un Válium 10”.

Y en el antiguo Egipto, precisamente, como lo confirman los modernos investigadores de la flora alucinógena (Evans Shultes y Hofmann, por ejemplo), y tal se inscribe en el papiro Ebers (más de 1500 años antes de Cristo), ya se experimentaba a fondo con brebajes de solanáceas como el beleño, planta hermana de la mandrágora y la belladona, cuya común sustancia, la escolapina, es el indudable elemento psicoactivo o bien “el que ofende principalmente al celebro, templo y domicilio del alma”, diría en el siglo XVIII el Diccionario de Autoridades, al describir los efectos de la mandrágula.

Entre los vegetales, que habitaron la tierra varios miles de millones de años antes que las especies zoológicas, se encuentra seguramente el verdadero eslabón perdido del género humano, y no entre los arcaicos antropoides, como creía Darwin. Era clorofila y no sangre lo que corría por las venas del verdadero Adán.

Paracelso, médico malogrado pero poeta feliz, afirma que para la factura del cuerpo humano, el creador hizo uso del limus terrae, arcilla peculiar que no es más que un “extracto” de todos los seres previamente creados. Así el hombre (este mutante del mundo natural, como lo llamaríamos hoy), es resultado de una cierta inspirada operación química y culinaria que, sin embargo, tuvo alto precio, pues en el hombre, primariamente un compuesto de sal, sulfuro y mercurio, como todos los seres, tales elementos místicos se desunieron, dejaron de convivir armónicamente, y esa es la causa de la enfermedad de la raza humana, incurable a la fecha, como preconizó Paracelso.

Se enfermaron así, y enloquecieron, algunas desarrolladas criaturas del reino vegetal, como las que nos ocupan. En su inconmensurable tránsito de organismos inmóviles por el tiempo y la tierra, estas máquinas de sublimada y verde perfección, detectaron en las profundidades del planeta yacimientos suntuosos: minas inagotables de alcaloides deletéreos, mares hirvientes de sustancias hipnóticas y mortíferas, piélagos subterráneos de infinitas partículas tóxicas, incandescentes y turbadoras como el enjambre mayúsculo de la comba celeste.

Se dice que longevas en extremo, como el árbol Drago, uno de cuyos ejemplares tenía la edad de las pirámides egipcias de la IV dinastía (Frazer), las mandrágoras son las capitanas, las hechiceras mayores entre las alucinógenas, y aunque en términos botánicos se reconoce como plantas “perennes” a las que viven más de dos o tres años, las mandrágoras no mueren: sólo sus enormes hojas dentadas se consumen, pero bajo el suelo se extiende la descomunal raigambre de todas sus parientes, la red de sus tentáculos que abrevan sin cesar bajo el lecho inhollado de los mares y el corazón sombrío de los más hondos círculos del Tártaro.

Si del sueño delirante de la Mandrágora y otras potentes socias suyas, como el peyote mexicano o el Ginseng de los chinos (también antropomorfo), estimulados ellos mismos por la contención de sus caldos y esencias prodigiosas, hubieran surgido las abominaciones y los seres bizarros que pueblan este libro, otro gallo nos cantara. Aquí se mezclan sólo imágenes cobradas, con paciente mana, de la tradición literaria universal, de las mitologías y del vastísimo arsenal de las supersticiones populares. Ya lo ha dicho Borges en el prólogo de su Manual de Zoología fantástica, al que simplemente se rinde otro homenaje con la presente colección: “La zoología de los sueños es más pobre que la zoología de Dios”.

Prosigo entonces, con lo que tenemos, en tanto la Mandrágora no incurra en el delirio de aprender a manejar la pluma.

jueves, 14 de julio de 2011

EFÍMERA

Te invito a que visites mi nuevo sitio en Tumblr: EFÍMERA.



En EFÍMERA intentaré publicar una minificción diaria hasta que se me fría el cerebro.

Así que si te sobra un minuto al día, visita EFÍMERA.


Nota: MORTINATOS seguirá funcionando normalmente.

lunes, 11 de julio de 2011

HAY TIGRES

HAY TIGRES
Stephen King


Charles necesitaba angustiosamente ir al lavabo. Ya era inútil engañarse diciendo que podía esperar al recreo. Su vejiga protestaba desesperadamente, y Miss Bird le había descubierto retorciéndose.

Había tres profesoras en el tercer grado de la Escuela Elemental de Acorn Street. Miss Kinney era joven y rubia y llena de vivacidad. Mrs. Trask tenía la hechura de un almohadón moruno, se peinaba con trenzas y se reía ruidosamente. Y luego, estaba Miss Bird.

Charles había sabido que terminaría con Miss Bird. Lo había sabido. Había sido inevitable. Porque era obvio que Miss Bird quería destruirle. No permitía que los niños fueran al sótano. El sótano, explicó Miss Bird, era donde se guardaban las calderas de la calefacción, y las señoras y los caballeros bien educados jamás irían allí, porque los sótanos eran lugares feos, viejos y llenos de hollín. Las jóvenes y los caballeros, repitió, no bajan al sótano. Van al cuarto de baño, dijo.

Charles volvió a retorcerse. Miss Bird le miró.

-Charles -dijo claramente, señalando Bolivia con el puntero-, ¿no necesitas ir al baño?

Cathy Scott, que tenía el pupitre delante de él, se rió pero cubriéndose prudentemente la boca con la mano.

Kenny Griffin hizo una mueca y dio una patada a Charles por debajo del pupitre. Charles se ruborizó.

-Di algo, Charles -insistió Miss Bird, vivamente-. Necesitas... (dirá orinar, siempre dice orinar)

-Sí, Miss Bird.

-¿Sí qué?

-Que tengo que ir al só..., al baño.

Miss Bird sonrió.

-Muy bien, Charles. Puedes ir al baño a orinar. ¿Es eso lo que necesitas hacer? ¿Orinar?

Charles bajó la cabeza, abrumado.

-Muy bien, Charles. Puedes ir. Y la próxima vez, por favor, no esperes a que te lo pregunte.

Risitas generales. Miss Bird golpeó su mesa con el puntero.

Charles recorrió el pasillo hasta la puerta, con treinta pares de ojos clavados a su espalda y cada uno de esos niños, incluida Cathy Scott, sabía que iba al baño a orinar. La puerta estaba a una distancia tan larga como un campo de fútbol. Miss Bird no siguió con la clase, sino que mantuvo silencio hasta que él hubo abierto la puerta, pasado el vestíbulo milagrosamente vacío, y vuelto a cerrar la puerta.

Anduvo hacia el baño de los chicos... (sótano, sótano, sótano, SÍ QUIERO) ... arrastrando los dedos a lo largo de la fresca tira de mosaico de la pared, dejándolos saltar sobre el tablón de anuncios con los boletines pegados con chinchetas y resbalar sobre la... (ROMPAN EL CRISTAL EN CASO DE EMERGENCIA)... superficie roja de la caja de la alarma contra incendios.

Miss Bird disfrutaba. Miss Bird disfrutaba haciéndole ruborizarse. Delante de Cathy Scott -que nunca necesitaba ir al sótano, ¿hay derecho?- y de todos los demás.

P-E-R-R-A, pensó. Lo deletreó porque el año pasado había decidido que, si se deletreaba, Dios no lo consideraba pecado.

Entró en el baño de los chicos.

Dentro estaba muy fresco, con un leve, aunque no desagradable, olor a cloro, colgado insistentemente del aire. Ahora, a media mañana estaba limpio y desierto, tranquilo y agradable, no como el maloliente y humoso cubículo del Star Theatre, en la ciudad. El baño... (¡sótano!)... estaba construido como una L, la pata corta con una hilera de pequeños espejos cuadrados sobre palanganas de porcelana y un rollo de toallas de papel... (NIBROC)... y la pata más larga con dos urinarios y tres cubículos con sus tazas.

Charles dio la vuelta a la esquina después de contemplarse, aburrido; su rostro delgado y pálido en uno de los espejos.

El tigre estaba echado al fondo, exactamente debajo de la ventanita blanca. Era un gran tigre, con rayas y manchas oscuras pintadas en su piel. Levantó la cabeza vivamente para mirar a Charles y sus ojos verdes se estrecharon. Una especie de gruñido suave como ronroneo escapó de su boca.

Los ágiles músculos se flexionaron y el tigre se levantó. Agitó la cola y golpeó con un ruidito corto los lados de porcelana del último urinario.

El tigre parecía muy hambriento y agresivo.

Charles salió precipitadamente por donde había entrado. La puerta parecía tardar años en cerrarse, neumáticamente, tras él, pero cuando lo hizo se creyó a salvo. Esta puerta solamente se abría empujándola, y no recordaba haber leído jamás, u oído, que los tigres supieran abrir puertas.

Charles se secó la nariz con el dorso de la mano. Su corazón latía con tal fuerza que podía oírlo. Seguía necesitando ir al sótano, más que nunca.

Se revolvió, bailó, y apretó la mano contra el vientre. Realmente tenía que ir al sótano. Si solamente pudiera tener la seguridad de que no se acercaría nadie, podía entrar en el de las niñas.

Estaba del otro lado del vestíbulo. Charles lo miró anhelante, sabiendo que no iba a atreverse en un millón de años. ¿Y si llegara Cathy Scott? Oh... horror de los horrores... ¿Y si la que llegara fuera Miss Bird?

Quizás había imaginado el tigre.

Abrió la puerta lo suficiente para acercar un ojo y miró. El tigre le miró a su vez desde el ángulo de la L, con los ojos de un verde resplandeciente. Charles imaginó que podía ver una minúscula manchita azul en aquel brillo profundo, como si el tigre se hubiera comido uno de sus ojos. Como si...

Una mano rodeó su cuello.

Charles lanzó un grito sofocado y sintió que tanto el corazón como el estómago se le anudaban en la garganta.

Por un momento, tuvo la terrible sensación de que iba a mojarse.

Era Kenny Griffin, sonriendo complaciente:

-Me ha mandado Miss Bird porque llevas años sin volver. Prepárate.

-Sí, pero no puedo entrar en el baño -dijo Charles medio muerto del susto que le había dado Kenny.

-¡Estás estreñido! -lanzó Kenny alegremente-. ¡Espera a que se lo cuente a Cathy!

- ¡No se te ocurra! -dijo Charles asustado-. Además, no lo estoy. Hay un tigre allá dentro.

-¿Y qué está haciendo? -preguntó Kenny-. ¿Pis?

-No lo sé -murmuró Charles mirando a la pared-. Yo sólo querría que se fuera -y se echó a llorar.

-Eh -dijo Kenny, desconcertado y un poco asustado-. ¡Eh!

-¿Y qué pasa si tengo que ir? ¿Y si no puedo hacer otra cosa? Miss Bird dirá que...

-Vamos -insistió Kenny, cogiéndole del brazo con una mano y empujando la puerta con la otra-. Te lo estás inventando.

Estuvieron dentro antes de que Charles, aterrorizado, pudiera soltarlo y arrimarse a la puerta.

-¡Un tigre! -exclamó Kenny asqueado-. Chico, Miss Bird te matará.

-Está del otro lado.

Kenny empezó a andar junto a las palanganas:

-¿Gatito-gatito-gatito-gatito? ¿Gatito?

-¡No lo hagas! -chilló Charles.

Kenny desapareció en la esquina.

-¿Gatito-gatito? ¿Gatito-gatito? Gat...

Charles salió disparado por la puerta y se apoyó en la pared, esperando, con las manos apretando la boca, y los ojos cerrados con fuerza.

No se oyó ningún grito.

No tenía idea de cuánto tiempo permaneció allá, helado, con la vejiga a punto de reventar.

Contemplaba la puerta del sótano de chicos. Pero no le decía nada. Era sólo una puerta.

No iría.

No podría…

Pero al fin entró.

Las palanganas y los espejos seguían ordenados, y el vago olor a cloro persistía. Pero ahora parecía que había otro olor por debajo de aquél. Era un olor vagamente desagradable, como de cobre rallado.

Con gemidos de impaciencia (pero silenciosos), se acercó al ángulo de la L y miró.

El tigre estaba echado en el suelo, lamiendo sus patazas con una enorme lengua color de rosa. Miró a Charles sin curiosidad. Enganchado en una de sus garras había un trozo de camisa.

Pero su necesidad era ahora pura agonía, y ya no podía esperar. Tenía que hacerlo. Charles se acercó de puntillas a la palangana más cercana a la puerta.

Miss Bird entró como un huracán cuando ya se abrochaba los pantalones.

-¡Vaya, niño sucio, repugnante! -le increpó casi reflexiva.

Charles, asustado, no perdía de vista la esquina.

-Lo siento, Miss Bird..., el tigre..., voy a limpiar la palangana..., lo haré con jabón..., le juro que lo haré...

-¿Dónde está Kenneth? -preguntó Miss Bird con calma.

-No lo sé.

La verdad es que no lo sabía.

-¿Está allá dentro?

-¡No! -gritó Charles.

Miss Bird se acercó al lugar donde la habitación hacía ángulo:

-Ven aquí, Kenneth. Ahora mismo.

-Miss Bird...

Pero Miss Bird ya había dado la vuelta a la esquina. Iba dispuesta a atacar, pensó Charles, pero iba a descubrir lo que era un ataque de verdad.

Volvió a traspasar la puerta. Bebió agua en la fuente de la entrada. Miró la bandera americana colgada sobre la entrada del gimnasio. Miró el tablón de anuncios. El Mochuelo del Bosque, avisaba: GRITA, PERO NO CONTAMINES. El Buen Amigo, aconsejaba: NO TE VAYAS CON DESCONOCIDOS. Charles lo leyó todo por dos veces.

Después, volvió a la clase, recorrió el pasillo hasta su sitio con los ojos en el suelo, y se deslizó en su asiento.

Eran las once menos cuarto. Sacó Caminos a todas partes y se puso a leer sobre Bill en el Rodeo.