martes, 23 de febrero de 2010

CHILLANDO PARA HUIR

El siguiente cuento es una excelente recomendación que me dieron en el Taller de Cuento Fantástico, se encuentra en la antología LAS MEJORES HISTORIAS DE TERROR V, perteneciente a la colección Super Terror (vol. 15) de Ediciones Roca (1985). Se puede conseguir en librerías de viejo.


CHILLANDO PARA HUIR (Screaming to get out; 1977)
Janet Fox

La ciudad refulgía con la fosforescencia nebulosa y raída que tienen los objetos en los postreros estadios de la descomposición. Él podía moverse por sus calles sin pensar, sin sentir, con total seguridad, y aunque eran muchas las circunstancias que se habían sucedido para convertirle en lo que era, podría haber continuado por siempre en el estado en que se hallaba ahora, suspendido entre la exaltación ciega y el desespero. No obstante, no debe pensarse que él era consciente de ello más de lo que son las ratas de sus proezas en la denodada lucha por la mera supervivencia. Si se detuvieran a pensarlo, dejarían de ser ratas.
Deambuló en el coche oscuro y anónimo hasta que sintió que le entraba el hambre. La última había estado bien. Recordaba su rostro, desagradable antes incluso de que las lágrimas lo surcaran y dejaran sus ojos hinchados y enrojecidos, y su expresión de animal sufriendo sin saber la razón.
-Eres como el pañuelo de papel con que me sueno- le había dicho. Ella se había puesto una sábana sobre su carne desnuda. Su cuerpo también era desagradable, huesudo y subdesarrollado. Siempre las escogía feas. Parecían su presa legítima en un mundo que rendía culto a la belleza física. Entonces, ella se había puesto a gritar de un modo bastante satisfactorio, con el sonido medio reprimido y gimiente de los adultos al llorar. El interior de la mujer era tan carente de atractivo como el resto de ella: no había en él ningún recurso, aunque probablemente le habrían dicho en algún momento de la vida que las chicas feas tenían “carácter”. Él le había dedicado un par de epítetos adecuados y se había marchado silbando, calle abajo, entre las fachadas cochambrosas de los edificios, los desechos de la sociedad tecnológica, el esqueleto de una moto destrozada, las aspas oxidadas de un ventilador eléctrico y las latas de cerveza, hasta introducirse en el coche como quien se cubre con un abrigo confortable. El asiento, viejo y raído, se acomodó a su peso y el motor tosió hasta cobrar un hálito de vida.
Más tarde, había leído algo sobre la mujer en la prensa. Decían que había cerrado todas las puertas y ventanas y había abierto la espita del gas. Aquello hacía más atractiva la historia para él. La casera (una vieja entremetida) había olido el gas y había llegado justo a tiempo de salvarla. Aquello era aún mejor, pensó él. Que viviera; sería un tanto más. Un suicidio fallido siempre es mejor que uno que tiene éxito. Después de aquel encuentro, él se había sentido saciado durante días, y casi le había entrado miedo a probar otra vez porque el siguiente quizá no estuviera a la misma altura.
Aunque cada nuevo encuentro parecía llevarse una parte de su ser, no debe pensarse que sus acciones eran movidas por impulsos perversos. La única explicación era que se trataba de algo que podía llevar a cabo y, simplemente, así lo hacía.
Condujo el coche hasta un auto-restaurante y observó a las camareras ir y venir con precisión mecánica, exhibiendo sus piernas de majorettes con sus pantaloncitos blancos. Estaban a salvo de él y mostraban escaso interés por servirle, prefiriendo los automóviles cargados hasta los topes de muchachos bulliciosos y procaces. Salió del coche y entró en el local. Tomó asiento y pidió un café, que apuró en sorbos medidos. Nadie se fijó especialmente en él porque llevaba el mejor de los disfraces posibles en una ciudad, unas facciones vulgares, anónimas. Sólo la expresión que, de vez en cuando, surgía en su rostro insinuaba una deformidad en su espíritu.
Echó un vistazo al local. Aunque superficialmente tenía un aspecto de limpieza y de reluciente novedad, una mirada atenta podía descubrir en todas partes signos de decadencia y senectud. La corrosión había empezado a atacar las bases metálicas de los relucientes azulejos en imitación de mármol, formando diseños circulares. Había huellas de quemaduras en los puntos donde las colillas de cigarrillos habían fundido la brillante superficie de las mesas, de plástico negro. Sin embargo, él no advertía estos fenómenos como hechos aislados, individuales, pues él mismo era parte del fenómeno mayor que lentamente engullía la ciudad y todos sus habitantes, sus partes componentes.
Ella estaba tras el mostrador, de modo que sólo resultaba visible la mitad de su rollizo cuerpo: el estómago que sobresalía hacia arriba, hasta juntarse con unos pechos pendulantes que apenas cabían bajo la tela blanca del uniforme, y una papada múltiple cuyos pliegues se apilaban unos sobre otros, cayendo como sebo fundido. Sus facciones eran vagas, distorsionadas, con unas mejillas sobresalientes, una piel de un blanco lechoso y unos ojillos vivarachos como si en su interior hubiera alguien mirando, un prisionero bajo el peso de tanta carne fofa. ¿Cómo era aquello que siempre decían, algo así como que dentro de cada obeso hay una persona delgada chillando por salir? Él se pasó la lengua por los labios en un rápido gesto. Ella se movió serenamente, como una enorme bestia marina, y sus manos –hábiles, blancas y con aspecto de estar desprovistas de huesos- continuaron su labor con destreza y rapidez, casi como si tuvieran vida propia.
Igual que él, también ella era capaz de ser como era sin pensarlo. Mientras trabajaba, sus manos blanquecinas se llevaban a la boca patatas fritas rezumando aceite, bocadillos rebosantes de mayonesa, barritas de caramelo ricamente cubierto de chocolate que escondían en su interior nueces crujientes y aceitosas. Aunque nunca se le había ocurrido preguntarse por qué le permitían comer tanto, el gerente del restaurante se daba perfecta cuenta del gran rendimiento que obtenía de una trabajadora que jamás estaba enferma, jamás se cansaba, jamás llegaba tarde y trabajaba infatigablemente por un sueldo inferior al marcado legalmente. Ella no se sorprendía de la situación porque ni siquiera era consciente de que comiera tanto. Su vida transcurría casi continuamente con un hambre que era como un dolor sordo en su interior, y que no parecía tener nada que ver con los ricos bocados que continuamente se llevaba a la boca. En ocasiones, intentaba pensar en sí misma, en quién era, pero sólo alcanzaba a sentirse como una gran bola, vacía y en perpetuo estado de insalivación, golosamente ansiosa de algo que no sabía qué era.
Él estudió el pesado cuerpo de la mujer mientras iba y venía tras el mostrador. ¿Qué aspecto debía de tener desnuda? Una especie de extravagante buda formado por unas manos sucias con un montón de masa que se había dejado crecer y crecer… Sonrió al pensarlo y ella se volvió hacia él, con la frente y las mejillas lustrosas y grasientas.
-¿Quiere que se lo caliente?
-¿El qué?
-El café.
-¡Ah! Sí. Poco trabajo esta noche, ¿no?
Ella se sorprendió hasta su capa de grasa más profunda, como si no estuviera acostumbrada a que alguien reparara en que era una mujer, un ser humano, y menos acostumbrada todavía a que alguien le hiciera un comentario. ¡Y mucho menos un hombre!
-Sí, sí. Tiene razón- musitó con una vocecilla extrañamente coherente.
Se miraron el uno al otro, como si acabaran de despertar de un sueño. Hubo un punto de contacto, como si dos poderosos impulsos dormidos hasta entonces estuvieran probando sus fuerzas; al poco rato, los impulsos se calmaron y, de momento, volvieron a adormecerse.
Él se puso a juguetear con la taza del café, haciéndose el tímido con ella.
-¿A qué hora sales de trabajar? Supongo que muy tarde.
-Hacia las doce.
¿Te… te parece bien si paso a recogerte? Es que… a veces me siento solo, ya sabes a qué me refiero.
Y él sabía que ella sabía qué quería decir con eso.
-Muy bien.
Dejó una moneda sobre la mesa y salió lentamente, no muy seguro de si iba a volver. Había percibido en la mujer una extraña fuerza allí donde sólo debía de haber encontrado debilidad. Bueno, no tenía que regresar necesariamente a buscarla, si no lo deseaba.
Ella dejó que sus manos se ocuparan inconscientemente de sus tareas, olvidándose de todo cuanto no fuera el hambre que parecía intensificarse por instantes en su interior. Ella jamás había comprendido aquel impulso e intentó saciarlo comiendo, pero apenas consiguió mitigarlo ligeramente.
La lluvia empezó a tamborilear contra los cristales. Las camareras de los coches buscaron refugio bajo techado entre grititos y, como ya era bastante tarde, el gerente las dejó marcharse a casa. Las muchachas sonrieron y cuchichearon entre ellas unos instantes antes de alejarse bajo la húmeda noche, cada cual por su lado. Para ella, las demás eran auténticas extrañas. No podía imaginarse qué vidas llevaban, y ni siquiera recordaba haber sido alguna vez tan joven como ellas. Aunque no hizo profundos esfuerzos por recordar. En su mente había un borroso recuerdo de un espacio pequeño, húmedo y oscuro. Dejó de intentar que aquellos recuerdos se concretaran y se puso a pensar en el simpático muchacho. Su mente se remontó bajo la noche de lluvia, como si ansiara verle regresar.
Los limpiaparabrisas combatían violentamente contra la lluvia torrencial impulsada por el viento. Ni siquiera aquel agua era capaz de limpiar la ciudad; los residuos contenidos en el aire contaminaban la lluvia, dando a ésta un olor a química. El agua de los canalones era marrón y corría hacia las alcantarillas que se extendían bajo la ciudad formando miles de canales oscuros. Él detuvo el coche en uno de los aparcamientos del desierto restaurante. Sin las camareras y con los neones apagados, el lugar parecía encantado. Por un instante, pensó que ella no le había esperado, pero en seguida vio su obesa figura bajo la luz mortecina de una farola de la calle.
La lluvia no importaba a la mujer, que avanzó hacia él con aire plácido, como si no la notara. Sus formas obesas resultaban grotescas, envueltas en una gabardina arrugada de color claro, y su escaso cabello le colgaba alrededor del rostro en lacias guedejas. Pronto estuvo en el interior del vehículo. Él notó que el asiento se hundía hasta el máximo de sus muelles. La mujer traía consigo el olor a cabello mojado, a ropas húmedas y a alguna cosa más que no era exactamente perfume, pero que no resultaba desagradable. De pronto, él se sentía cómodo a su lado, como si su mole fuera algo contra lo que apoyarse.
-Menos mal que he vuelto a por ti. Si no, te hubieras calado hasta los huesos camino de tu casa. Necesitas a alguien que se ocupe de ti.- Aquella táctica siempre daba resultado con las mujeres -¿Dónde vives?
-En Fenwick, 415.
-Eso queda bastante lejos. ¿Cada noche vas caminando después del trabajo?
-Sí.
-¿No te da miedo?
-No.
Era una declaración de principios.
El automóvil era uno de los pocos vehículos que circulaban por las calles bajo la lluvia, cuyas gotas golpeaban el cristal y susurraban bajo los neumáticos. Ella no volvió a hablar, y permaneció inmóvil, impotente e imperturbable. Aquello debería haber puesto nervioso al hombre, pero por alguna razón no era así. La enorme figura de la mujer la hacía parecer casi irreal. Era como si con sólo apartar la vista de ella un instante, su presencia fuera a desvanecerse.
Entraron en la calle donde vivía ella. Los edificios se inclinaban ligeramente unos contra otros, mientras sus fachadas se desmoronaban a capas. Las lejanas estrellas que podían verse a través de los marcos de las ventanas atestiguaban su estado ruinoso.
-¿Llevas mucho tiempo en este barrio?
Ella permaneció en silencio un instante, meditabunda.
-He vivido aquí… desde siempre- respondió al fin, sorprendida de advertir que así era.
Imaginó unos cuerpos blancos retorciéndose y notó que le entraba el hambre.
-Es curiosa, la ciudad- dijo él. –A veces la consideramos civilizada y quizás algunas zonas sean bonitas y seguras, pero también tienen callejones, edificios desiertos, almacenes, escondrijos perfectos para…
Se detuvo, forzando la imaginación, pero fue incapaz de visualizar algo que al principio había tenido muy claro. Pasó la mano por los hombros de ella, con la esperanza de ofrecer un aire de seguridad, pero ella le miró de un modo extraño y él la retiró, alegrándose de hacerlo. La gabardina mojada tenía un tacto pegajoso, semejante a la levadura. Quizá la mujer era una de aquellas temibles gordas que habían llegado a aceptarse plenamente como eran. Tales mujeres no resultaban vulnerables a sus encantos, pero (el hambre comenzaba a hacerse imperiosa en su interior) aquélla no daba en realidad la impresión de formar parte de tal grupo.
Detuvo el coche en un espacio de aparcamiento, junto a otros muchos espacios vacíos, delante de un edificio tan anónimo como otro cualquiera de aquella calle. La lluvia caía en rítmicas oleadas sobre el techo. Él salió y rodeó el coche para abrir la portezuela del otro lado. Ella no se apresuró y él no tuvo ánimos suficientes para darle prisa. La lluvia les caló hasta los huesos mientras caminaban desde el vehículo hasta la puerta del edificio donde vivía.
Un tramo de escalera con una alfombra descolorida y deshilachada crujió –él supuso que familiarmente- bajo el peso de ambos. La escalera y el vestíbulo estaban débilmente iluminados por varios apliques de diseño antiguo cubiertos de manchas de moscas. Las paredes ponían a la vista sus numerosas capas de pintura en los desconchados, sucesivamente verde, crema, azul y nuevamente verde. Alguien había escrito obscenidades con una letra infantil. El pasillo estaba lleno de escombros, juguetes rotos y restos de materia orgánica cubierta de mohos. Cualquier otro que no fuera él se habría compadecido de ver el cuchitril en que vivía la mujer, pero él se sintió complacido. Aquello le haría más fáciles las cosas.
Ella abrió la puerta. El piso parecía una continuación del pasillo. El moho había añadido diseños subliminales al papel pintado, floreado y barato. El mobiliario estaba constituido por la previsible colección de piezas sueltas que conforma inevitablemente los pisos amueblados. No había cuadros, cojines, alfombras ni libros que demostraran que su ocupante hubiera intentado alguna vez convertir el piso en un hogar. Él se sintió incómodo. Aquello no iba bien; todas las mujeres tenían el instinto de hacer su nido, y él dependía de tal instinto para llevar a cabo sus planes. En ocasiones, él les hacía promesa de matrimonio antes, y había visto muchas veces en sus ojos un destello de fantasmal esperanza en una buena casa con jardín en las afueras, y en unos hijos sacados de un anuncio de televisión.
-Voy a ponerme algo seco y te traeré una manta. No, no enciendas la luz. En el trabajo se me cansan mucho los ojos.
Él la imaginó noche tras noche, dando vueltas en la oscuridad como un enorme gusano ciego en su escondrijo. ¿Por qué no se mostraba tímida y excitada al hablar de cambiarse de ropa? Cuando ella le tiró una manta doblada, él se desnudó y se envolvió en ella.
La mujer entró con dos jarras llenas de vino. Su mole impresionante quedaba realzada por la bata casera que llevaba, de un rosa brillante y sin formas marcadas, con volantes fruncidos en el cuello y las mangas. Resultaba extraña la sorpresa que sentía el hombre ante la mole de la mujer cada vez que la veía. Ella tomó asiento en el sofá, haciendo que él resbalara sobre la superficie de su cojín hasta encontrarse apretado contra ella en el hueco formado por unos muelles rotos. El rostro enorme de ella se acercó a la de él como una imagen de pesadilla, informe bajo la media luz. Por un instante, no se escuchó más que el insistente golpear de la lluvia contra la ventana. Él tomó la mano de la mujer, o bien ella tomó la de él, y la piel de ella parecía húmeda y ligeramente adherente. Se deshizo de su bata y su cuerpo era inmenso y lechoso. Las carnes le sobresalían y se plegaban sobre sí mismas. Cuando ella le pasó el brazo alrededor, él tuvo la ilusoria tentación de una masa de agua tibia que batía suavemente contra su cuerpo. Al principio, el gran tamaño de la mujer resultaba confortante, como un gran muro de cálida carne, pero pronto se sintió como si estuviera cayendo… ¿cayendo dentro de ella? El cuerpo de la mujer se volvió fundente, licuescente, y empezó a envolverle. La oscuridad se cerró sobre él y, cuando intentó gritar, la boca se le llenó, ahogándole. Siguió luchando mientras los ácidos corrosivos del cuerpo de ella empezaban a digerir las capas externas de su piel. Mientras se recostaba en el sillón, ella recordó por un instante el lugar oscuro y subterráneo donde, como una pálida larva más entre docenas, había eclosionado del huevo y había empezado a crecer y a perfeccionar su mimetismo protector copiando en detalle el aspecto externo de los ocupantes del edificio.
Por la mañana, su cuerpo expulsaría las partes no digeribles, los dientes y las partes más duras de los huesos largos, y los bajaría a su escondrijo, guardándolos junto a las varias docenas de huevos que había depositado allí. De momento, siguió recostada en el sofá, saciada, con su aspecto de mujer enorme con una delicada bata casera de color rosa. Antes de ahora, había utilizado ya este sistema para saciar el hambre en varias ocasiones, aunque no sabía precisar cuántas. Le resultaba difícil recordar. Por la mañana, incluso se preguntaría qué habría sido de aquel joven que la había acompañado a casa.

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