viernes, 25 de junio de 2010

DIÓTIMA Y LOS LEONES


DIÓTIMA Y LOS LEONES
Henry Bauchau


Si nadie me hubiera dicho que eso era el amor,
yo habría pensado que se trataba de una espada desnuda.

(Texto atribuido por Rudyard Kipling
a un antiguo poeta indio,
citado por Jorge Luis Borges)



En mis recuerdos más lejanos, siempre veo a mi abuelo Cambises llegar al galope a nuestra casa, con su halcón en el puño, seguido por sirvientes armados. Saluda a mi madre con sumo respeto, inspecciona todo como si estuviera en su propia casa y se va, cual torbellino de polvo, en medio de un gran tropel de caballos. Mi padre, al que yo admiraba tanto, que había encabezado una flota y ganado batallas en el océano de la India, en ocasiones parecía desconcertado y casi asustado en su presencia. Todos temían a Cambises, mientras que yo, sin duda por mi parecido con su madre, nunca le tuve miedo.
Una mañana, estando sola en compañía de una joven sirvienta, Cambises hizo su aparición. Resplandeciente, sobre su caballo espumeante del que no se dignó apearse, nos observaba con ojos severos. Yo era muy pequeña, quedé deslumbrada, corrí hacia él y le pedí: “¡A caballo, a caballo contigo!” Mi confianza hizo reír a este hombre hosco, acaso lo conmovió. Me pescó del cuello y me encaramó en la silla, delante suyo. Partimos al galope, escoltados por sus guardias, y lo que para él no era más que una caza después de tantas otras, para mí fue la embriaguez, la invención de la vida. Entonces descubrí la alegría de la velocidad en el aire ardiente y el olor de las cabalgaduras. Placer como ése sólo he vuelto a experimentarlo en alta mar, con fuerte viento, cuando Arsés llevaba el timón.
Cambises me mantuvo a su lado todo el día, y dormida me llevó en brazos hasta casa de mis padres. Al entregarme a Ciro, le dijo: “Tu hija será buen jinete, yo mismo le enseñaré a montar y a cazar.” Cumplió su palabra, vino a menudo, luego casi diario, para llevarme con él. Muy pronto me regaló un hermoso potrillo y empecé mi iniciación en el arte de la cetrería que, entre sus muchas pasiones, era la más viva.
Mis padres estaban sorprendidos y felices por el afecto que el abuelo me prodigaba y por la audacia un tanto tierna con la que yo trataba a un hombre que inspiraba respeto y con frecuencia terror a su alrededor. Cambises no me hablaba mucho pero, cuando en nuestra cacería o en nuestras carreras surgía algún obstáculo, me miraba con una sonrisa complaciente y contenta. Por esa sonrisa estaba dispuesta a vencer mis miedos y a arrostrar todos los peligros.
De este modo pasé mi infancia y el principio de mi juventud viviendo una doble vida. Una vida suave y armoniosa en la que, al igual que mi hermana, aprendía danzas, poesía, música, mientras que nuestra madre nos iniciaba en las labores de la casa. Paralelamente y casi sin que mis padres lo supieran, llevaba otra existencia colmada de actividades físicas, de cabalgatas en la maleza, en el bosque y en la arena, de estancias entre las tribus de las montañas, atraída por el cariño que me profesaba mi abuelo y su desenfrenada pasión por la caza y el poder. Cuando fui mayor, Cambises, pese a la oposición de mi madre, me llevó a cazar en los confines del desierto en el que se enfrentaba a las grandes fieras. Para gran sorpresa mía, Ciro nos acompañaba frecuentemente en esas ocasiones. Los dos hombres me obligaban a permanecer lejos, detrás de ellos, pero a veces, en el ardor de su pasión común, se olvidaban de mí y podía acercarme a hurtadillas a los leones con los que estaban combatiendo y que me fascinaban tanto como a ellos.
Como su madre, Cambises pertenecía a un linaje persa cuyos más lejanos antepasados eran leones. Tal vez dioses leones, pues en ellos se reconocía. Ese vínculo sanguíneo lo hacía extensivo a todo nuestro clan. De modo extraño nos había transmitido, a mi padre y a mí, su culto, cosa que horrorizaba a mi madre y a mi hermana mayor. La lucha con los leones sólo duraba una parte del año y no era posible atacar más que a una fiera a la vez. Una vez por año, entre ellos y nosotros se libraba una guerra ritual que duraba dos días y una noche. Era la fiesta anual más importante, siempre había varios muertos y muchos heridos pero, para los cazadores del clan y de las tribus vecinas, no existía mayor honor que ser admitidos por Cambises en el rito. Con el tiempo, fui sintiendo el creciente deseo de participar en la fiesta, lo comenté con mi madre, me suplicó que renunciara a ello arguyendo que no era sitio para una jovencita y que la tradición no lo permitía. Pensé, por el contrario, que en los orígenes de nuestro clan habían existido diosas leonas tan terribles, tan poderosas, como los leones. Yo descendía seguramente de una de ellas y si, por razones obvias, en nuestra guerra estaba prohibido matar a las hembras y a sus cachorros, su participación en el combate era temible y causaban en nuestro bando tantos muertos y heridos como los machos.
No podía renunciar a mi deseo. Hablé con mi padre; Ciro me comprendió de inmediato. No eran, me dijo, ni el espíritu ni el corazón los que se expresaban en mi deseo, sino la sangre. Y la sangre es movimiento, movimiento de la vida misma que no puede detenerse sino con la muerte. En ese entonces me faltaba edad para comprenderlo pero, cuando me permitió pedir a Cambises la autorización para participar en la guerra de los leones, me precipité a casa del abuelo. Le dije que como ya era la mejor cetrera del clan, también podía rivalizar con nuestros mejores cazadores. Sin embargo, nunca había luchado ni matado a un león y ya era hora de que, igual que él y que mi padre, afrontara a los seres de mi sangre. Mientras no participara en el combate ritual con ellos, no volvería a tener paz ni a ser dichosa.
Mientras me escuchaba, vi cómo se dibujaba en su rostro una sonrisa de placer y supe que la partida estaba ganada. Me dijo: “Este año vendrás con nosotros y te daré una nueva yegua. Una muy hermosa, habrá que entrenarla.”
Le pregunté: -Mi madre dice que es contra la tradición del clan. –Daremos nacimiento a otra tradición y tú serás su iniciadora.
Me fui muy feliz, convencida de que nada podría oponerse a la voluntad todopoderosa de Cambises. No había contado con la oposición de mi madre. Mi deseo de participar en la guerra de los leones hería en ella la aspiración griega a ordenar el mundo a la medida del hombre. Aun cuando apareciera en su hija, no podía menos que rechazar esa porción nuestra que aceptaba su filiación con las grandes fieras y colocaba a la sangre, en el aspecto más bestial que a sus ojos revestía, tan alto como el amor por los dioses y por los hombres y como la tierna veneración por la vida familiar.
Explicó a mi padre que no quería oponerse a la decisión de Cambises, pero que no podía aceptarla. Por tanto nos abandonaría hasta el término de la guerra con los leones. Ciro se aterró ya que su unión siempre había sido armoniosa. Yo estaba igual de aterrada, corrí a la recámara de mi madre a decirle que renunciaba a un proyecto que podía separar a mis padres y amenazaba con romper nuestra vida, tan dulce hasta entonces. Aceptó mi renuncia, pero bien vi que no creía en ella y que me miraba de un modo extraño, como si se tratara de alguien que no conociera. Dije a mi padre que no iría a la fiesta ritual; me lo agradeció. También se lo comuniqué a Cambises. No respondió nada, pero vi que, como mi madre, tampoco me creía. Ese día y los que siguieron hice el esfuerzo de ni pensar más en los leones y de portarme como la jovencita amante del canto, de la danza y de la vida doméstica en que mi madre deseaba tanto verme convertida. Si durante el día conseguí desempeñar ese papel, mis noches se volvieron horribles. No dejaba de soñar con leones o con mi madre que me miraba llorando en la puerta de la casa. Entonces atacaba y derribaba a Cambises porque era él quien me impedía ser como ella. La tensión se hizo tan fuerte que caí en un estado de delirio. De esos días sólo conservo el oscuro recuerdo de momentos de desasosiego en que deseaba morir, alternado con horas de júbilo maravilloso. Todo se volvía entonces impulso, apertura, liberación. Mi padre y mi hermana en vano se esforzaban por calmarme. Cambises se conformaba con seguirme por doquier y con estar siempre presente a mi lado. A veces creía que él era el obstáculo, me le echaba encima y lo golpeaba con mucha crueldad. Impasible, dejaba que me desahogara e impedía que mi padre me detuviera. En mis horas de alegría delirante, verlo aumentaba mi felicidad pues ya no distinguía sus rasgos sino los de un admirable león y entonces reía para él, danzaba para él y afilaba mis armas cantando con la esperanza de vencerlo y matarlo.
Mi madre había observado con calma mis momentos de desesperación y de postración, pensando que me sanarían y me harían volver a mí misma. Cuando vio que ese júbilo furioso se apoderaba de mí cada vez con mayor frecuencia, se sintió conmovida hasta el alma pues sabía que yo misma me había causado esta herida por su amor. Ciro le dijo entonces que más valía que yo probara esa dicha, que ella consideraba salvaje, en la realidad en lugar de hacerlo en la locura. Corrió hacia mí y estrechándome entre sus brazos me dijo: “Puesto que eres león, ¡selo! Ve a la fiesta ritual, te autorizo a ello e incluso te lo pido.” Yo no comprendía lo que me decía y seguí riendo y cantando sola. Lloramos mucho tiempo juntas y el delirio desapareció con las lágrimas.
Esa noche, mi madre me acomodó junto a ella en su lecho, dormí un día y una noche, al despertar allí estaba y traía algo para comer. Yo moría de hambre, comimos y me dijo: “Levántate y ve a casa de Cambises. Tiene tu nuevo caballo.”
Era una magnífica yegua alazana. Al verla, me sentí transportada de admiración y de felicidad. Cambises vio que ya estaba curada y me dijo que de inmediato iríamos a entrenarla para el combate con las fieras.
Acababa de cumplir catorce años al llegar la temporada de la guerra con los leones. Montada sobre mi admirable yegua, sentía que mi padre y Cambises estaban orgullosos de mí. La guerra ritual no se parecía a nuestras habituales cacerías. Un grupo de montañeses armados empujaba poco a poco a los leones hacia el llano que era el sitio del combate. Los ojeadores, portando antorchas encendidas para impedir que los leones forzaran su valla, formaban un gran círculo que iba cerrándose. Bajo el efecto del peligro, de las bebidas y de los hongos sagrados consumidos durante esos días, estaban como todos nosotros en un estado de extrema tensión. Avanzaban en medio de clamores extraordinarios, tocando a redoble sus tambores y soplando en una trompa. Los rugidos de las fieras les respondían mientras que retrocedían lentamente hacia el lugar donde los aguardábamos.
Allí, subidos en sus carros, Cambises, Ciro y los principales jefes del clan empezaron a atravesar a los machos con sus flechas. Era un espectáculo extraordinario verlos saltar rugiendo, sacudir las flechas y tratar de arrancárselas de los costados. Poco a poco comprendían dónde estaban sus verdaderos enemigos e intentaban lanzarse sobre ellos, pero los carros, conducidos por hábiles cocheros, se desplazaban demasiado rápido como para poder alcanzarlos. Conforme a la costumbre del clan, había llegado el momento de apearse y atacar con la lanza, a caballo o a pie, a los leones.
Hubo entonces un momento de desorden en el que Cambises y Ciro, que me habían forzado a permanecer protegida detrás de sus carros, me perdieron de vista. Los rugidos de las fieras, los relinchidos de los caballos, el choque de las armas, los gritos de los ojeadores, todo me había embriagado. De pronto, con el viento fresco de la mañana, surgió el sol de entre las oleadas de polvo levantadas por el inicio del combate, y completamente febril, sentí el deseo de matar mi primer león. Muy cerca, un macho me hacía frente, rugiendo y listo para atacar. Era tan hermoso como el sol. Lancé mi caballo hacia adelante con tanta violencia que lo sorprendí y llegué hasta él con la lanza baja, sin darle tiempo de saltar.
Todavía sigo sintiendo el inefable movimiento de placer y de horror que me embargó cuando mi lanza penetró su cuerpo. El impacto fue tan rudo que mi lanza se quebró y una desviación del caballo me hizo caer. En mi caída, vi a la fiera abalanzarse, pero antes de poder saltar cayó fulminada. Yo no había perdido las riendas de mi montura y volví a instalarme en la silla, todavía aturdida por la caída, cuando vi surgir a la leona. Al descubrirla muy cerca de mí, me dejé deslizar, como me había enseñado Cambises, bajo el vientre de mi yegua. Ésta intentó huir, pero la fiera ya le laceraba el flanco y la derribó, dándome tan sólo un arañazo que me hizo una herida leve. Quería salvar a mi yegua y traté de hundir en las fauces de la leona el muñón de mi lanza en el momento en que saltaba sobre mí. En ese instante, se desplomó y vi por encima de mí tres rostros gigantes que, desde lo alto de sus cabalgaduras, me miraban con angustia. Con sus lanzas, Ciro y Cambises habían atravesado al animal y Acúm –el intendente de mi abuelo- con su sable lo había rematado. Ya había saltado del caballo para ver si estaba herida, y la palidez de su rostro, normalmente impasible, me impresionó. Para protegerme de las garras y de los sobresaltos de la leona moribunda, me tomó entre sus brazos y me entregó a Cambises, quien me alejó de allí a galope. Durante el breve instante en que estuve en los brazos de Acúm, sentí en él una pasión que me causó horror. No tuve tiempo de reflexionar sobre ello pues, al ver que mi herida no era grave, Ciro y Cambises me llevaron, dando gritos victoriosos, junto al cadáver del león. Mi padre arrancó la lanza rota del cuerpo del león, tocado en pleno corazón. Ciro gritó y, tomándome del caballo de Cambises, me levantó por encima de él y me paseó triunfante alrededor del cadáver de la fiera mientras que todos los jinetes nos rodearon en círculo. Yo conocía los ritos. De rodillas me incliné con reverencia frente a mi adversario, besé su frente. Tomando un poco de la sangre que manaba de su herida, la mezclé con mi propia sangre. Luego me unté la frente, el corazón y finalmente los labios. Entonces los hombres del clan lanzaron un inmenso clamor y de prisa bajaron de sus caballos como habían hecho Cambises y Ciro para marcarse el rostro y el corazón con la sangre del león macho, muerto de un solo golpe por una virgen.
Mi padre curó mi herida, que no era profunda, con bálsamo de la India. En la llanura el tumulto había disminuido, los guerreros habían matado la cantidad de leones autorizada por la tradición. Los ojeadores habían abierto sus filas para permitir que los demás, las leonas y sus cachorros pudieran escapar.
Se encendió una gran hoguera. Cambises, Ciro y los guerreros del clan me miraban como si aguardaran algo de mí. Ignoraba la razón de esta espera y de su silencio, pues estaba segura de haber cumplido todos los ritos.
De pronto comprendí: una danza muy lenta se apoderó de mí y era como un canto. Un velo rojo y oscuro cayó sobre mis ojos, quedé sorda y me sentí penetrada por el olor del león y por el sabor de su sangre en mis labios. Bailando descendía la pendiente de un tiempo muy oscuro, traspasaba milenios y llegaba hasta el antro de los antepasados, en medio de los dioses leones. La sangre del león, mezclada con la mía, me hacía entrar en una dimensión en la que ya no existía el pasado, ni el futuro ni ninguna separación entre la fiera y yo, pues la barrera de la muerte había quedado abolida. A veces, recobraba momentáneamente la conciencia, la vista, y descubría sin sorpresa que todos bailábamos en la gruta de los orígenes de la que un día habían salido los dioses leones para traernos al mundo y tener por fin adversarios dignos de ellos. A veces me encontraba con Ciro, cuyo hocico, dientes y crueldad eran los de una fiera y sin embargo era mi padre y no dejaba de sonreír. En el centro, giraba Cambises, que era el antepasado de quien todos procedíamos y que danzaba con una fuerza, una lentitud, una majestad soberanas que sólo yo, la reina virgen y leona, era capaz de igualar. Así danzamos fuera del tiempo hasta el momento en que se levantó un altar y, sobre él, una hoguera soberbia cuyas llamas subían muy alto. Entonces sentí que las fuerzas me abandonaban y me desmayé.
Cuando volví en mí, estaba recostada bajo una tienda. Ciro estaba a mi lado y me sonreía. Sobre el gran altar de piedra que ocupaba el centro de la llanura, la hoguera seguía ardiendo. Cambises dirigía a los montañeses y los tiros de caballos que arrastraban los cuerpos de los leones muertos en el combate. Iba a incinerarlos y luego sus cenizas debían ser dispersadas en las tierras de los hombres del clan y de las tribus aliadas. Se levantaría otro altar dedicado al cuerpo de la leona. Era un crimen matar a una hembra durante el combate ritual y todavía más atacarla con sable como había hecho Acúm, ya que en esas ocasiones las únicas armas admitidas eran el arco y la lanza. Acúm había ameritado la muerte, no obstante, como me había salvado de un gran peligro y yo era la primera mujer en haber participado en nuestra guerra sagrada, el consejo del clan lo había absuelto, pero lo había excluido de la fiesta.
Para el anochecer, todos los cuerpos de los leones quedaron dispuestos sobre el altar y fui yo quien se encargó de prender fuego a la hoguera. Mientras que los cuerpos se consumían, reanudamos la danza y, bajo el efecto de brebajes mágicos, volvimos a convertirnos en leones. Por encima de nosotros, la luna recorría el cielo mientras que nuestras danzas se acoplaban a las de las constelaciones. El brasero de los leones se calmaba, con repentinas llamaradas que lanzaban a lo lejos sus chispas. Nunca el mundo había sido tan hermoso, tan cruel. Los danzantes formaban círculos que se estrechaban y se alejaban de mí cual olas. Era la única leona entre esos leones machos y su deseo, su ferocidad, me asediaban por todas partes, pero estaba protegida por la fuerza superior de mi padre y de Cambises, cuyas gigantescas formas extendían sus sombras hasta los confines de la planicie. A menudo surgían las riñas entre los danzantes, se oían rugidos, las luchas eran violentas, rápidas y debían cesar ente la primera gota de sangre. En cuanto a la danza, no paraba y poco a poco nos remontaba al origen del mundo, a la reconciliación del alma con su cuerpo salvaje. Al despuntar el alba, mi padre encendió la hoguera de la leona y nos postramos frente a ella. Mientras que las llamas consumían su cuerpo, descubrí que Acúm me observaba oculto detrás de los ojeadores. No tenía derecho a estar a allí, corrí hacia él y lo ataqué con mi puñal. Se defendía dando marcha atrás y lo que veía en su rostro me resultó insoportable. Dejando mi cuchillo, me abalancé sobre él igual que una leona y con crueldad le mordí el cuello. Cayó al suelo dando alaridos y Ciro nos separó. Al tiempo que se levantaba murmuró: “¡Has bebido mi sangre!”
Eso me horrorizó, hui, me revolqué en el suelo y vomité. El sol estaba en lo alto del cielo, ya sólo quedaban hogueras ennegrecidas, hombres agotados que iban rumbo a sus carros o a sus caballos y, en alguna parte de la llanura, el cadáver de la yegua alazana en la que había llegado y que había muerto en mi lugar.
Cambises permaneció con sus sirvientes para recoger en urnas las cenizas de los leones. Fue mi padre quien me trajo completamente exhausta en su caballo. Estaba cubierta de sangre, la herida empezaba a dolerme, tenía fiebre. Ropa y cabellera llevaban huellas de quemaduras pues, sin saberlo, había danzado demasiado cerca de las fogatas. Mi madre y mi hermana quisieron curarme, pero pedí permiso a mi madre para ir primero a descansar en su jardín y no se opuso.
Ese jardín, que ella había trazado y que ella misma cultivaba, era de modestas proporciones y estaba oculto entre la vid. La fuente que lo regaba en forma de estrella, lo inundaba con una música de un frescor delicioso. Las flores, las sombras, la presencia de las aves, todo ene se jardín era obra de paciente meditación y recogimiento. Era allí donde se descubría la vida tierna, discreta y apasionada de mi madre, su delicado sentido de los instantes, de los sonidos y de los colores. Vi en la fuente mi rostro ennegrecido por el fuego, mis vestidos manchados de sangre y los mechones quemados en la locura. Mi madre me alcanzó y le mostré mi reflejo en el agua: “Mira a esta joven salvaje, soy yo, así soy yo.” Me tomó en sus brazos diciendo: “Te quiero como eres.” Me calmó, me consoló y le dije: -Quisiera ser como tú, como este jardín. –Tú también eres como este jardín, me respondió, cada vez que vengo aquí pienso en ti. Hay que dejar que el tiempo actúe y, cuando llegue tu hora, el amor. Regresamos a casa, mi hermana y ella me lavaron, me curaron y me quedé dormida.

Al día siguiente, sentí que no había dejado de ser, en lo más profundo de mí misma, la hija de mi madre, la hermana de mi hermana, que compartía con ellas las labores y los placeres de las mujeres que veneran su hogar y las costumbres de Grecia. Las tres cantábamos mientras tejíamos un tapete, cuando mi padre regresó. Al verlo tan hermoso, tan sereno, tan profundamente moldeado por la bondad, el valor y la gracia, me pregunté cómo habíamos podido danzar ambos la danza de los dioses leones, rodeados por hombres, por fieras que bramaban y rugían de deseo alrededor de mí. Le supliqué que me dijera cómo él, que había conocido al Dios sin límites de los sabios y de los libros sagrados de la India, había podido convertirse en ese león que vi y con el que había bailado. Cómo había podido soportar a esa leona que había captado, durante toda una noche, el deseo de los hombres del clan, esa hembra salvaje en la que me convertí, que sin duda seguía siendo, que había matado a un león y herido a un hombre mordiéndole la garganta. Mi madre y mi hermana se levantaron y se disponían a salir como si se tratara, entre nosotros, de secretos y de pasiones que mujeres como ellas no quieren compartir. Mi padre les pidió que se quedaran. “Los egipcios, respondió, y los hindúes han formado en su espíritu y en su corazón, han descrito en sus monumentos, concepciones muy elevadas, profundas experiencias de Dios, de los dioses, de los humanos y de sus relaciones con el universo. Nuestro camino no es el suyo, lo que ellos buscan a su manera, nosotros lo vivimos en nuestro cuerpo entre nuestros antepasados leones. Nosotros lo recuperamos en nuestra lucha con ellos, en el respeto que les tenemos y, cada año después del combate, en la noche de reconciliación que nos une a ellos y al mundo. Los egipcios y los hindúes a veces pueden hablar con Dios, repetir sus palabras y transmitirlas a sus descendientes. Nosotros no conocemos a Dios más que lo que saben los leones. Lo que es suficiente para los tiempos y el pueblo en que vivimos. No podemos hablar de Dios, pero podemos danzarlo durante los días del combate ritual y en ocasiones cantarlo como pudimos hacerlo contigo.”
Entonces me eché de rodillas y grité:
-¿Yo canté? –Sí, cantaste y todos nosotros contigo mientras los leones ardían en la hoguera.
Ya no pude controlar mi angustia y le pregunté mirando a mi madre: -¿Era el canto de júbilo como durante mi delirio?
-No, era un canto muy antiguo que conocíamos y luego olvidamos. El canto de la gloria y de la sangre de los leones, tan fiero, tan temible, como su muerte.
Mi madre y mi hermana volvieron a sentarse en su lugar y reanudaron su tejido. Mi padre volvió a sentarse en mi sitio y entre nosotros se instaló un largo y apaciguador silencio. Lo rompió haciéndome esta singular pregunta: “¿Serías dichosa sin caballos?” Fue mi madre quien respondió: “Todavía no.” Luego, con una sonrisa: “Algún día, tal vez.”
Cambises estuvo de regreso unos días después, me dijo que las cenizas de la leona habían recibido los honores que su valor ameritaba. Había subido a la cima de nuestra montaña más alta y las había dispersado en todas las direcciones del espacio.
Titubeé en regresar de cacería con él, pero mi madre me pidió que lo hiciera y no me negué ese placer. En casa y durante el día, me esmeraba en ser lo que era, una jovencita que se preparaba para convertirse en mujer, pero con Cambises frecuentemente pensaba en los leones y, por la noche, soñaba con ellos a la orilla del mar que nunca había visto.
Tiempo después un mensajero nos anunció la visita de Arsés, quien venía de Grecia para proponer a Cambises la reunificación del conjunto del clan, separado desde hacía largo tiempo. Mi padre era favorable, veía en ello la solución para preservar nuestra libertad frente al creciente poderío de los reyes. Ciro había conocido a Arsés en la India y lo consideraba un hombre excepcional. “Es, nos dijo, un hombre de gran bravura, un marino consumado, un sutil observador de los astros y un jefe de clan guiado por el espíritu de la justicia.”
Arsés era un hombre que uno iba descubriendo poco a poco, y cuando llegó con su amigo Itrio no me causó gran impresión. No llamaba la atención ni por su estatura ni por la vivacidad de su discurso, y en un principio consideré prudencia, virtud que contaba poco para mí, lo que en él era un fino sentido de la mesura. Pensaba que era lo que Cambises llamaba con desdén un griego de Grecia. Mi madre y mi hermana de inmediato compartieron la amistad y el interés que mi padre profesaba a nuestros huéspedes. Yo no sentí nada parecido y estaba segura de que, bajo la cortesía de su recibimiento y el respeto que manifestaba a Arsés, Cambises debía pensar como yo.
Una mañana, regresando de una cacaería con halcón, llegué galopando hasta la entrada de nuestra morada. Ese día me sentía maravillosamente bien y, creyendo estar sola, me paré sobre la silla, como me había enseñado Cambises, y de un salto me planté en el suelo deteniendo a mi caballo con una palabra. Debo haberlo hecho con cierta gracia pues cuando vi a Arsés, fuera de mi vista por un árbol, había perdido el habla. Me miraba con una admiración que me sorprendió pero, como íbamos entrando a casa para comer, no le di mucha importancia. Estaba convencida de que se había enamorado de mi hermana y el aire de felicidad y de alegría que reinaba entre ellos durante la comida, parecía confirmármelo. Mi hermana era más bella y más inteligente que yo, cosa obvia para mí desde mi más tierna infancia. No me sentía lastimada, gracias a la preferencia de Cambises que me asociaba a su vida, a la del clan y a la fraternidad de los hombres leones en las que mi hermana no participaba.
Ese día, mientras la mirada de Arsés pesaba cada vez más en mí, mi hermana parecía todavía más abierta y más alegre que de costumbre. Pensé que se debía a Arsés y, al estar sirviendo con ella, me sorprendía sentir que la vida que, unas horas antes, me parecía completamente abierta, de repente me daba la impresión de estar irremediablemente bloqueada.
Al día siguiente, debía ir con Ciro a curar a una mujer del clan, enferma en una granja apartada. Arsés pidió acompañarnos. Él no había nacido, como mi padre y yo, a caballo. No tenía la práctica del temperamento ardiente de nuestros corceles ni de las dificultades que entraña el salvajismo, tan apreciado por nosotros, de nuestro pueblo. Frente a cada obstáculo, primero observaba cómo lo salvábamos antes de abordarlo con torpeza, pero siempre con decisión. Cayó una vez y al levantarse me dijo: “Me sentiría más a la altura del mar.” Y yo: “Allí, ¡yo tendría miedo!” Luego, sin reflexionar: “¡No con usted!” Una sonrisa muy hermosa iluminó su rostro, como si le hubiera hecho una promesa. Sin embargo, yo no había prometido nada y esa sonrisa me turbó. Al llegar a la granja, mi padre examinó a la enferma, le dio un remedio y me pidió que le diera un masaje. Ciro era un gran curandero pero no tenía el don de las manos que mi hermana y yo habíamos heredado de mi madre.
Friccioné a la mujer según un método hindú cuyos principios nos había indicado mi padre y que aplicábamos de acuerdo con las modalidades de nuestras facultades. Durante ese tiempo, mi padre y Arsés se retiraron a la sala y conversaron con el marido. La mujer empezaba a sentir el efecto de mis manos, respiraba mejor y me agradaba sentir cómo mis dedos araban ese bello cuerpo. Pensé que un día sabría, como ella, lo que eran unas manos de hombre sobre el mío. En ese momento sentí el silencio que se había instalado en la sala y, volviéndome, vi que Arsés me observaba. Siguiendo su mirada, también mi padre estaba mirándonos y dijo: “Qué hermosas son.”
Arsés no respondió y no necesité volverme para saber que ya no podía hacerlo, que sólo le quedaba contemplarnos con su mirada perdida. Ciro se dio cuenta de lo que sucedía y lo llevó afuera. Liberada de sus miedos y tensiones, la mujer se levantó, curada, dijo, por unas manos inspiradas. La ayudé a preparar los alimentos que tomamos todos juntos y no emprendimos el regreso sino hasta la noche, bajo la luz de la luna. Mi padre me dejó pasar primero y, todavía transportada por la mirada de Arsés, me lancé en una loca carrera. Al final de un desfiladero, no lejos vi a una leona, estaba desarmada, pero no bajé el paso. Tal vez era el alma de aquella que Acum había matado y, si quería tomar su revancha, ese día, el más bello de mi vida, me pareció un hermoso día para morir. La leona se alejó de un salto y me dije: “Es un signo, viviré. Viviré para él.”
Nuestros caballos estaban agotados por el paso que habíamos mantenido. Pasábamos junto a un lago, me detuve para que pudieran beber y descansar. Arsés se acercó a mí, estaba muy pálido, vi que hacía un enorme esfuerzo para dominar el temor que tenía de hablarme. Yo también tuve miedo, huí, me eché al agua para escapar de él. Me siguió, me sentía muy pesada, él nadaba más rápido que yo. Me detuvo. La luna iluminaba la orilla, mis cabellos mojados caían sobre mi cara, me sentía un poco protegida por esa máscara. Sólo podía verme los ojos, pero mis ojos le bastaban. Lo único que emergía del agua eran nuestras cabezas; mirándome me dijo: ¡Di que sí! Dije: Sí.
Salimos del agua cada quien por su lado sin hablarnos. Estaba demasiado asustada por lo que ocurría en mí, por ser dichosa. Teníamos frío, por fortuna Ciro había hecho una fogata. Cuando se calentó, Arsés se levantó y dijo: -Amo a Diótima. –Ya lo veo, repuso mi padre. –La quiero por esposa. –Y Diótima, ¿qué quiere? Mi padre me miraba, pero me habría sido imposible proferir palabra alguna.
“¿Es ésa tu voluntad?”, repitió. Hice un signo afirmativo sin dejar de temblar, ya no de frío sino por ese pavor íntimo que Arsés me inspiraba esa noche. “Si tú lo deseas, tu madre y yo también lo deseamos.”
Así que lo sabían, habían incluso hablado entre ellos de ese amor que hasta ese momento yo ignoraba. “Les falta, dijo Ciro, obtener el consentimiento de Cambises, no será fácil.”
Ya no repetimos el terrible galope de esa noche, regresamos al paso y sin hablarnos. Dos días después, habría cacería con halcón en los dominios de Cambises y Arsés no dejaba de seguirme. No me quitaba la vista de encima. Mis gestos, mi sonrisa eran para él los de la perfección y, bajo el efecto de su mirada, eso eran.
Cambises sentía que algo maravilloso sucedía. Los halcones nunca habían estado tan ágiles, tan perfectos en sus giros, tan rápidos para atrapar a su presa. Me sonreía con cara de placer y sentí, con un obscuro temor, que la mirada que me dirigía se parecía, sólo que marcada por la vejez y una ardiente melancolía, a la de Arsés.
Después de la caza, juntos hablaron largo rato. Cuando me alcanzaron, vi que Arsés estaba turbado. No quería saber por qué, los asuntos del clan ya no me concernían. Lo único que deseaba era vivir con Arsés y para él. Violentamente dije a Cambises: “Quiero casarme con él. ¡Di que sí!” Estaba de pie frente a mí, con su enorme cuerpo seco, su rostro majestuosamente aquilino agitado por movimientos de sufrimiento como nunca antes lo había visto. Gritó: “¡Quieres dejarme!”
No se me había ocurrido. Sólo había pensado en Arsés y en esa invasión casi insoportable de mi ser por el suyo que me quitaba la calma. Grité, yo también: -No quiero abandonarte. Quiero vivir con él y contigo. –Es imposible, dijo Arsés, mi sitio está en Grecia, también el tuyo si me amas.
Cambises se irguió cuan alto era y nos rebasó por una cabeza: “¿Me dejarías morir solo? Bien sabes que sólo tú existes para mí.”
Yo lo sabía y me pareció una injusticia ese amor exclusivo que de pronto me cerraba el camino, respondí: “¡No tienes derecho!” Lanzó un suspiro amargo: “¿Derecho?, ¿qué significa tener derecho?” Tenía razón, eso me llenó de rabia, me abalancé sobre él y lo golpeé como cuando fui presa del delirio. Con los puños golpeaba su inmenso pecho, sus brazos, su espalda, también lo besaba entre gritos: “¡Di que sí!, ¡di que sí!” No obstante, no se trataba en absoluto de un delirio y lo sabía perfectamente. Deseaba que su cuerpo sintiera lo que sucedía en el mío. Que era necesario convertirme en la esposa de Arsés, a toda costa. Que no era yo quien lo había buscado, que yo no lo había deseado, que ese acontecimiento que cual águila había caído sobre mí, me había sorprendido tanto como a él. Que tenía que decir que sí, que yo necesitaba la bendición de ese sí para, a mi vez, aceptar lo que me sucedía de terrible. Mis golpes lo hacían retroceder paso a paso. Yo sabía perfectamente que él no iba a ceder, no formaba parte de su naturaleza, pero sentía que podía entender, que incluso ya lo estaba haciendo. Comprendió, dijo: “Haces una buena elección.” No era lo que yo esperaba, no se trataba de elección, nunca se había tratado de eso ni para mí ni, estaba segura, para Arsés. Seguí golpeándolo, besándolo entre gritos. “¡Di sí, di sí!” Luego, de repente, me entraron ganas de pronunciar su nombre. Dejé de gritar y dije con dulzura increíble: “Cambises.”
Entonces sintió todo el amor que le profesaba, pero también de lo que se había producido, de lo que estaba produciéndose entre Arsés y yo no era un sentimiento, un deseo, sino un rapto, una elección, una decisión tomada en una dimensión mucho más elevada, mucho más profunda que aquella en la que él y yo podíamos intervenir.
Paré de golpearlo, me tomó en sus brazos, me levantó muy alto como cuando era pequeña. Reía, me debatía un poco, me sentía muy dichosa. Después de haberme mostrado así que no había perdido nada de su autoridad y que seguía siendo el más fuerte, dijo: “Sí. Digo que sí.” Al besar su mano como me gustaba hacer, añadió: “Pero Arsés tiene que respetar las reglas del clan”, y nos hizo señas de que partiéramos.
No sé cómo ambos nos vimos a caballo. Estaba tan absorta en Cambises que, durante esta escena, había perdido de vista a Arsés. Había olvidado mis lágrimas, mi enojo, lo único que sentía era mi felicidad. Segura de que Arsés era tan dichoso como yo, me puse a gritar, a cantar. De repente me percaté de su silencio. Su rostro era sombrío, dijo: “No apruebo las condiciones de Cambises.”
Me quedé estupefacta, los ritos que había que cumplir para ser reconocido como jefe del clan son sencillos. Hay que matar, solo, a pie, armado con una lanza, un arco y tres flechas a un león designado por el destino, en el consejo del clan. Arsés no era un cazador de fieras, ni siquiera un cazador a secas, pero estaba segura de que la prueba no estaba por encima de sus fuerzas. Le dije: “Te enseñaremos a cazar fieras. Ya verás, no hay nada en el mundo tan hermoso como vencer a un león.” Estaba convencida de lo que decía, de lo que pensaba a mis catorce años. Arsés me miró con una sonrisa admirable y supe que para él verme era mucho más apasionante que matar leones. Me sonrojé, sentí que su mirada me embellecía más y dejé de creer que era –como sucedía en realidad- menos hermosa que mi hermana y que varias otras jóvenes del clan.
Le dije que era por mí por quien mataría al león y que, si él moría, yo lo vengaría atacando a los demás leones hasta que uno me diera muerte, pues no quería sobrevivir a la suya. Dije esto con una exaltación que me hacía más bella. Fuimos a sentarnos un momento a la sombra de un árbol que amábamos, que se había convertido en nuestro árbol. Bajo el efecto de la esperanza y de la emoción, yo no dejaba de embellecer y mirándome con admiración me dijo: -Eres Afrodita y Artemisa. Si también tienes un poco de Atenea, puedes comprender que matar a un león me causa horror. Es un rito bárbaro, ajeno a los griegos. En mi tierra y en la India aprendí a venerar la vida de los animales y a no exterminarlos. –Nosotros no los exterminamos, los honramos al combatir con ellos. Cambises quiere que respetes esa regla. No cambiará. –Lo sé. -¿Entonces renuncias a mí? Me miró como yo lo miraba y ambos sabíamos que era imposible renunciar.
Dije: “Lo matarás. Cambises quedará satisfecho, el clan reunido y nosotros viviremos juntos.” Dijo: “Sí”, igual que Cambises. Sufriendo tanto como él, por mi causa.

Ciro y yo entrenamos a Arsés con miras al combate. En ocasiones, Cambises se unía a nosotros y con algunos gestos y escasas palabras le enseñaba, mejor de lo que nosotros podíamos hacerlo, a pensar como león.
El sino designó en el consejo de jefes a la fiera que debía enfrentar y, para profundo disgusto nuestro, se escogió a Acúm para guiarnos y para indicar a Arsés el león que sería su adversario. Mi padre y yo acompañamos a Arsés. Cambises y los miembros del consejo debían alcanzarnos el día del combate.
El territorio de caza de la fiera estaba en los confines del desierto y de la montaña. Era un animal solitario, ya viejo, que las tribus aledañas temían y veneraban. Para entrar en el señorío de los jefes, varios hombres ya habían intentado atacarlo. A todos había matado, no sin recibir heridas que lo habían vuelto más feroz. El mismo Cambises, durante una cacería había sido sorprendido por él y el enfrentamiento se había terminado sin vencedor ni vencido. Desde entonces había prohibido severamente que el gran león, como le llamaban, fuera incluido en la guerra ritual o atacado por las tribus. De seguro no había deseado convertirlo en el adversario de Arsés y fue un malhadado destino el que lo decidió.
Acampamos a proximidad del territorio del león y, al día siguiente, Acúm condujo a Arsés a estudiar sus huellas y sus costumbres. El día me pareció largo, amenazado por una tempestad que no se desataba y atormentada por una angustia que no conseguía dominar. Cuando los dos hombres regresaron, creí percibir en el semblante de Acúm un sentimiento de triunfo y una ironía disimulada. Arsés era menos experto que él en ocultar sus sentimientos. Con esa autoridad poco afirmada pero irresistible, que tanto me gustaba en él, dijo a Acúm: “Ya vi lo que quería ver; regrese usted con Cambises.” Y como el otro titubeaba, añadió: “¡Ahora!” Acúm no pudo ocultar ni su decepción ni su rabia, pero la orden había sido pronunciada de tal modo que no podía sino obedecer.
Me sentí aliviada con su partida, pero asombrada por el silencio de Arsés. Cuando la luna estuvo en lo alto, después de la cena, volviéndose hacia mi padre dijo: “Diótima y yo caímos en una trampa. Seguramente Cambises lo ignora, pero se trata de algo que yo no creía posible y que modifica todo lo que yo creía saber acerca de las relaciones entre los animales y los hombres. Es algo que no se puede expresar, es preciso que lo vea usted mismo.” Hablaba en un tono que no era habitual en él y sentimos que estaba conmovido por un misterioso suceso. Mi padre no le hizo ninguna pregunta y yo no me atreví a interrogarlo.
Durante todo el día, Arsés nos trajo por el territorio de caza del gran león. Lo vislumbramos, pro momentos, pero siempre demasiado lejos. El calor era pesado y ardiente, y me sentía quebrantada por la zozobra. Al empezar la noche, Ciro, que poseía la ciencia de los leones, nos condujo a la orilla de un río en el que, cuando apareciera la luna, podríamos verlo de cerca. Estábamos bien escondidos y teníamos el viento a nuestro favor. De pronto, sin que nada hubiera anunciado su presencia, apareció el león. Era la fiera más enorme y más hermosa que jamás hubiéramos visto. Su porte era la majestad misma, sus movimientos irradiaban una plenitud tranquila. No obstante, se sentía que sobre esta temible fuerza empezaba a pesar el fardo de los años. No sólo era la gran fiera, se trataba, como lo llamaban las tribus, del Antepasado cuyo destino no tardaba en llegar a su término. Mientras que lo mirábamos, comprendimos lo que la víspera había perturbado tan profundamente a Arsés. En sus movimientos, en su paso, en su modo de beber o de devorar, en su furor siempre inminente, el gran león no sólo era la lejana imagen del antepasado. Era, por vivir en la misma época que él, la imagen animal, señorial de Cambises. Tenía el imperio de mi abuelo, su soledad, su poderío y, despertando el mismo respeto, el irresistible ascendiente sobre cuanto lo rodeaba. En el acto la fiera suscitó entre nosotros los sentimientos de admiración y de amor que Cambises nos inspiraba. Bruscamente comprendimos en toda su extensión las palabras de Arsés la víspera: “Nos atrajeron a una trampa.” Una emboscada pacientemente montada por Acúm y de la que Arsés ya no podía escapar pues las decisiones del consejo eran irrevocables.
Regresamos al campamento y, con unas cuantas palabras, Arsés nos dio a entender que para él el problema era aún más grave de lo que creíamos. Si el combate tenía lugar, los dos adversarios contaban, cada uno, con una posibilidad de ganar, pero eso era cierto sólo en apariencia. Aunque el clan de Persia todavía no lo hubiera reconocido, Arsés era sin embargo el jefe natural del clan en su conjunto y, por una fuerza que estaba obligado a reconocer en él, el amo secreto de los leones. Después de haber contemplado a la fiera y de haberla visto de cerca a la orilla del río, ya no le cabía ninguna duda al respecto y un sueño que había tenido la noche anterior se lo había confirmado. Si peleaba con la fiera, acabaría por vencerla y por matar a esa misteriosa encarnación de Cambises y sin duda al mismo Cambises. Mi padre aprobó lo dicho por Arsés, se lo agradeció y hasta, gesto insólito en él, lo abrazó. Yo también estuve de acuerdo, amaba a Cambises, no deseaba su muerte. No obstante, en el fondo de mí misma había algo que no aceptaba la decisión de Arsés, pues bruscamente me alejé de los dos hombres para dar rienda suelta a mi llanto, en el fondo de mi tienda. A mitad de la noche, desperté y seguí llorando. Arsés no me amaba. No como yo lo amaba puesto que, para unirme a él, no estaba dispuesto a pagar el precio que fuera. No aceptaba la muerte del hermano, del gemelo tenebroso de Cambises, mientras que yo, en la inocencia cruel del amor, estaba lista a sacrificarlo. Corrí a su tienda, le supliqué, le dije que si no mataba a la fiera yo misma me enfrentaría a ella. Respondió que debíamos tener valor para esperar, para ser pacientes si era necesario hasta que Cambises muriera o el León pues, de cualquier otra manera, ambas muertes serían muy cercanas una de la otra.
Sí, para él, nada corría prisa y me hablaba como griego de Grecia que era, sin ver que yo no era más que una jovencita bárbara. Que para mí todo era urgente, horriblemente urgente debido a la pasión y a la voz de la sangre. Yo quería cambiar, elevarme hasta él. No podía esperar la muerte de ese viejo león que nos obstruía el camino. No quería renunciar a nada. Lo único que comprendía es que quería a Arsés, en el acto y a toda costa. Salí corriendo de su tienda, ensillé mi caballo, tomé mi lanza, mi arco y tres flechas y partí al galope rumbo al territorio del león. Oí ruido detrás de mí, era Arsés que me seguía, armado. No trató de alcanzarme, sino que se quedó detrás de mí, listo para venir en mi auxilio. Por más que recorrí todo su territorio, la fiera no hizo su aparición. Por la mañana, al regresar, encontramos a mi padre que volvía por otro camino. Me miró con expresión irónica y enfadada. “Por ti me pasé la noche con los hombres de la tribu tratando de forzar al gran león a salir de su territorio. Es un animal temible, acabó con un caballo, estuvo a punto de matar a un hombre y a mí, me hirió. ¡Basta de locuras, Diótima, regresemos!” Camino a casa, ambos me escoltaron muy de cerca, por lo demás ya había perdido las ganas de escapar, pero no veía cómo podría soportar el tiempo de espera que ahora se iniciaba.




En el terror volví a casa. Ya no sabía quién era yo ni quién Arsés. Lo admiraba por haber rehusado combatir al gran león pero también lo detestaba por no transgredir todas las leyes para conseguirme. Viendo mi infortunio, mi madre aconsejó a Arsés acompañarme a consultar a un anciano sabio, venerado por las tribus de nuestras montañas. Originario de un imperio desconocido, ese sabio había recorrido toda Asia, al paso de su búfalo negro. Quienes se sentían abrumados por la aflicción, quienes buscaban la paz interior, venías de todas partes para encontrar ánimo junto a él. “Vayan a verlo, dijo mi madre, es muy anciano, eso es signo de sabiduría. Va donde su búfalo lo lleva, eso es bueno.”
Mi padre aprobó y, para gran sorpresa mía, nos propuso partir al día siguiente con nosotros. Después de varios días de búsqueda, descubrimos al sabio. Dormitaba encaramado en su búfalo y daba la impresión de ser increíblemente viejo. No pareció darse cuenta de nuestra llegada, sin embargo si uno de los muchachitos que jugaban en torno suyo le acercaba una flor o hierba para su búfalo, no dejaba de levantar débilmente los párpados para agradecer con la mirada. Sin decir nada, nos sentamos cerca de él, el búfalo se echó, el anciano se dejó deslizar entre sus patas y se adormeció, con la cabeza sobre el flanco del animal.
Por primera vez, desde hacía mucho tiempo, me sentía tranquila y me dormí bajo la mirada de Arsés que me hacía más hermosa. Cuando desperté, los niños y la gente de la tribu se habían marchado. Sólo quedaba una pareja que velaba al sabio durante la noche y un sacerdote que había encendido una fogata. Arsés me dijo que ese hombre seguía al anciano desde hacía mucho tiempo, grabando sus palabras en piedras que colocaba cerca de los pozos o a la orilla de los manantiales. Fui a preguntar al sacerdote para qué podían servir esas inscripciones entre tribus donde nadie sabía leer. Se contentó con sonreírme sin responder. Un súbito impulso me empujó a besarlo. Pareció feliz. A la mañana siguiente se fue antes de que yo despertara. Había dejado una piedra para mí, una piedra blanca muy hermosa, perfectamente lisa y suave, en la que no había nada escrito.
Cuando el anciano sabio despertó, los veladores lo atendieron con mucho esmero y respeto, él se prestaba agradeciéndoles con la sonrisa semiborrada que casi siempre flotaba en su rostro. Entonces Arsés me tomó de la mano y se acercó a él. Le narró nuestra historia y la razón por la que debía y no podía matar al gran león. El anciano lo dejó hablar sin decir nada. A veces parecía interrogarlo levantando levemente las cejas. En ese momento Arsés volvía atrás y añadía detalles o precisiones. Me parecía que, en ocasiones, el anciano se dormía o ya no escuchaba, pero Arsés no se dejó interrumpir y prosiguió su relato hasta el final. Luego hubo un largo silencio, el anciano, mecido sobre el lomo del búfalo que había reanudado su marcha, parecía dormir de nuevo. De pronto oímos los sonidos de una lengua extranjera, cuyos amplios ritmos, en el lindero del canto, no iban dirigidos a nuestros espíritus sino a nuestros cuerpos.
El búfalo negro se había detenido y pastaba. Me arrodillé en la hierba y Arsés hizo lo mismo. Sentíamos que el anciano no nos hablaba, pero nos arrastraba a abismos, a alturas, a inmensidades que ignorábamos hasta entonces y a los que no obstante podíamos seguirlo. Bruscamente se volvió hacia Arsés y, recobrando la palabra, le dijo: “Quizá la hora está cerca; pero si dentro de dos lunas el búfalo no nos ha guiado al sitio aún oculto, regresen a casa.”
Cerró los ojos y se durmió. No hubo discusión entre Arsés y yo, tampoco una decisión. Era obvio que no nos quedaba más que acompañar al anciano y esperar el acontecimiento. Cuando mi padre se fue, nos dijo que tenía confianza en una empresa que, sin embargo, parecía depender del azar.
Los días pasaban y la vida no dejaba de hacerse más lenta. En vez del galope de los caballos de Cambises, de las carreras de las jaurías, del vuelo de los halcones, su ritmo era el del paso arrastrado del búfalo negro. Yo ignoraba el sentido de su marcha, ignoraba cada vez más cosas y ya no sufría por ello. Pasamos de tribu en tribu, los vestidos, los dialectos, los modos de vida cambiaban, por doquier encontrábamos el mismo respeto, el mismo afecto por el anciano.
Arsés se había convertido poco a poco en el primer compañero, en el principal sirviente del anciano. Yo sentía que su corazón, su atención, su espíritu estaban constantemente cerca de los del sabio sin por ello alejarse de mí. No estaba celosa, me habría gustado hacer como él, pero algo me lo impedía.
La primera luna llegó a su término, llevábamos mucho camino andado pero sin acercarnos al territorio del gran león. Con la nueva luna, el viaje cambió y el búfalo tomó la dirección del levante.
De continuar así, pronto llegaríamos a proximidad de los dominios de la fiera y de nuevo sentí que mi corazón se llenaba de esperanza y de temor. Para gran decepción mía, el búfalo se detuvo en lo alto de una colina donde la hierba era de su agrado. Allí permanecimos varios días, inactivos, en el tumulto de una fiesta tribal. Afluían peregrinos de todas partes para ver al anciano más anciano, al antepasado de los antepasados o, como también decían, al niño más niño ya que corría el rumor de que pronto se apagaría. Era cierto que la sonrisa y el sueño se sucedían cada vez con mayor frecuencia en su rostro, pero ¿era eso lo que detenía al búfalo negro que, según Arsés, se había convertido en parte del mismo anciano?
Esa noche soñé con leones y con un combate en el que Arsés estaba a punto de resultar vencedor. En ese momento, una enorme ola se levantó en el mar. Avanzaba hacia nosotros rugiendo como el trueno. Era muy alta, muy azul y salpicada de soles rojos. Tirada en la orilla para ver mejor la victoria de Arsés, quise levantarme, escapar cuando parecía obvio que la ola que se abalanzaba sobre nosotros se tragaría todo. Algo en mí pensó: Deja de agitarte. Permanece donde estás. Arsés debió pensar lo mismo porque tampoco se movió. Entonces me sentí transportada de alegría por la belleza de la ola. Con el color del sol naciente, la ola se detuvo en medio del mar. Estaba suspendida por encima de nosotros, luciendo en lo más alto su terrorífica cabellera de espuma. Brillaba, iluminaba, nos daba calor sin dejar de ser, ni un instante, muy amenazante. Experimentaba toda la felicidad que había en ser, en estar allí, y desperté.
Corrí hacia Arsés, quería decirle lo que acababa de ver, preguntarle si no era yo quien, por mis esperanzas y mis terrores, impedía que el búfalo avanzara. No quiso escucharme, me llevó con el anciano y me dejó sola con él.
Le conté mi sueño sin estar segura de que estuviera oyéndome. Tal vez no era necesario pues me miraba sonriendo con una expresión vaga y contenta como si me viera por primera vez. Me sentía dichosa, cada vez más dichosa, me atreví a decirle: “A veces hablas del Tao, no comprendo de qué se trata. Enséñamelo, necesito que me ilumine.” Sus ojos se cerraron, seguro no me había oído. Más tarde, Arsés me dijo que en esa ocasión había transcurrido largo rato pero, para mí, fue tan sólo un instante de felicidad. Sin abrir los ojos, el anciano tomó mi mano, la volteó, con la palma hacia el cielo y, sintiendo que estaba completamente abierta y relajada, le dio el nombre de Tao.
Los días siguientes, continuamos caminando durante las primeras fases de la luna y por tierras de varias tribus. Con su paso tranquilo, el búfalo negro esta vez seguía un sendero casi recto en dirección del levante. A menudo me encontraba sola pues, como el niño-anciano perdía fuerzas y corría el riesgo de caer de su montura, Arsés ya no se le despegaba. Fue entonces cuando me di cuenta de que mi indomable corazón ya no deseaba nada.
Una mañana, al amanecer, Arsés vino a despertarme. El niño le había dicho: “Necesitas una lanza muy fuerte, un arco y tres flechas. Manda a Diótima a buscarlos.”
Así que la hora se acercaba, pero no sentí angustia cuando dirigí mi caballo hacia neustra comarca. Allí todos parecían estar aguardándome. Mi madre me dijo: “Nunca te había visto tan apacible.” Mi padre me condujo a casa de Cambises que quería entregarme él mismo las armas.
Cambises me mostró una lanza muy bella, con una punta peligrosamente afilada. “Fue un sueño el que me hizo escogerla, es mi preferida y la vi pasar de mis manos a las de Arsés.” Estaba seguro de que Arsés, decidido al combate, iba a vencer al gran león. Añadió: “El clan volverá a unirse y él te desposará, está bien. Ahora soy viejo. Gracias a tu presencia, nunca había pensado en ello. Desde que te fuiste lo sé.” Me entregó la lanza como un sacerdote, el sacerdote de los leones. También me dio un arco magnífico y tres flechas.

Tras una larga cabalgata, volví al lugar donde había dejado a Arsés y al niño. Ahora las huellas iban en línea recta y ya no semejaban a los interminables rodeos y retrocesos descritos por el búfalo negro durante la luna anterior.
Tenía enormes deseos de volver a ver a Arsés y más aún al anciano-niño cuya mirada, cuya presencia y, acaso, cuyo sueño me habían devuelto la paz. Unos peregrinos me dijeron: “Aquél que nos visitó pronto se apagará.”
Después de caminar un día y parte de la noche, logré darles alcance. Ya no era el lento cortejo de la primera luna, el búfalo ya no se detenía, pastaba y rumiaba mientras caminaba. El anciano había cambiado mucho, su vida ya no pendía más que de un hilo muy delgado. Cuando me acerqué a él, sonrió y me dijo en un suspiro: “La hora se acerca, eres tú quien me llevará.”
Hacia la noche, descendimos las colinas por las que caminábamos y llegamos hasta los linderos de los bosques y de una gran sabana desértica. Reconocí las fronteras del territorio de la fiera y, durante la noche, sentí su presencia en mis sueños. Arsés envió a dos cazadores a observarlo. Lo vieron acechar y matar, era el rey, el sol de los leones. Por el modo de mirar a Arsés, mi di cuenta de que no le daban muchas posibilidades de sobrevivir.
La orden del niño era de no moverse hasta el crepúsculo. Cuando el sol empezaba a declinar, despertó de un largo sueño. Nos dio órdenes breves y precisas que recordaban que en tiempos muy remotos había sido, en su país, un hombre poderoso y acaso jefe guerrero: “Ustedes avanzarán conmigo, Diótima a la izquierda, Arsés a la derecha del búfalo. Cuando veamos al gran león, Diótima me tomará en sus brazos y yo le indicaré lo que tendrá que hacer. Arsés nos seguirá hasta el momento en que le ordene detenerse. Plantará su lanza en el suelo, inclinada en dirección del león velando siempre por darle la cara. Para que el clan quede satisfecho, el león tiene que marcarte, serás pues marcado pero no morirás a condición de que nunca sueltes tu lanza. –No le temo a nada, respondió Arsés, puesto que te confío a Diótima.”
Caminamos mucho tiempo por el suelo arenoso, entre una hierba tan alta que apenas podíamos ver a unos cuantos largos delante de nosotros. El suelo quemaba y el aire, al entrarme en los pulmones, me lastimaba. Sentía la cercanía de la fiera, pero seguía manteniéndose invisible. También adivinaba en alguna parte la presencia de Ciro y de Cambises que debían estar esperando el acontecimiento. Con sorpresa vi que el anciano-niño, después de hablarnos con tanta claridad, se había dormido apaciblemente montado en el búfalo negro que caminaba sin titubear hacia el sitio que ignorábamos.
Arsés llevaba en la mano derecha la lanza de Cambises y las flechas de su arco sonaban en el carcaj. Al levantarse, la luna llena hizo resplandecer la punta de su lanza y me sentí conmovida al verlo brillar, también a él, con esa expresión intrépida y relajada tan suya.
Al salir de las hierbas altas, descubrimos frente a nosotros una extensión de arena y de rocas. En medio, admirable por su porte, por su estatura y y su soberbia, el gran león. Estaba arañando el suelo con sus garras, nos miraba gruñendo, como si montara guardia en la puerta del desierto. No se movía, pero estaba listo a atacar e instintivamente mis manos se crisparon para tomar una lanza. Sin turbarse por los rugidos más intensos de la fiera, el búfalo negro siguió avanzando tranquilamente en dirección suya. El niño despertó en ese momento y dijo a Arsés: “¡Aquí!”
Arsés se detuvo, posó el arco y el carcaj detrás de él y plantó su lanza en el suelo. El anciano me hizo señas para que lo tomara en brazos, era tan ligero que pude apoyarlo en mi pecho. Tocó la frente del búfalo, lo bendijo diciendo: “¡Has cargado tu fardo, regresa a casa!” Y el búfalo partió en dirección del Oriente. Me dijo: “Camina hacia el león.” Avancé, estrechando al niño contra mí, protegida por su presencia, sacudida por los rugidos cada vez más violentos del león que devastaban mi cuerpo mientras que mi espíritu permanecía en una profunda tranquilidad.
La fiera se abalanzó sobre nosotros. Cuando iba a saltar, el anciano le habló. Fue la indomable serenidad de su voz la que la detuvo. No le hablaba en ninguna lengua humana, pero yo podía comprender lo que decía. El león estaba frente a nosotros, enorme, con las fauces abiertas, abarcando con su terrible presencia mis ojos y todo lo que me restaba de vida. Un hilillo sonoro cada vez más suave salía de la garganta del niño que parecía acurrucado en mi seno, igual que yo me sentía acurrucada y protegida en él. La fiera se apaciguó. El anciano siguió hablándole en la lengua de sus dos cuerpos, hechos enteramente de nervios y músculos de león macho. Mi cuerpo, mi corazón tan temblorosos y tan tumultuosos se calmaron y pudieron unirse a mi espíritu que, en el lugar desconocido, permanecía siempre en paz. El niño se sentía transportado por la belleza, por el sombrío resplandor, el rugido solar del León. Me hizo sentir que frente al Gran Antepasado tenía que ayudarlo a ponerse de pie.
Así, era más alto de lo que imaginaba y, al tiempo que con su lenguaje penetraba en el corazón y en las arterias del otro, iba dándole a entender con breves caricias vocales que su imperiosa belleza y su gloria no debían desaparecer en el abismo de la vejez. “llegó nuestra hora, yo terminé mi viaje, tú alcanzaste la cumbre de tu grandeza.” Se estrecharon, los brazos del niño y los míos alrededor del cuello y de la melena del Antepasado, nuestras mejillas contra sus espantosas mejillas mientras que sus patas musculosas rodeaban con dulzura nuestros frágiles cuerpos. Yo lloraba, el anciano y el León quizá también lloraban conmigo, al mismo tiempo que me perdía en el diálogo insondable y en la unión de sus cuerpos.

Oí que el niño decía a la fiera: “¡Anda!” La hora de Arsés había sonado. Arsés, a quien yo amaba, que por un momento había olvidado para fundirme en el cara a cara, en la reconciliación del más grande de los hombres que me haya sido dado conocer con el hermano mayor, su hermano salvaje.
Arsés tenía su lanza en lo alto y no perdía la vista a la fiera. El León había aceptado la palabra del niño, pero todavía seguía dominado por el instinto. Trató de engañar y sorprender a Arsés. Éste, ejecutando con precisión los gestos que Cambises le había enseñado, siempre consiguió hacerle frente y herirlo. El furor se apoderó de la fiera y saltó. La lanza, sostenida con mano firme, la atravesó. Sólo hirió a Arsés y cayó fulminada.
Supe que debía llevar al niño junto al hermano mayor que agonizaba. Lo coloqué entre sus patas. Estrechó al león en sus brazos y dejó descansar la cabeza en su flanco: “Aquí estará nuestra tumba y el sitio de nuestra amistad. Ni lápida ni huella.” Murieron juntos. Me vi de rodillas ante ellos, Arsés estaba a mi lado, lleno de fuerza pese a sus heridas.
Él había vencido y yo estaba liberada. Estaba liberada y llorando, no podía dejar de llorar. Acababa de perder a aquél que había querido convertirse en mi niño. Tal vez Arsés también estaba llorando, pero no me atrevía a mirarlo. Cubierto de sangre del león, su cuerpo me hería, me cegaba con su luz.
Cambises y Ciro llegaron. Con su estilo grandioso, Cambises se inclinó frente a los dos cuerpos y, volviéndose hacia Arsés, le juró fidelidad. Arsés acogió su juramento y el de Ciro con su acostumbrada sencillez y el clan recobró su unidad perdida.
Levantaron una hoguera. Cuando los cuerpos de los muertos quedaron consumidos, Cambises ordenó que le trajeran los halcones y me pidió que los dejara en libertad: “Vas a irte, sin ti no volveré a cazar.” No estaba triste y me miró sonriendo mientras que los pájaros emprendían el vuelo. Partimos de allí al día siguiente, la mañana estaba límpida, aérea. Cambises se veía dichoso, pensaba, como yo, en sus halcones libres y en nuestras jornadas de antaño. Montaba un joven y soberbio semental. Lo echó a galopar por un sendero que no conocía. Un árbol recientemente derribado le obstruyó el paso. Cambises se sorprendió, pero jamás se había arredrado ante el obstáculo. El caballo tropezó con una rama y, en su caída, cayó sobre él. Cuando logramos liberar a Cambises, sus heridas eran mortales y sin dejar de sonreírme empezó a agonizar. Su rostro se fue llenando de una gran serenidad, fue a unirse con los halcones en lo más alto del aire donde expiró majestuosamente, en mis brazos.

Cuando el sol despuntaba, enterramos sus cenizas junto a las del niño y del antepasado. Ninguna marca en el lugar donde están sepultadas. Ese sitio, con las rocas y el espacio ardiente que lo rodean, sigue siendo sagrado. Si allí llegan a encontrarse hombres y leones, nadie ataca y nadie huye.



Henry Bauchau
Diótima y los leones
Verdehalago

3 comentarios:

  1. Me gustó. El problema es que de transcribirlo me quedé sin aliento.

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  2. que paso primo?..

    para eso estoy yo

    cuando quieras lo hago sin cargosss, en fin te debo lo d ese boleto.. :)

    en serio ehhh

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