miércoles, 10 de marzo de 2010

EL CEMENTERIO MISTERIOSO

Este cuento pertenece al libro Catástrofes (Tales of Natural and Unnatural Catastrophes) de Patricia Highsmith.
Catástrofes es un libro lleno, valga la redundancia, de catástrofes con un humor negro delicioso y que, a pesar de ser escrito en 1987, no ha perdido vigencia.
El cementerio misterioso es una excelente muestra:

EL CEMENTERIO MISTERIOSO

En las afueras de la pequeña ciudad de G..., al este de Austria, se extiende un pequeño cementerio, en su mayor parte lleno de restos de gente pobre, sin nada que señale sus sepulturas o, en el mejor de los casos, sólo fragmentos dispersos de lápidas sepulcrales. A pesar de ello, el cementerio se hizo famoso por sus extrañas excrecencias, figurillas bulbosas de color verde azulado y blanco sucio, parecidas a hongos, que de forma sobrenatural brotaban del suelo y alcanzaban, algunas, los dos metros o casi. Otras medían sólo cincuenta centímetros, y había aún más pequeñas, pero todas eran raras, sin igual en la naturaleza, ni siquiera el coral. Después de que varias de las pequeñas se manifestaran por encima de la tierra herbosa y cubierta de barro, el cuidador del cementerio dio parte a una de las enfermeras del Hospital Nacional, que se alzaba al lado. El cementerio se encontraba detrás del edificio de ladrillo rojo del hospital, y no era fácil verlo al acercarse por la única carretera que pasaba por delante del hospital. Una desviación conducía a la puerta principal.

El cuidador, Andreas Silzer, explicó que había derribado un par de esas cosas con su azada y las había echado al estercolero creyendo que se pudrirían, pero no había sido así.
- Es sólo un hongo, pero están saliendo más - dijo Andreas -. He echado fungicida, pero no quiero matar las flores con algo más fuerte.
Andreas cuidaba fielmente los pensamientos, rosales y otras especies plantadas por los parientes de algunos difuntos. De vez en cuando le daban una propina por sus servicios.
La enfermera tardó varios segundos en contestar.
- Se lo diré al doctor Müller. Gracias, Andreas.

La enfermera Susanne Richter no informó a nadie de lo dicho por Andreas. Tenía sus razones, o sus racionalizaciones. La primera, que probablemente Andreas exageraba y sólo había visto unos cuantos hongos grandes en las lápidas, fruto de las últimas y copiosas lluvias; la segunda, que Susanne sabía cuál era su sitio, un buen sitio, y quería conservarlo evitando que la tomasen por una entrometida que se ocupaba de algo que no le incumbía, a saber: el cementerio.

Casi nadie ponía los pies en el oscuro campo detrás del Hospital Nacional, excepto Andreas, que contaría unos sesenta y cinco años y vivía con su esposa en la ciudad. Tres días a la semana cogía la bicicleta para acudir al trabajo. Andreas estaba semirretirado y recibía un estipendio por cuidar el cementerio y el jardín del hospital, además de la pensión que cobraba del estado. Había aproximadamente tres entierros al mes, a los que asistían el cura de la localidad, que pronunciaba unas cuantas palabras, los sepultureros, que esperaban a un lado el momento de rellenar la fosa, y sólo la mitad de las veces, más o menos, algún pariente del difunto. Muchos de los ancianos que fallecían, hombres y mujeres, estaban prácticamente solos en el mundo, o bien sus hijos vivían muy lejos de allí. El Hospital Nacional Número Treinta y Seis era un lugar triste.

No era triste, sin embargo, a ojos de un joven estudiante de medicina de la Universidad de G... llamado Oktavian Ziegler. Tenía veintidós años, y era alto y delgado, pero su energía y su sentido del humor le hacían popular entre las chicas. Además, era un alumno brillante que gozaba del favor de sus maestros. De hecho, Oktavian - se llamaba así porque su padre, que tocaba el oboe, idolatraba la música de Richard Strauss y en otro tiempo había albergado la esperanza de que su hijo llegase a ser compositor - había asistido como invitado a algunos experimentos que médicos del hospital y un par de profesores hacían con enfermos de cáncer incurables. Los experimentos tenían lugar en una sala grande del último piso del hospital, donde había mesas largas, varias pilas con el correspondiente grifo y buena iluminación. Las condiciones sanitarias no eran esenciales, ya que en ese piso los experimentos se hacían con cadáveres, o, en su defecto, con fragmentos de tejido canceroso extraídos de un paciente vivo o de un cadáver antes de enterrarlo en el cementerio. Los doctores trataban de averiguar más cosas sobre las causas y la curación del cáncer, así como por qué crecía después de aparecer. Aquel mismo año científicos norteamericanos hablan descubierto que determinada peculiaridad de un gene era un primer paso hacia el cáncer, pero la temida enfermedad necesitaba un segundo paso para que las células malignas empezaran a formarse. «Agentes cancerígenos» era el término general que se aplicaba a los elementos que, introducidos en conejillos de Indias o en cualquier organismo, podían iniciar el cáncer si el organismo huésped daba, por su naturaleza, el primer paso. Todo eso ya era del dominio público. Los doctores y científicos del Hospital Nacional querían averiguar más cosas, la tasa y la razón del crecimiento, la respuesta del cáncer cuando se inyectaban dosis masivas de agentes cancerígenos en un tejido ya canceroso, experimentos difíciles de llevar a cabo con seres humanos vivos, pero posibles con órganos o tejidos nutridos independientemente por sangre suministrada por medio de una pequeña bomba, pongamos por caso. No había forma de purificar cierta cantidad de sangre como no fuese reciclándola a través de depuradores o añadiéndole constantemente sangre nueva, pero ninguno de los médicos quería llevar a cabo un experimento durante semanas seguidas. Lo que sí observaron los doctores y Oktavian, al examinar una sección cancerosa de hígado (de un paciente muerto), fue que el tejido enfermo, tras administrarle agentes cancerígenos, siguió creciendo incluso después de interrumpir el suministro de sangre y eliminar la que ya se había administrado. Los doctores no juzgaron necesario tratar de averiguar qué tamaño alcanzaría, aunque guardaron un poco para observarlo al microscopio esperanzados en que les proporcionara alguna información nueva. Los restos se eliminaban en el sótano del hospital, donde había un horno de tamaño respetable e independiente del sistema de calefacción usado exclusivamente para quemar vendajes y toda suerte de trapos sucios...

No se hacía lo mismo con los tres o cuatro cadáveres que cada mes se enterraban en el cementerio, sin embalsamar y a veces envueltos en una mortaja en lugar de metidos en un ataúd de madera. Durante los últimos días de algunos pacientes cancerosos, cuando la morfina había dormido sus sentidos y la anestesia local se encargaba del resto, los doctores les inyectaban agentes cancerígenos, con la esperanza de hacer un hallazgo explosivo, como dirían los periodistas, aunque los médicos jamás habrían utilizado semejantes palabras. Y, en efecto, los cánceres crecían y los pacientes incurables morían, no siempre antes de lo debido a consecuencia de los experimentos. Algunos de los tumores agrandados se extirpaban, pero sólo a veces.

Oktavian tenía asignada una tarea considerada servil y apropiada para un estudiante; encargarse de que los «cadáveres de prueba» bajasen en el ascensor antiguo y grande, el de la parte trasera, desde el laboratorio del último piso, para llevarlos al cementerio tras una breve escala en el depósito del sótano para recoger el ataúd o la mortaja. Los dos o tres sepultureros eran trabajadores eventuales que tenían otros empleos. Oktavian les llamaba por teléfono, a veces con poca antelación, y procuraban hacer todo lo posible. Uno de los hombres solía estar algo bebido, pero Oktavian hacía la vista gorda, bromeaba con ellos y se cercioraba de que la sepultura fuese lo suficientemente profunda. A veces tenían que enterrar un cadáver encima o al lado de otro, y otras veces echaban cal en la sepultura. Estas cosas las hacían, por supuesto, en el caso de los difuntos pobres, a cuyo entierro no asistía ningún pariente. Fue durante una de esas inhumaciones, en otoño, cuando Oktavian reparó en las excrecencias redondeadas de que Andreas había hablado a la enfermera unos días antes. Oktavian se fijó en ellas mientras fumaba un cigarrillo, cosa que hacía raras veces, y golpeaba el suelo con los pies para sacudirse el frío. En seguida supo lo que eran y qué las había causado, pero no dijo ni una palabra a los hombres que se afanaban con las palas. Fue a investigar una de ellas (vio por lo menos diez) cerca de él, y como la noche era bastante oscura tropezó con una lápida caída. La cosa era de color blanco tirando a azul, medía unos quince centímetros de altura, el extremo era redondeado y por su mitad corría una especie de circunvolución o pliegue que desaparecía en la tierra. Oktavian se sorprendió, regocijado y ansioso a la vez. En comparación con lo que él y sus superiores habían producido en el laboratorio, las excrecencias eran enormes. ¿Y qué tamaño tendrían bajo tierra para haberse abierto paso hasta la superficie desde casi dos metros de profundidad?

Oktavian volvió con los enterradores y se dio cuenta de que contenía la respiración desde hacía unos momentos. Supuso que las excrecencias que acababa de ver en la oscuridad eran sumamente infecciosas. Estaba casi seguro de ello. En ellas se combinarían los agentes cancerígenos inyectados por los doctores con las células enloquecidas causantes del cáncer en un principio. ¿Qué tamaño adquirirían? ¿Y qué las estaría nutriendo? ¡Aterradoras preguntas! De vez en cuando, como la mayoría de los estudiantes de medicina, Oktavian enviaba a sus amigotes alguna que otra parte de la anatomía humana. Cuando un tipo recibía un regalito de esos por correo, mandado por una estudiante, casi se lo tomaba como muestra de afecto, pero ¿algo como esto? No.

- ¡Vamos a alisarla! - dijo Oktavian a los trabajadores y, dando ejemplo, empezó a pisotear el montículo de tierra que señalaba la nueva sepultura. Paf, paf, paf, los cuatro juntos. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que una curva pálida brotase del suelo?, se preguntó Oktavian.
El joven se guardó su secreto hasta el sábado siguiente, día en que tenía una cita con Marianne, su chica favorita desde hacía cosa de un mes.
Marianne no era ninguna belleza, estudiaba como un demonio, raramente se tomaba tiempo para pintarse los labios y apenas se peinaba el pelo castaño claro cuando salían, pero Oktavian la adoraba por la facilidad con que reía. Después de pasar tantas horas quemándose las cejas ante los libros, cuando los cerraba, Marianne estallaba de gozo y libertad y a Oktavian le gustaba pensar, aunque era demasiado realista para creérselo, que él era el único agente de la transformación obrada en la muchacha.

- Esta noche haremos algo especial - dijo Oktavian al recogerla en el vestíbulo de la residencia. Vio que, siguiendo sus instrucciones, llevaba chanclos. Oktavian tenía una moto de dos plazas.
- ¡No pretenderás hacer una excursión en plena noche!
- ¡Espera!

Oktavian puso la moto en marcha.
Llovía ligeramente y soplaban ráfagas de viento frío. Una noche de perros, pero noche de sábado. Marianne se aferró a la cintura de Oktavian, bajó la cabeza metida en el casco y se echó a reír mientras a toda velocidad se internaban en la campiña.
- ¡Ya hemos llegado! - dijo finalmente él, deteniéndose.
- ¿Al hospital?
- No, al cementerio - susurró Oktavian, cogiéndole una mano -. Ven conmigo.

No le soltó la mano ni un solo momento. Las excrecencias pálidas y fantasmales han crecido, pensó Oktavian. ¿O eran imaginaciones suyas? El asombro dejó a Marianne sin habla. No podía reír. Soltó un respingo, desconcertada. Oktavian le explicó lo que eran esas excrecencias. Llevaba una linterna en el bolsillo. ¡Una de las formas bulbosas tenía casi un metro de altura! Marianne comentó que se parecía bastante a un feto, en esa etapa en que pez y mamífero muestran sus rudimentarias agallas debajo de lo que será la cabeza. Marianne tenía espíritu de artista; a Oktavian quizá nunca se le habría ocurrido un comentario semejante.

- ¿Qué van a hacer? - susurró la chica -, ¿Los doctores no están enterados de esto?
- No lo sé - replicó Oktavian -. Alguien dará parte.
Oktavian intentaba atraerla hacia el centro del campo en tinieblas. Alas allá, a su izquierda, se alzaba el edificio de cinco plantas del hospital, con la mitad de sus ventanas iluminadas, En el último piso había luz.
- ¡Fíjate en esto! - exclamó Oktavian, cuya linterna acababa de chocar con algo.

Era una excrescencia doble, como una pareja de siameses unidos por la cabeza, dos cabezas separadas y dos brazos en los que se veían dedos - no cinco en cada mano, sino algo parecido a unos cuantos dedos - en sus extremos. Un accidente, desde luego, pero rarísimo. Oktavian sonrió torcidamente, pero fue incapaz de reír. Marianne le tiró de la manga.
- Bueno - dijo él -. Te juro que... ¡Me parece que acabo de ver crecer una de ellas!

Marianne anduvo delante de él hasta la motocicleta. Oktavian pensó que era asombroso que ningún médico o ninguna enfermera, al asomarse a una ventana, hubiera visto lo que estaba ocurriendo en el campo. ¡Daba risa pensar que los doctores, los internos y las enfermeras estaban tan ocupados en sus cosas que no disponían de unos segundos para asomarse a una ventana o dar un corto paseo!

Media hora después, cuando Marianne y Oktavian se encontraban sentados en una pequeña posada, comiendo un goulash caliente y picante, mientras el fuego crepitaba alegremente en una chimenea cercana, sí rieron, aunque en espasmos nerviosos.
- ¡...tengo que decírselo a Hans! - dijo Oktavian -. ¡Se va a quedar turulato!
- Y a Marie - Luise. ¡Y a Jakob!
Marianne mostró la sonrisa que reservaba para la noche del sábado.
- Será mejor que organicemos una fiesta. Y pronto. Porque apenas queda tiempo - dijo Oktavian con acento serio.
Marianne supo a qué se refería. Hicieron planes, confeccionaron una lista de elegidos, unos doce. El sábado siguiente podía ser demasiado tarde, quizá el hospital habría descubierto el estado del cementerio y hecho algo al respecto.
- Una fiesta de fantasmas - dijo Marianne -. Nos pondremos sábanas... aunque llueva.

Oktavian no contestó, pues Marianne le conocía lo suficientemente bien como para saber que estaba de acuerdo. Se preguntaba si el agua de lluvia contribuiría al crecimiento de aquellos tumores demenciales. ¿Y el suelo? Después de agotarse la provisión de sangre de los cadáveres, ¿podían los atareados vasos sanguíneos que alimentaban los cánceres empezar a capturar gusanos de tierra y aprovechar su magro contenido de sustancias nutritivas? ¿Se alargarían incluso los capilares intentando alcanzar los cadáveres adyacentes? Cualesquiera que fuesen las respuestas, una cosa estaba clara: la muerte del anfitrión no significaba el fin del cáncer.

Algunos se burlaron, otros se mostraron cínicos e incrédulos cuando Oktavian y Marianne les invitaron verbalmente, de forma discreta, a la Fiesta de Auténticos Fantasmas que se celebraría la noche del martes en el cementerio del Hospital Nacional Número Treinta y Seis. Ven envuelto en una sábana o tráete una y preséntate allí a las doce menos cuarto, fueron las instrucciones.

El martes por la noche de nuevo llovía un poco, aunque no lo había hecho durante los últimos dos o tres días y Oktavian había albergado la esperanza de que el buen tiempo durase. Sin embargo, el Schnürlregen no consiguió ahogar los ánimos de la docena y pico de estudiantes de medicina que llegaron al cementerio con más o menos puntualidad, algunos en bicicleta, ya que habían sido advertidos de que no hicieran ruido. Nadie quería que los del hospital cayeran sobre ellos.

Se oyeron « ¡Oooohs!» apagados y otras exclamaciones cuando los estudiantes envueltos en sábanas exploraron el cementerio, pese a que Oktavian había pedido a todos que guardaran silencio.
- ¡Es un camelo! ¡Pelotas de plástico! ¡Serás...! - le susurró una chica audiblemente a Oktavian.
- ¡No! ¡No! - respondió él, susurrando también.
- ¡Atiza! ¡Dios mío, mirad esto! - exclamó un joven, procurando no levantar la voz.
- ¿Enfermos de cáncer? ¡Santa Madre de Dios, Okky! ¿Qué clase de experimentos estáis haciendo? - dijo un tipo serio cerca de Oktavian.

Figuras envueltas en sábanas daban vueltas por el cementerio, vagando entre las lápidas sepulcrales bajo la noche sin luna, iluminando cuidadosamente el suelo con las linternas de bolsillo para no tropezar y llamar la atención. Oktavian había pensado organizar un ballet circular, un ballet de fantasmas alrededor del cementerio, pero le daba miedo alzar la voz para decirlo y, por otra parte, no era necesario. Empujados por la excitación nerviosa, el miedo, el desconcierto colectivo, los estudiantes iniciaron una danza que al principio no iba en la misma dirección, pero que pronto se organizó espontáneamente en una especie de círculo que se movía en sentido contrario a las agujas del reloj, un círculo que daba traspiés, recobraba el equilibrio, las manos unidas, canturreando, riéndose por lo bajo, las sábanas pálidas y mojadas flotando a impulsos del viento.

Las luces del Hospital Nacional brillaban como siempre. Casi la mitad de las ventanas eran rectángulos de luz, observó Oktavian. Con una mano sujetaba la de Marianne y con la otra la de un compañero.
- ¡Mirad esto! ¡Eh, mirad! - dijo un chico, iluminando con su linterna algo que le llegaba hasta la cadera -. ¡Es de color rosa por debajo! ¡Lo juro!
- ¡Cierra el pico, por lo que más quieras! - le susurró Oktavian.
En ese momento Oktavian observó que un muchacho al otro lado del círculo daba una patada a un bulto pálido y reía.
- ¡Están clavados en el suelo! ¡Son de caucho!
¡Oktavian le habría matado de buena gana! ¡El tipo no se merecía el título de médico!
- ¡Es de verdad, so cretino! - dijo Oktavian -. ¡Y cállate de una vez!
- ¡Sarampión, urracas, gusanos y paperas! - cantaban los estudiantes, moviendo las piernas como si bailaran la conga. El círculo giraba lentamente.

Se oyó un silbato.
- ¡A correr todos! - gritó Oktavian, comprendiendo que algún vigilante del hospital les habla visto u oído, quizá el viejo que casi siempre estaba dormido al dar la medianoche, en el vestíbulo, a unos pasos de la puerta principal. Oktavian y Marianne echaron a correr hacia la motocicleta aparcada junto a la carretera.
Los demás les siguieron, riendo, cayendo, soltando exclamaciones. Algunos habían ido en coche, pero los coches estaban un poco lejos de allí.
- ¡Eh! - Oktavian llamó a un chico y una chica que corrían cerca de él -. ¡Ni pío sobre todo esto! ¡Decidlo a los demás!
Se dispersaron, guardando silencio, un silencio sorprendente de tan perfecto, las sábanas dobladas, como un ejército bien adiestrado. Oktavian empujó la moto varios metros antes de poner el motor en marcha. Detrás de ellos unas figuras con linternas se movían despacio, gente del hospital, investigando los lindes del cementerio.

Durante los días siguientes Oktavian se dejó ver poco. Tenía mucho trabajo en la universidad, y lo mismo les ocurría a los otros. Pero echaron un vistazo al G... Anzeiger, el periódico de la ciudad. No decía ni una palabra sobre ningún «incidente» o «gamberros» en el cementerio del Hospital Nacional; Oktavian ya había previsto ese silencio: las autoridades no podían permitir que se supiera que alguien había pisoteado las sepulturas o derribado un par de macetas, porque, de haberlo permitido, los parientes de algunos difuntos habrían ido al cementerio para arreglar los desperfectos y se habrían quejado de lo descuidado que estaba el camposanto; por otra parte, los del hospital no querrían que la gente se enterase de la existencia de las extrañas excrecencias, ya lo bastante numerosas como para llamar la atención de cualquiera. Oktavian pensó que los del hospital debían de estar alarmadísimos.

El jueves por la noche Oktavian se presentó en el Hospital Nacional a las nueve, como de costumbre, para trabajar con los doctores en el último piso. Al aparcar la moto había mirado furtivamente hacia el cementerio. Estaba tan oscuro como siempre pero, pese a ello, había podido ver los pálidos globos, seis o siete, quizá los mismos de antes. Al llegar arriba, notó un cambio en el ambiente. El doctor Stefan Roeg, el más joven de todos y el doctor con quien mejor se llevaba Oktavian, le dijo «hola» y «buenas noches» casi sin pausa entre las dos cosas. Llevaba chanclos y un paraguas en la mano, aunque no llovía, y saltaba a la vista que había ido a recogerlos. El anciano profesor Braun, cuya cabeza estaba en las nubes y era calva a excepción de unos largos mechones grises sobre las orejas, fue la única persona de las siete allí presentes que se comportó como de costumbre. Se mostró dispuesto a hablar de los «progresos» hechos por unos trocitos de tejido colocados debajo de unas campanas de cristal desde la semana anterior. Oktavian pudo ver que los demás lo dejaban correr. En sus caras se pintaron sonrisas corteses al despedirse del profesor Braun.

- Es peligroso - dijo apresuradamente uno de los doctores al profesor Braun, antes de irse.
Oktavian también se las ingenió para escabullirse. ¿El viejo profesor Braun se quedaría trabajando hasta después de la medianoche, completamente solo? Oktavian y los doctores bajaron en silencio los cinco tramos de escalera. Oktavian supuso que lo más prudente era no hacer preguntas. Todos conocían un secreto espantoso. Los doctores le estaban tratando, a él, un simple estudiante, como a un igual. ¿Tendrían los doctores un plan de acción? ¿O se limitarían a mantener la boca cerrada?

De un modo u otro, la noticia trascendió. Unos cuantos ciudadanos curiosos fueron a contemplar el cementerio desde cierta distancia. Oktavian los vio cuando hizo una rápida visita con su moto. Había tres o cuatro personas que no se atrevían a entrar en el recinto y desde sus lindes contemplaban aquellas excrecencias que, bajo la luz del crepúsculo, parecían globos atados. Eran fantasmas; malos espíritus de criminales y víctimas de horribles enfermedades enterrados allí; eran el extraño resultado de la lluvia radiactiva procedente de las pruebas nucleares; eran la consecuencia de las condiciones antihigiénicas imperantes en el Hospital Nacional, que, como todo el mundo sabía, no era el más moderno de la nación. Marianne informo a Oktavian de algunas de estas conjeturas; las había oído de boca de las asistentas de su residencia que ni siquiera habían visto el cementerio.

El G... Anzeiger dio cuenta de la muerte de Andreas Silzer en una escueta nota. «Fiel cuidador del jardín del Hospital Nacional.» Había muerto de «tumores metastásicos». Oktavian pensó que el pobre Andreas había estado expuesto durante meses a las excrecencias del cementerio. ¿Acaso las autoridades no pensaban limpiar nunca aquel sitio?
Un sábado, al caer la tarde, Oktavian y Marianne subieron hasta el hospital y vieron dos enormes camiones en el aparcamiento. En el cementerio, un par de linternas daban algo de luz y unas figuras se movían de un lado para otro. Acercándose, pudieron ver que las figuras llevaban mascarillas quirúrgicas y uniformes grises, y empuñaban picos y palas con las manos enguantadas.
- ¡Basureros! - susurró Marianne -. ¡Mira! ¡Están metiendo esas cosas en grandes bolsas de plástico!
Oktavian observó.
- ¿Qué harán luego con las bolsas? - dijo, casi hablando consigo mismo -. Anda. Vámonos de aquí.

Al cabo de sólo dos días, uno de los basureros sufrió un ataque. Su esposa se negó a que lo trasladasen al Hospital Nacional, y dijo que se había puesto enfermo trabajando en el cementerio. Sus palabras levantaron la tapadera, toda vez que fueron publicadas en el Anzeiger. A continuación, los demás «trabajadores de saneamiento» comenzaron a quejarse de náuseas y debilidad. El cementerio y unos cuantos metros alrededor fueron aislados con una pesada valla de alambre en la que había indicaciones de «peligro de muerte». Una amplia puerta en la valla permitió que entrase un bulldozer que levantó todo el terreno. Trabajadores enfundados de pies a cabeza en trajes aislantes regaron el suelo con toda suerte de desinfectantes. El Hospital Nacional fue evacuado, y hasta el edifico propiamente dicho fue lavado y desinfectado. El Anzeiger informó que un hongo desconocido había atacado el cementerio, y que, hasta que las autoridades médicas averiguasen más cosas sobre él, se consideraba aconsejable cerrar el recinto al público.

Mas las excrecencias seguían apareciendo, curvas pequeñas y bajas, al principio, por toda la superficie revuelta del cementerio. Luego el crecimiento se hizo más rápido, como surgido de la nada: un metro, dos metros en una quincena. Llegaron artistas y se pusieron a dibujar, sentados en taburetes plegables. Otras personas tomaron fotografías, y las más prudentes se mantuvieron a distancia observando mediante prismáticos. Se decía que habían extraído la tierra del cementerio hasta dos e incluso tres metros de profundidad. Pero ¿dónde la depositarían las autoridades? Varias semanas antes la Sociedad por la Conservación del Mar había conseguido que se aprobasen unas leyes: la tierra del cementerio del Hospital Nacional Treinta y Seis de G... no debía verterse en el océano ni en el mar. Los agricultores y los ecologistas del país protestaron cuando se habló de enterrar la tierra del cementerio en sus campos o en terrenos municipales, a la profundidad que fuese. Los guardias fronterizos de las naciones limítrofes examinaban con especial minuciosidad la carga de los camiones que salían del país, no fuera que, disimulados entre la mercancía, transportaran escombros del cementerio.

En vista de todo ello, se optó por la incineración. Aumentaron hasta alturas absurdas las primas por trabajos peligrosos para los hombres que manejaban las grúas cargando la tierra en contenedores luego remolcados hasta la puerta trasera del hospital, la misma que tantos cadáveres habían cruzado en dirección contraria. El viejo y voluminoso horno de calefacción y el horno para quemar desechos entraron de nuevo en servicio; eran las únicas cosas del edificio que funcionaban. Las cenizas quedaban reducidas a un tamaño menor que el de la tierra, negras y gris oscuro, pero los trabajadores las manipulaban con parecida precaución. ¿Había que arrojarlas al mar? No, eso también estaba prohibido. En realidad, nada podía hacerse con las cenizas salvo meterlas en pesados sacos de plástico y por el momento almacenarlas en el depósito de cadáveres del sótano y en la planta baja del edificio.

Y seguían apareciendo excrecencias, como si cientos de esporas se hubiesen esparcido por doquier a causa de tanto talar y excavar, pero eso no era más que un pensamiento poético, reflexionó Oktavian, porque los tumores no nacían de esporas. Con todo, ¡asombraba ver cuan fértil era la tierra del cementerio! Pero Oktavian se olvidó del Hospital Nacional a causa de los exámenes finales. A Marianne todavía le quedaba un año para terminar; luego pensaban casarse.

A pesar de la ruidosa desaprobación oficial, contrarrestada por los vítores de la izquierda radical de las artes, los escultores empezaron a incluir en sus exposiciones obras inspiradas en las formas vistas y dibujadas en el cementerio del Hospital Nacional Número Treinta y Seis. Las esculturas no eran desagradables y se componían de numerosas curvas parecidas a nalgas o senos, según como a uno le diera por interpretarlas. Algunas fueron premiadas. Una, casi abstracta, hacía pensar en una mujer regordeta con una de esas pelotas que es frecuente ver en las playas; otra, de una figura sentada, llevaba por título «Maternidad».

El terreno del cementerio, aunque ahora era más bajo, continuaba vomitando sus extraños frutos. Trabajadores equipados con mascarillas y guantes - principalmente jubilados - los cortaban por la base a golpes de azada, como si estuvieran en el jardín de su casa, tratando de arrancar malas hierbas empecinadas. Las raíces de algunas excrecencias eran tan profundas, que los trabajadores sugirieron excavar y volver a quemar el cementerio. Las autoridades municipales estaban hartas. Ya se habían gastado millones de schillings. Decidieron limitarse a vallar toda la zona y procurar olvidar el asunto. La carretera que pasaba por delante del hospital vacío no iba a ninguna parte; sólo subía hasta las montañas y allí se convertía en un camino utilizado principalmente por excursionistas. La gente se olvidaría del cementerio. La prensa ya había dejado de hablar de él. Se sabía que en el Hospital Nacional unos doctores habían hecho experimentos relacionados con el cáncer, pero la culpa de las condiciones reinantes en el cementerio se repartía entre tantas personas, que no se imputó la responsabilidad a ningún médico o administrador del hospital.

Pero las autoridades se equivocaron al pensar que el cementerio caería en el olvido. Se convirtió en una atracción turística, superando, con mucho, la popularidad de la Geburtshaus de un poeta de segunda fila en G... Las postales del cementerio se vendían como rosquillas. Llegaron artistas de muchos países, también científicos (aunque las pruebas hechas con especímenes sacados del cementerio no dieron más información sobre las causas y las curas del cáncer). Artistas y críticos de arte comentaron que las formas de la naturaleza, tal como se manifestaban en las excrecencias del cementerio, superaban en ingenio a las de los cristales y la estética obligaba a no despreciarlas. Algunos filósofos y poetas compararon las grotescas formas con la destrucción del alma humana por el propio hombre, con una manipulación chapucera y demencial de la naturaleza, igual que la que había dado por resultado la maldita bomba atómica. Otros filósofos respondieron: « ¿Acaso el cáncer no es natural en el hombre?»

Oktavian le comentó a Marianne que semejante pregunta podía hacerse sin correr ningún peligro, pues la respuesta podía ser sí o no, o bien sí o no según a quien se diera, y las discusiones en torno a ello podrían prolongarse eternamente.




Patricia Highsmith (1921-1995) era un escritora texana especialmente famosa por sus obras de suspense. Hitchcock llevó a la pantalla grande su novela Strangers on a train, cuyo guión lo realizó Raymond Chandler. También ha sido llevada al cine, en diferentes ocasiones, su saga de el Señor Ripley.

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