Aprovechando la coincidencia futbolera, dos novelas de Seix Barral:
Representando a Alemania tenemos a Markus Orths con La camarera; por Argentina a Guillermo Saccomanno con El oficinista. La camarera y el oficinista comparten el deseo de ser otros. Son seres hastiados: la camarera por no tener a qué aferrarse; el oficinista por el exceso de “cosas” que nunca quiso: una esposa que hace mucho perdió su belleza juvenil, una manada de críos obesos e irrespetuosos y un trabajo rutinario. La camarera es una joven en busca de ese “algo” que la demás gente parece conseguir fácilmente: quiere ser normal. El oficinista sueña con abandonar todo, pero necesita un cómplice. Tanto la camarera como el oficinista, sin proponérselo, buscan vicios para llenar los vacíos. Ese vicio es el sexo.
Orths mueve a la camarera por lo que bien puede ser cualquier ciudad europea. Utiliza un lenguaje claro y conciso. El ritmo es frenético. Prepondera la acción pero sin descuidar la reflexión. Aprovecha el morbo generado por saber lo que puede ver y escuchar una camarera y lo lleva al máximo.
Saccomanno mueve al oficinista por lo que bien puede ser cualquier ciudad de América Latina. Ritmo fluido, pero más reflexivo. Lleno de ricas imágenes. Utiliza la preocupación de pasar años haciendo lo mismo sin ser dueño de nuestra propia vida. La gran diferencia aquí es que el ambiente juega un papel muy importante: lo que pasa en las calles bien pudiera pasar mañana.
La camarera y el oficinista se vuelven personajes entrañables. Con ella se identificarán los jóvenes que siguen buscando su identidad y que desean vivir (aunque sólo sea por morbo) la vida a través de los otros. Con él harán lo mismo aquellos que están cansados de su vida rutinaria y que sueñan con hacer algo para cambiarla.
Pronto harán la versión cinematográfica de La camarera. El oficinista ganó el Premio Biblioteca Breve 2010. Ambas novelas muy recomendables. Las únicas diferencias palpables son la cantidad de páginas (La camarera: 143; El oficinista: 200) y el precio (La camarera: $150; El oficinista: $420).
Ha abierto la puerta y dado el último paso. Se detiene de nuevo, se vuelve, el viento le echa el cabello en el rostro. El edificio se alza allí, imponente, aunque la fachada es de cristal. Demasiado cristal, pensó Lynn seis meses antes, cuando vio por vez primera el edificio, demasiado cristal y esas siluetas de pájaros pegadas: ¿por qué no muros, piedra, cemento? ¿O rejas? La parada del autobús no está lejos. Un taxi saldría demasiado caro. ¿Y ahora? Conoce el punto de destino y no lo conoce. Sabe lo que hay que hacer y no lo sabe. Sigue el camino fijado. Se deja la mochila puesta, en la parada tiene que sentarse en el borde del banco, pues de lo contrario detrás no le queda sitio para la mochila. Se mira las zapatillas de deporte, deshilachadas, levanta la vista, en la parada hay gente que ella no conoce esperando. Un hombre da caladas de vez en cuando a un cigarrillo. Otro va arriba y abajo. Una anciana estudia el horario de la marquesina y va pasando un dedo a medida que lee. En las paradas de los autobuses a Lynn le gusta jugar a un juego: ¿Qué pasaría sí…? Imagina: ¿Qué pasaría si nadie me viera? La gente no repararía en mí, me atravesaría. Como si yo no existiera. Sería bonito y espeluznante al mismo tiempo. Si nadie me ve, ya no tengo ninguna obligación; si nadie me ve, me desvanezco en una solución de calma y vivo como debajo del agua. Pero si nadie me ve, también dejo de existir, no soy nadie, tan sólo espíritu, no, no espíritu, tan sólo una porción de aire que ni siquiera puede volver a soplar, condenado para siempre a permanecer inmóvil.
Un oficinista sueña que se queda dormido en el último viaje y sueña que es un perro. El perro se duerme. Y al despertar es el último oficinista que se ha quedado dormido en el último subte. Al despertar, la realidad es más terrible que antes del sueño. Porque al despertar es otra vez un hombre. Esta noche, al despertar en el fondo del último vagón del último subte tiene la sensación de que su destino está escrito. Se pregunta qué es más difícil, si despertar a uno que está dormido o a uno que, como él, despierto, sueña que está despierto.
Una afortunada confusión aquella de los precios...
ResponderEliminarBastante afortunada. Lo bueno es que a nosotros es como si los libros nos salieran a medio precio.
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