Si Charles Dexter Ward pudiera comunicarse conmigo, ¿qué diría? Probablemente esto que Fernando Savater propone:
Habla Charles Dexter Ward
Hazte idea de que me refiero directamente a ti, a ti y no a otro cualquiera. Odio tu paz, lector; detesto la placidez doméstica, cuyo detalle preciso desconozco pero que sé intercambiable con cualquier otra, en la que te arropas al leer estas líneas. ¿Dónde estaré yo cuando me leas? Ese interrogante ha de parecerte trivial porque ignoras -¡bendita ignorancia!- hasta qué punto habría de resultarte inimaginable su respuesta. Pero, a fin de cuentas, quizá tú y yo estemos más cerca de lo que parece. Sí, estoy muy cerca de ti, quizá demasiado para tu seguridad… Tu trivialidad sin sobresaltos hunde sus raíces en el negro destino que habito: ahí, ahí mismo, ¿no me ves?, gesticulando como un alma en pena al otro lado del espejo frente al que te afeitas, arañando con infinita dentera el terciopelo desteñido de tus sueños, cuchicheando sin tregua en el rincón donde sueles dejar tu ropa por las noches y cuya penumbra resiste los esfuerzos de la lámpara de la mesilla, ahí mismo, ahí, aunque no me veas… Pero sospecho que eres en realidad más hipócrita que auténticamente ciego; aunque no me percibas con plena nitidez –lo que te destruiría, lo que nos haría para siempre hermanos- no te faltan atisbos innegables de mi presencia. A menudo te estremeces involuntariamente al rememorar el olor de cierto cajón que abriste hace muchos años, siendo, niño, en el desván de una casa de campo que ya no existe y dentro del cual no había –no podía haber- nada; o te apresuras injustificadamente al cruzar el gabinete apagado, en cuya tiniebla suena angustiosamente el teléfono; o repliegas con excesiva viveza tu mano que colgaba descuidadamente de la cama, esa mano a la que de pronto ha helado la posibilidad de no sé qué roce… ¿Ves? ¿Oyes algo? ¿Hueles? Y sin embargo no sabes nada, nada en absoluto. Has tenido suerte y ninguna revelación como la que yo tuve te ha quitado todavía la despreocupación apenas amenazada. Pero no me compadezcas demasiado: ¡quién sabe lo que se encargará algún día de instruirte!
Somos recién llegados, ¿no lo notas?, somos el último latido –por ahora- de un metrónomo interno. Sólo un ingenuo pretencioso puede lamentar esta juventud cósmica que nos preserva de complicidades abominables, abrumadoras… Como niños frente a un mal que ya imperaba desde antes de que nuestros abuelos fueran concebidos, nos acogemos al perdón, al resguardo y al olvido que dispensan venerables tradiciones de raíz desconocida o rituales racionalizadores cuyo sentido último se nos escapa. Nuestras ambiciones son pequeñas –aunque a veces, risiblemente, las llamemos “desmesuradas”- y pequeños nuestros placeres y nuestras responsabilidades: gracias a esto, son pequeños nuestros terrores. Así vamos viviendo, sin vértigo ni frenesí, y añadimos ramitas y barro, como los castores, a la presa minúscula con la que tratamos de remansar el fluir oscuro de energías ancestrales. Pero cierto día a algunos nos crece dentro un latido sordo y algo indomeñable empieza a desperezarse en nuestro pecho. Es un ardor que embriaga, un desasosiego que nos llega a ser más querido que la serenidad obtusa que antes disfrutábamos: y todo pierde su sabor y su contento, salvo ese latido que toca a rebato desde el recién descubierto precipicio de nuestra intimidad. ¡Ah, esa sed nueva, que pide sin cesar conocimiento prohibido, manuscritos de caligrafía parda y amenazadora, infolios encuadernados en una piel sobre cuya procedencia caben las más estremecedoras conjeturas! Entonces empezamos a visitar a libreros de gestos obscenos, perdidos entre su polvorienta y olvidada mercancía con baboso reptar de gusanos ciegos; nuestras noches se hacen insoportablemente más largas que nuestros días y el alba nos sorprende a veces –sorpresa es sin duda la palabra- hurgando entre las ennegrecidas piedras der algún descampado o vagando por algún muelle desierto, a la espera de que cierto buque oriental desembarque a hurtadillas su alucinante carga. Un día, de repente, nos reímos con una risa que no nos pertenece, pero que nos sale de muy dentro. Dejamos de frecuentar los espejos y, tras una última y desconcertada –o espantada- visita, nuestros mejores amigos renuncian para siempre a volver a vernos. Y lo más terrible de todo esto es que apenas advertimos tales cambios hasta después.
Se acabó mi ficticia juventud, lector maldito: ahora sé que provengo de lo más remoto. Nací con los helechos gigantes y los dragones prehistóricos, cuando la tierra era furor y lava; tengo parientes –a los que conozco- en las estrellas, me he arrastrado por el limo del cual mucho después fue hecho el hombre y he devorado materias orgánicas que hoy nadie sabría identificar. Y allí estaban ya Ellos: entonces los conocí y Ellos me reconocieron como suyo, no hay olvido posible, se desfondan los cimientos de la inocencia. Me arrastré ante la inmunda majestad de su poder y Ellos me dieron sus órdenes, que guardo grabadas a través de los milenios en el cogollo más recóndito de mi alma. Luego hubo batallas inimaginables y Ellos tuvieron que retirarse a dormir, transitoriamente derrotados por un cierto equilibrio de Luz. Dormir, dormir… pero no están muertos, no, pues no muere lo que puede dormir eternamente. Desde su sueño me repiten una y otra vez sus órdenes, las que enterraron en mi carne cuando yo era su esclavo: órdenes que para mí ahora son indecible perversión y muerte, pero para Ellos son simple rezumar de su primigenia naturaleza. No vuelvas la vista lector, es a ti a quien hablo: quizá también tú estés próximo a despertar. Pronto habrás de venir a donde yo habito, si es que antes no te alcanzo…
FERNANDO SAVATER
Criaturas del aire
Ediciones Destino
Volumen 291
p.p. 75-78
Charles Dexter Ward es un personaje de la oscura y talentosa imaginación de H. P. Lovecraft.
Una breve reseña del cuento:
EL CASO DE CHARLES DEXTER WARD
The case of Charles Dexter Ward
Enero-Marzo 1927
Primera publicación: WEIRD TALES, Mayo y Julio de 1941
Cuarto relato de los mitos. Reconstrucción de una vida dedicada a la investigación de fenómenos inasequibles al común de los mortales. Charles Dexter Ward desaparece de la clínica mental en la que estaba recluido. La investigación la llevan a cabo su padre y el médico de la familia, el doctor Willet. Charles fue un niño precoz, amante de los paseos en solitario, ratón de biblioteca, enamorado de las antigüedades y de la genealogía, que en cuanto tuvo uso de razón y descubrió que entre sus antepasados se hallaba el horrible y enigmático Joseph Curwen, dedicó su vida a investigarlo. Odiado por las prácticas extrañas que llevaba a cabo en su granja, los gritos, ruidos y las extrañas mercancías que compraba –incluidos cargamentos de momias procedentes de Barcelona-, además de que el individuo parecía no envejecer nunca, Curwen fue aparentemente asesinado por sus propios vecinos.
Muchos años después, Charles, que había seguido sus pasos, formaba parte de un grupo de nigromantes que había encontrado la manera de vivir para siempre y de entrar en contacto con los habitantes más antiguos del planeta, en otras palabras, con los primigenios. Para ello saqueaban tumbas de todas las épocas, sobre todo las de los hombres más eminentes de la historia, y utilizaban ciertas sales esenciales, extraídas de las fórmulas de Borellus, “capaces de reavivar la conciencia de un ser muerto hace mucho tiempo”.
La investigación que llevan a cabo el padre de Charles y el doctor Willet es un viaje al horror en el que se dan cita todos los trucos del género: volúmenes y manuscritos prohibidos cuyo contenido puede enloquecer, saqueos de cadáveres, retratos que nos siguen con la mirada, sótanos interminables recorridos con linternas que se apagan, seres monstruosos en profundas cavidades, horrores del pasado que se manifiestan por conjuros equivocados. En el centro de la historia, el demoníaco Curwen ocupa el cuerpo de Charles para continuar vivo, saquea tumbas, conjura monstruos y hace sacrificios en honor de extinguidas deidades. Afortunadamente el doctor Willet extrae del laboratorio de Charles un conjuro que puede devolver al demonio a los infiernos de los que procede, y transformar su cuerpo en polvo centenario. Una verdadera pesadilla.
TEODORO GÓMEZ
Lovecraft: la antología
Editorial Océano, 2003
p.p. 188-189
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