LOS NIÑOS Y LA LITERATURA DE HORROR
Sólo los niños conocen el horror
Nunca olvidan que debajo de su piel
está escondido un esqueleto
NESTOR ZENER
Pregúntale a cualquier niño acerca de los Olmecas o la Revolución Mexicana y seguramente habrá olvidado la lección; pregúntale acerca de Drácula, Frankenstein o el hombre lobo y te hablará, emocionado y sin titubear, de estos y otros monstruos. Y no es que una cosa sea mejor que otra, sino que lo no obligatorio, lo que estimula la imaginación de una manera interesante y entretenida es más fácil de guardar en la memoria. Nada como el horror para estimular la imaginación.
A los ojos de los adultos es más práctico simplificar el mundo, las cosas son como son y en honor a la paz mental resulta preferible no cuestionarse acerca de la muerte, el dolor o el más allá. Para un niño esto no tiene por qué ser así forzosamente: el cristo malherido que cuelga en la recámara de mamá es terrible y monstruoso, al igual que la sonrosada cabezota de cerdo que descansa en la vitrina del carnicero o la puerta entreabierta del desván. Entre más sensible sea un niño, más miedo le causará la oscuridad y más afilados serán los colmillos del monstruo que vive en el clóset. Sin embargo, es sabido que detrás del miedo está la curiosidad y el obsesionante empeño en dar una explicación razonable a lo desconocido. La niñez viene a ser el equivalente psíquico a ese tiempo primordial en que la humanidad trataba de explicarse el origen del universo a través del mito. Si revisamos estos mitos, veremos que están repletos de escenas monstruosas y terribles. Según la psicología junguiana, esto explicaría la fascinación que tiene el hombre por lo grotesco: hay una búsqueda de trascendencia y control sobre la naturaleza a través de exorcizar los demonios que conforman nuestra sombra, es decir, la parte irracional de la psique humana. Cuando un niño disfruta del horror en una película o en un libro, está enfrentándose a los propios miedos que le acechan al apagar la luz y de alguna manera comprende que el temor es parte incuestionable de su naturaleza, es una forma de aprender que no se trata de no sentir miedo sino de controlar los efectos que le produce. Sin embargo, uno de los grandes prejuicios acerca de permitir a un niño leer ese género literario consiste en creer que se convertirá en un ser violento o despiadado como resultado de la influencia de la lectura, sin ver que lo que crea personalidades antisociales no son los libros sino las experiencias de violencia dentro de la vida cotidiana.
Otro prejuicio al respecto, es creer que la inocencia es traducible como ignorancia total. Mucha de la que se considera literatura apta para el público infantil parece destinada a fomentar la pereza mental y la simpleza de pensamiento. Incontables escritores de cuento para niños se dedican a inventar anécdotas facilonas en total insulto a la inteligencia de sus lectores, como si ser niño significara por ende, ser estúpido. En gran medida esta actitud es parte de un triste legado que parece llegar directo desde la época victoriana, en que los editores se aplicaron a retraducir los cuentos de hadas, descendientes de una riquísima tradición de narrativa oral y que en un principio fueron concebidos más bien como fábulas aleccionadoras que buscaban elogiar valores como la honestidad, la generosidad y la compasión. Los victorianos, en su feroz cruzada por la moral y las buenas maneras, mutilaron estas exuberantes historias purgándolas de cuanta escena violenta o ajena al buen gusto había en ellas de acuerdo a su criterio. Al parecer olvidaron que no puede ensalzarse el bien sin tener a la vista al mal como contrapunto necesario. Es curioso observar que, como fenómeno paralelo, en la misma época victoriana, dentro del rubro de literatura adulta se crean muchas de las grandes obras de horror como Drácula, Dr. Jekyll y Mr. Hyde, Otra vuelta de tuerca, El retrato de Dorian Gray, y todos los cuentos de fantasmas que instituyen la manera clásica de hablar de aparecidos. Casi como fenómeno social, estos autores realizan la tarea que su época se negaba a cumplir, alguien tenía que seguir exorcizando a los demonios. Más tarde, el género horrorífico se convertiría en un buen negocio en las revistas, el cine y la televisión, y sus destinatarios serían generalmente el público infantil o adolescente.
A lo largo de los años que llevo enseñando literatura fantástica y de horror, he constatado que muchos de los lectores adultos comenzaron leyendo, de niños, obras no consideradas infantiles: los libros de H. P. Lovecraft, Ray Bradbury, Stephen King, los cuentos de Edgar Allan Poe y Horacio Quiroga, etc. Todas ellas, obras que no suelen formar parte de programas escolares y que más que retratar la realidad se ocupan de crear mundos extraños, siniestros e inquietantes. De alguna manera, el proceso de lectura se convierte así en una forma de satisfacer la imaginación y, al mismo tiempo, de aprender a dirigirla. Entrar voluntariamente al miedo y salir de él a través de la lectura, resulta una manera constructiva y eficaz de controlarlo.
En conclusión, un niño sensible a la lectura debe ser considerado lector a secas, independientemente de su edad. Como cualquier lector, se guiará por sus gustos y responderá a lo que le atrae, le interesa o le estimula la fantasía. Y es un hecho que pocos géneros estimulan tanto la fantasía como la literatura de horror. Alguien que responde al llamado de la lectura y se ve fascinado por ella continuará estándolo de manera permanente; y alguien que se acerca a los libros corre un solo riesgo: alejarse, tal vez para siempre, de la ignorancia y la insensibilidad.
LUCY Y EL MONSTRUO
Querido Monstruo:
Ya no te tengo miedo. Mi papi dice que no existes y que no puedes llamar a tus amigos porque ellos tampoco existen. Cuando sea de noche voy a cerrar los ojos antes de apagar la luz del buró y voy a abrazar bien fuerte a mi osito Bonzo para que él tampoco tenga miedo. Si te oigo gruñir en el clóset pensaré que estoy dormida. No quiero que mi papi se despierte y me regañe.
Ya sé que me quieres comer, pero como no existes nunca podrás hacerlo; aunque yo me pase los días pensando que a lo mejor esta noche sí sales del clóset, morado y horrible como en mis pesadillas…
Mañana, cuando juegue con Hugo, le voy a decir que te maté y que te dejé enterrado en el jardín y que nunca más vas a salir de ahí. Él se va a poner tan contento que me va a regalar su yoyo verde y me va a decir dónde escondió mis lagartijas (siempre ha dicho que tú te las comiste, pero eso no puede ser porque mi papi me dijo que no existes y mi papi nunca dice mentiras).
Voy a dejarte esta carta cerca del clóset para que la veas. Voy a pensar en cosas bonitas como en ir al mar, o que es Navidad, o que me saqué un diez en aritmética. ¡Adiós, monstruo!, que bueno que no existas.
firma: LUCY
PD: No tengo miedo. No tengo miedo. No tengo miedo.
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Mi pequeña Lucy:
¿Cómo que no existo? Tu papi no sabe lo que dice. ¿Acaso no me inventaste tú misma el día de tu cumpleaños número siete? ¿Acaso no platicabas conmigo todas las noches y te asustabas con los extraños ruidos de mis tripas? Todas las noches te observé desde el clóset y tú lo sabías…
Aunque nunca me viste conocías de memoria mis ojos, mi lengua y mis colmillos; pues todas, todas las noches me soñabas. Por eso cuando leí tu carta sentí tanta desesperación. Por eso destrocé tus juguetes y me comí de un solo bocado a tu delicioso osito Bonzo.
Lo juro, Lucy, tú ya estabas muerta.
Tenías los ojos abiertos y cuando toqué tu barriguita estaba más fría que mi mano. Seguramente te mató el miedo y yo no pude comerte pues no me gusta el sabor de los niños muertos. Lo único que hice fue regresar al clóset y llorar de tristeza hasta quedarme dormido…
¡Pobre Lucy! ¡Pobre Lucy y pobre monstruo solitario!
Ahora tendré que salir de aquí, alejarme de los adultos que cuidan tu pequeño ataúd y dejar esta carta donde puedas encontrarla… Necesito la risa de un niño y necesito el miedo de un niño para seguir vivo.
Por cierto, Lucy, ¿dónde dices que vive tu amigo Hugo?
Atentamente
EL MONSTRUO
LUCY EN EL PAÍS DE LOS MONSTRUOS
Lucy amaba el horror. A sus diez años ya había visto muchas veces El exorcista, El silencio de los corderos y todas las películas de Freddy Krueger; aunque a Papá y a Mamá siempre les decía que iba a sacar del videocentro Krull, Laberinto o Escape al futuro III. Hoy es miércoles, qué suerte, dos películas por el precio de una. Papá y Mamá se irían a jugar póker a casa de los papás de Hugo, y Lucy vería El regreso de los muertos vivientes por onceava vez, quizá Alien, Posesión satánica o Viernes trece, qué maravilla. Lucy era hija única. Muy delgada, grandes ojos grises y piel fosforescente; varios niños de su salón la amaban en secreto. Lucy dice: ya nadie recuerda sus sueños por las mañanas, y yo tengo que ser la guardiana de los sueños de todos, qué pesadilla. A las nueve de la noche Lucy se sirvió un vaso de pepsi, oyó arrancar el auto de sus padres, vio la luna llena como un buda meditando encima de las nubes. A las nueve y cuarto comenzó el ritual: colocar en la video Pesadilla en la calle del infierno IV, decir NO a la piratería, pasar en cámara rápida los aburridos cortos de las otras películas, New Line Cinema presents... un fuerte rock invade la sala; en la pantalla, la niña vestida de blanco dibuja con grises la casa de Elm Street donde vive Freddy Krueger. Comienza el espectáculo: todo sucede en el sueño de Alice, la protagonista, única sobreviviente de la película anterior. Lucy aguanta la respiración y se muerde los labios. Lucy dice: me sé esta película de memoria. Durante la siguiente hora Freddy mata a Kincaid en el cementerio de autos, ahoga a Joey en su cama de agua y Kristen baja al infierno por un siniestro laberinto de tuberías oxidadas y cadenas colgantes. Así es pequeña Lucy, Freddy ha vuelto para clavar amorosamente las navajas de sus dedos en tu corazón. El incendio de la pantalla se refleja en las pupilas de Lucy, la siempre solitaria y pensativa Lucy. ¿Cómo pasar al otro lado? Lovecraft lo sabía, Edgar Allan Poe lo sabía y en las historias de Blackwood la naturaleza invisible es una constante amenaza a la razón de Lucy quien se aburre terriblemente en esa escuela donde le enseñan pura idiotez. Lucy dice: mejor aquí, en casa, con mis libros y mis cómics. Lucy se sabe sola, y más que sola desde que Doris, su única amiga, se fue a cazar fantasmas a Inglaterra. Lucy dice: Papá, Mamá, no se preocupen; soy feliz. Y la momia retuerce las manos desde la portada del cuaderno de matemáticas. ¿Por qué esta niña no forrará sus libros con estampas de Ziggy, Snoopy o Rosita Fresita, como todas las niñas de su edad?, se pregunta Papá sin saber que el más grande sueño de su hija es recorrer la escala del horror hasta sus máximas consecuencias. Desde muy pequeña, Lucy leía a escondidas las obras completas del Conde de Lautreamont, dibujaba a Jack el Destripador en una cartulina verde o enterraba gorriones en las soledades del jardín. Qué bueno que colgaste una foto de Paul McCartney en tu recámara, decía Mamá. No Mamá, es Clive Barker, uno de los mejores escritores de terror que han existido. ¿Mejor que Stephen King? ¡Ay Mamá, no sabes nada!, y Lucy salía de la casa dando un portazo mientras Mamá tomaba las agujas y regresaba a su eterno tejido con una sonrisa coja retorciéndole la cara; pobrecita hija mía, qué falta le hace un hermano o algo así. Y Mamá nunca imaginaría que una vez Hugo se hirió el dedo al jugar con un vidrio, y Lucy bebió su sangre como si de chamoy rojo se tratara. ¡Estás loca! Nada de eso amigo, los vampiros existen si crees en ellos. En la pantalla Alice se escapa de casa y entra a un cine de tercera, y Lucy sabe que en la escena siguiente la aterrada protagonista pasará del otro lado, hacia los eternos dominios oníricos de Freddy Krueger. El universo explota, y nada hay de extraño en una pantalla que te chupa como si fuera una aspiradora gigante, y tu diminuto cuerpo un calcetín sucio debajo de la cama. Lucy se ve las manos, y aunque no está asustada, las turbias granulaciones que forman esta nueva realidad la hacen pensar que está soñando, y más allá de la pantalla, se ve a sí misma dormida frente a la tele. Lucy dice: nada como una buena pesadilla, ojalá los sueños pudieran grabarse, le prestaría mis sueños a Hugo para asustarlo un poco. Pero esto no es un sueño. La calle es un enredo de casas parecido al del cuento que abre el libro rojo de Jean Ray. Lucy recorre asombrada el lugar; encuentra un enorme letrero donde dice, en todos los idiomas posibles, BIENVENIDO AL PAIS DE LOS MONSTRUOS. Pero aquí no hay monstruos; es una película, o tal vez las páginas de algún libro, y las comas de todos los libros, ahora Lucy lo sabe, son conscientes de sí mismas y ríen, ríen porque te detienen un poco, te matan un poco, micromuertes. Lucy camina. No hay flores de carne humana bajo el eterno balanceo de los ahorcados; no hay cielos gore, ni moluscos de repulsión invadiendo la garganta. Ni siquiera hay dolor. ¿Dónde están Frankenstein y el Hombre Lobo? ¿A quién le pregunto cómo llegar al castillo de Drácula? ¿Por qué el Wendigo no recorre los cielos con sus pasos de viento alucinante? Por las grietas de las casas no se asoma ningún rostro y un inesperado silencio se diluye en las notas de los Legendary Pink Dots que como pies gigantescos aplastan la memoria. Y Lucy recorre una línea interminable, cruza colores inexistentes, sensaciones abstractas y ráfagas de nada deslumbrando lo lleno del vacío. Lucy está aterrada. Los monstruos han huido: algunos se metieron en los libros, otros en las películas; otros más en los ojos del hombre que hundió un martillo en la cabeza de su esposa, o en el odio feroz que mantuvo despiertos en sus tumbas a todos nuestros muertos. Ahora Lucy es un monstruo entre los monstruos y nadie se ha quedado aquí para salvarnos. Pide un deseo, Hugo. Y Hugo dice: que se cure Lucy, sus papás van a llevarla al doctor pues no ha dormido en varios días; encontraron carne putrefacta enfrascada en el botiquín; encontraron una espeluznante mandrágora azul entre las páginas de su libro de español, y a lo mejor es mentira que el gato se escapó la noche de brujas cuando Lucy cumplió nueve. Feliz cumpleaños, Hugo, dicen ellos; ahora sopla las velas. Después de mucho andar, Lucy llega a un cine en ruinas. Un Freddy Krueger de cartón la espera en la taquilla. Lucy paga su boleto y entra al recinto, ¿cómo será el cine de horror en el País de los Monstruos? Adentro no hay nadie: una butaca solitaria como un trono o silla eléctrica descansa frente a la pantalla gigante que se extiende entre estalactitas y sepulcros. Lucy aguanta la respiración y se muerde los labios. Se apagan las luces, zumba un motor prehistórico y comienza el espectáculo. En la pantalla aparece una sala igual a la de la casa de Lucy. Sentados en un sillón, dos viejos lloran por la hija que nunca tuvieron, y arman rompecabezas, y se miran tiernamente detrás de las lágrimas. Aunque los años han deformado sus cuerpos y sus rostros, Lucy logra reconocerlos: son Papá y Mamá, y están del otro lado, en aquel lejano universo donde no existen Lucy ni sus monstruos. ¡Papá! ¡Mamá! ¡mírenme! ¡estoy aquí!, grita Lucy antes de que mil diminutas manos le tapen la boca y los ojos para siempre. Afuera del cine, la sonrisa de Freddy Krueger se derrite en cámara lenta.
Buenísimos, ese Bernal tiene una imaginación cabrona.
ResponderEliminarY coincido, los niños no tienen necesariamente que leer historias rosas de animales, porque luego se convierten en lectores de Meyer... Hueva.