martes, 18 de mayo de 2010

ESPANTAPÁJAROS 03

Tercera entrega (de doce):

5

En cualquier parte donde nos encontremos, a toda hora del día o de la noche, ¡miembros de la familia! Parientes más o menos lejanos, pero con una ascendencia idéntica a la nuestra.

¿Cualquier gato se asoma a la ventana y se lame las nalgas?... ¡Los mismos ojos de tía Carolina! ¿El caballo de un carro resbala sobre el asfalto?... ¡Los dientes un poco amarillentos de mi abuelo José María!

¡Lindo programa el de encontrar parientes a cada paso! ¡El de ser un tío a quien lo toman por primo a cada instante!

Y lo peor, es que los vínculos de consanguinidad no se detienen en la escala zoológica. La certidumbre del origen común de las especies fortalece tanto nuestra memoria, que el límite de los reinos desaparece y nos sentimos tan cerca de los herbívoros como de los cristalizados o de los farináceos. Siete, setenta o setecientas generaciones terminan por parecernos lo mismo, y (aunque las apariencias sean distintas) nos damos cuenta de que tenemos tanto de camello, como de zanahoria.

Después de galopar nueve leguas de pampa, nos sentamos ante la humareda del puchero. Tres bocados… y el esófago se nos anuda. Hará un período geológico; este zapallo, ¿no sería un hijo de nuestro papá? Los garbanzos tienen un gustito a paraíso, ¡pero si resultara que estamos devorando a nuestros propios hermanos!

A medida que nuestra existencia se confunde con la existencia de cuanto nos rodea, se intensifica más el terror de perjudicar a algún miembro de la familia. Poco a poco, la vida se transforma en un continuo sobresalto. Los remordimientos que nos corroen la conciencia, llegan a entorpecer las funciones más impostergables del cuerpo y del espíritu. Antes de mover un brazo, de estirar una pierna, pensamos en las consecuencias que ese gesto puede tener, para toda la parentela. Cada día que pasa nos es más difícil alimentarnos, nos es más difícil respirar, hasta que llega un momento en que no hay otra escapatoria que la de optar, y resignarnos a cometer todos los incestos, todos los asesinatos, todas las crueldades, o ser, simple y humildemente, una víctima de la familia.



6

Mis nervios desafinan con la misma frecuencia que mis primas. Si por casualidad, cuando me acuesto, dejo de atarme a los barrotes de la cama, a los quince minutos me despierto, indefectiblemente, sobre el techo de mi ropero. En ese cuarto de hora, sin embargo, he tenido tiempo de estrangular a mis hermanos, de arrojarme a algún precipicio y de quedar colgado de las ramas de un espinillo.

Mi digestión inventa una cantidad de crustáceos, que se entretienen en perforarme el intestino. Desde la infancia, necesito que me desabrochen los tiradores, antes de sentarme en alguna parte, y es rarísimo que pueda sonarme la nariz sin encontrar en el pañuelo un cadáver de cucaracha.

Todavía, cuando llovizna, me duele la pierna que me amputaron hace tres años. Mi riñón derecho es un maní. Mi riñón izquierdo se encuentra en el museo de la Facultad de Medicina. Soy políglota y tartamudo. He perdido, a la lotería, hasta las uñas de los pies, y en el instante de firmar mi acta matrimonial, me di cuenta que me había casado con una cacatúa.

Las márgenes de los libros no son capaces de encauzar mi aburrimiento y mi dolor. Hasta las ideas más optimistas toman un coche fúnebre para pasearse por mi cerebro. Me repugna el bostezo de las camas deshechas, no siento ninguna propensión por empollarle los senos a las mujeres y me enferma que los boticarios se equivoquen con tan poca frecuencia en los preparados de estricnina.

En estas condiciones, creo sinceramente que lo mejor es tragarse una cápsula de dinamita y encender, con toda tranquilidad, un cigarrillo.


OLIVERIO GIRONDO
Espantapájaros
Losada
pp: 29-32

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