miércoles, 10 de junio de 2009

AMPARO DÁVILA 05

Hay días que quisiera correr y perderme en un bosque; ser uno más de los majestuosos árboles y contemplar sin preocupación alguna como pasa la vida...

Otro de Amparo Dávila:

MUERTE EN EL BOSQUE

EL HOMBRE venía caminando con pasos lentos y pesados, casi arrastrando los pies. Las manos en las bolsas de la gabardina y los brazos sueltos, abandonados. Delataba cansancio, una fatiga de siempre. Llevaba el cigarrillo constantemente entre los labios como si formara parte de ellos. Había un anuncio de manta en el balcón de un edificio "Se alquila departamento vacío". El hombre se encogió de hombros al leerlo y siguió su camino con el mismo desgano. ..
—Ya no puedo aguantar más en esta miserable jaula, no hay sitio ni para una palabra. No se puede uno mover porque todo está lleno de cosas. Tienes que buscar otro departamento —le repetía todos los días su mujer.
—Para decirme eso no necesitas gritar —le contestaba. Todo está lleno de cosas, es cierto. De esas cosas que tú has ido acumulando y que me han hecho insoportable esta casa... esas macetitas con flores de papel de estraza, colgadas por todos lados, hasta en el baño; las paredes tapizadas de calendarios con paisajes de invierno y rollizos nenes sonriendo, con retratos de toda la familia y hasta de los amigos, con cuadros hechos de popotes pintados; los costureros y las cajitas; los conejos de yeso y las palomas; las muñecas de estambre desteñidas y sucias oliendo a humedad; las frutas de cera llenas de mosca...
—Y ni siquiera me oyes lo que te digo —decía furiosa.
—Sí te escucho, pero bien sabes que no tengo tiempo para dedicarme a buscar otro departamento. Otro sitio que tú te encargarás de arruinar y llenar de cosas...
—Si yo viniera solamente a dormir, tampoco me importaría, pero como soy la que sufre este cajón estoy decidida a cambiarme, aunque me quede sin comer.
¿Y a qué otra cosa podría él venir sino a tumbarse un rato y a tratar de dormir? Sentía horror de llegar a aquella casa, de ver a la mujer que había amado gorda y sucia, despeinada, oliendo a cebolla todo el tiempo, con las medias deshiladas y flojas, el fondo salido... A veces se la quedaba mirando con gran dolor y cierta ternura, así como se contempla la tumba de un ser querido.
—Ten paciencia, dentro de unos meses tendré una semana libre y entonces buscaré algo mejor.
—Y mientras tanto, yo aquí volviéndome loca. Ya no soporto a los niños brincando sobre las camas y destruyéndolo todo, porque no tienen dónde jugar. (Había hecho todo por malcriar a los niños y ahora se quejaba.) —Te exijo que busques un departamento inmediatamente.
—No te das cuenta de que estoy muy cansado, de que me siento mal.
—El resultado de tanto café, de tanto cigarro, de tantas copas...
—Es que estoy muy cansado, a veces pienso al despertar que ya no podré levantarme más. Todo lo que hago me cuesta mucho esfuerzo.
— ¡Claro! descansas poco, trabajas mucho y bebes café todo el día... Con ese dinero que malgastas en los cafés, en los cigarrillos y en copas podríamos vivir un poco mejor.
—Si no bebiera tanto café, ni fumara, ni me tomara unas copas, no podría mover un solo dedo; no quieres ver que estoy totalmente agotado...
—Pues a ver de dónde sacas fuerzas y te das un tiempecito para buscar departamento.

Y ésta era aquella muchacha esbelta, con sus blusas siempre almidonadas y sus faldas de mascota que él iba a esperar todas las tardes a la salida de la oficina... caminaban por las calles cogidos de la mano... se detenían en los escaparates de las grandes tiendas para elegir cosas que nunca podrían comprar... bebían café de chinos entre proyectos y miradas... contaban todos los días el dinero que iban ahorrando para casarse. .. El hombre suspiró tristemente y se detuvo, volvió la cabeza y alcanzó aún a ver al anuncio que había quedado varias cuadras atrás. Regresó hasta el edificio. Echó una mirada al tablero de los timbres y tocó el de la portería. Tocó, volvió a tocar. Otra vez más y nadie respondía. De pronto se dio cuenta de que la puerta se encontraba abierta y entró. No había nadie en la planta baja. Subió una oscura escalera y apenas se atrevió a tocar el timbre de un departamento. Casi al instante apareció en la puerta una muchacha muy pintada, pero desaliñada y sucia. —¿Qué se le ofrece?
— Busco informes del departamento que está desocupado y no contestan en la portería — dijo con timidez.
—Esa vieja nunca atiende nada, no sé cómo no la han corrido. Mire usted, el departamento vacío está en el quinto piso, pero la vieja tiene las llaves. Ella vive en la azotea, allí la puede encontrar.
—Muchas gracias, señorita.
Comenzó a subir más lentamente que cuando caminaba por la calle. Una escalera, otra, otra... Se detuvo un poco, respiró hondo. Tiró el cigarrillo que ya estaba terminado y encendió otro. Siguió subiendo... subiendo...
— ¿Quién llamaba a la portería? —gritó una voz de mujer. Él miró hacia arriba, de donde salía la voz, y descubrió a una mujer gorda y chaparra que se asomaba por la escalera.
—Yo llamé —contestó— quiero ver el departamento vacío.
—Voy por las llaves, espéreme allí, ahorita bajo. El hombre esperó pacientemente a que la mujer bajara con las llaves y abriera el departamento. No era una gran cosa, pero la estancia era amplia y tenía suficiente luz, buena orientación. Debía de ser caliente en el invierno; una recámara para los niños y otra para ellos, un baño bastante decoroso…
-¿Cuánto renta? —le preguntó a la portera.
—Yo no sé, señor, pero si a usted le interesa le puedo dar el teléfono del dueño para que se arreglen.
—Sí, el departamento me interesa, ¿cuál es el número?
—No me lo sé de memoria, pero allá arriba en mi cuarto lo tengo apuntado, se lo iré a traer.
—Yo iré con usted.
Subió tras ella y llegaron a la azotea.
—Ahora se lo doy —dijo la mujer entrando en el cuarto. Abrió el cajón de una desvencijada mesa y empezó a sacar tapones de vidrio, una vela, cordones de lana para las trenzas, moños arrugados y descoloridos, un pedazo de espejo, cajas vacías, frascos, unos anteojos, corchos, unas tijeras rotas... El hombre se había quedado afuera, recargado en la puerta del cuarto, y desde allí miraba a la mujer que revolvía el cajón sin encontrar nada. Y cada vez sacaba más cosas. Donde quiera es lo mismo —pensaba al observarla— almacenar basura, llenarse de cosas inútiles por si algún día sirven, juntar cosas y más cosas con desesperación, hasta que un día se muera asfixiado entre ellas. En su casa tenía siempre la sensación de que un día aquel mundo de objetos se animaría y se echaría sobre él. Sintió un gran malestar y apartó la vista de la mujer que seguía sacando cosas... Miró hacia arriba. Había nubes blancas. Sería bueno agarrar un puñado. Se veían tan cerca...
—Yo no sé qué se me ha hecho ese papelito donde apunté el número, estoy segura de que lo guardé aquí —decía la mujer, mientras sacaba y volvía a meter en el cajón de la mesa cosas y más cosas.
Pasó una bandada de pájaros. Los siguió con la vista y los vio llegar a su destino: el bosque. Regresaban a dormir entre los árboles. Sintió entonces nostalgia de los árboles, deseo de ser árbol... —Ahora lo encuentro, ahora lo encuentro —decía la mujer—... vivir en el bosque, enraizado, siempre en el mismo sitio, sin tener que ir de un lado a otro, sin moverse más; siempre allí mirando las nubes y las estrellas, y las estrellas se apagarían y se volverían a encender y la mujer seguiría buscando, buscando... la noche, el día, otra noche, otro día, y la mujer buscando, buscando, buscando desesperada el número de un teléfono... y él en el bosque sin importarle nada, sin oír ya sonar papeles y cajones y cosas... descansando de aquella fatiga de toda su vida, de los tranvías, de las calles llenas de gente y de ruido, de la prisa, de los relojes, de su mujer, de la horrible vivienda, de los niños... sin oír las máquinas de escribir ni las prensas del periódico, ni los linotipos, ni los diez teléfonos sonando a un mismo tiempo... tendría silencio y soledad para pensar, tal vez para recordar, para detenerse en algún minuto hondamente vivido, para oír de nuevo una palabra, una sola palabra... —Aquí guardé ese papelito, me acuerdo muy bien, aquí lo guardé—... encontrarse de pronto en el bosque rodeado de árboles silenciosos, sostenido por hondas raíces, mirando las estrellas y las nubes... el viento mecería suavemente sus ramas y los pájaros se hospedarían en su follaje... ¡vida tranquila y leve la de los árboles, llenos de pájaros y de cantos...! —Pero si yo lo guardé aquí, estoy bien segura—... del día a la noche cientos de cantos, miles de cantos en sus oídos, ante sus ojos fijos, fuera y dentro de él un eterno coro, el mismo coro siempre, y él sin poder oír ya ni sus propios pensamientos sino el alegre canto de los pájaros... padeciendo sus picotazos en el cuello, en los brazos extendidos, en los ojos, y él a su merced sin poder mover ni un dedo y ahuyentarlos... tener que sufrir los vientos huracanados que arrancan las ramas y las hojas... quedarse desnudo largos meses... inmóvil bajo la lluvia helada y persistente, sin ver el sol ni las estrellas... morir de angustia al oír las hachas de los leñadores, cada vez más cerca, más, más... sentir el cuerpo mutilado y la sangre escurriendo a chorros... los enamorados grabando corazones e iniciales en su pecho... acabar en una chimenea, incinerado... —Ya me estoy acordando dónde guardé el papelito—... ver pasar un día a sus hijos y a su mujer, y él sin poder gritarles: —Soy yo, no se vayan— ellos no se detendrían bajo su sombra, ni lo mirarían siquiera, no les comunicarían nada su emoción ni su alegría. —Empieza a soplar el viento, mira cómo se mueven las hojas de ese árbol—, dirían los niños sin reconocerlo, y él allí, clavado en la tierra, enmudecido para siempre, lleno de pájaros y de... — ¡Ya lo tengo, ya lo tengo, aquí está ya el número! —decía a voz en cuello la mujer. Al escuchar los gritos el hombre se estremeció bruscamente, como si hubiese caído, dentro del sueño, en un pozo sin fondo. Miró a la mujer que le alargaba el papel, con extrañeza, como si nunca antes la hubiera visto. De pronto se dio vuelta y comenzó a bajar la escalera apresuradamente. —Aquí está el número, señor, ya lo encontré —gritaba la mujer desconcertada por completo. Pero el hombre no la oía, o ya no le importaba oírla, y seguía bajando las escaleras como si lo fueran persiguiendo... —Señor, señor, espérese, aquí tengo el número —repetía la mujer gorda mientras bajaba tras el hombre. Y tal era la prisa que el hombre llevaba que se le cayó el sombrero. Pero siguió bajando, sin detenerse a recogerlo, hasta ganar la puerta de salida... —Su sombrero, señor, se le cayó el sombrero —gritaba entonces la mujer. Ella lo recogió y salió con él a la calle. Vio al hombre que iba corriendo calle abajo... —Su sombrero señor, seeeñññooor, seeeñññooor, seeeñññooorrr... Todavía corrió varias cuadras tratando de entregarle el sombrero. Jadeando y muy fatigada desistió de su empeño y se quedó mirándolo correr calle abajo hasta perderse en el bosque.

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