lunes, 22 de junio de 2009

EMILIANO GONZÁLEZ 02

Para todos aquellos que les gusta leer y escribir, algo más de Emiliano González:

LA LECTURA SECRETA

Hay en el mundo cierto número de libros (nunca más de catorce, nunca menos de siete) cuya naturaleza es tal que vuelve prescindible cualquier otra lectura. Cada ejemplar —de redacción sencilla, longitud regular y formato común— es el único de la edición, aunque simule pertenecer a una de gran tiraje. Los autores y el contenido varían de acuerdo con los individuos, entendiéndose "individuo" como "lector potencial de libros sagrados": yo tengo una lista, usted otra y ambas exigen ser leídas por orden... sólo que el trabajo de ordenarlas nos corresponde. Generalmente, lo primero que hallamos es un volumen que ocupa un lugar intermedio. Su texto tiene dos significados: uno literal y otro simbólico, que resultará oscuro y que no se esclarecerá mientras no leamos el volumen que lo precede, a su vez fundado en otro. ¿Cómo hacerlo? Aquí entran manos divinas o diabólicas: cada volumen alude, en el curso de su desarrollo, al antecedente inmediato y al volumen posterior. Como a veces lo hace por medio de una palabra, de un signo, de un número, lo que resta del texto es materia sobrante y no añade ni quita nada a nuestro entendimiento, justificando sólo el empleo de la palabra, signo o número que sirve de enlace entre un volumen y otro. Puede ocurrir también que la alusión se realice por medio de citas o que el volumen número cuatro sea un ensayo acerca del volumen número tres. Entonces, quizás el volumen número cinco sea una refutación de ambos y en su transcurso una referencia extraña nos remita al volumen número seis, que no ha sido escrito todavía. Ese hiato en la continuidad de la serie se traduce en una orden: "escríbalo usted mismo". La tarea es comprometedora, sobre todo si nos toca el último (cosa que ignoramos hasta poner el punto final): sé de presuntos demiurgos que han muerto, han desaparecido misteriosamente, han descendido peldaños en la escala zoológica o han enloquecido una vez agotada su ración de volúmenes. Otros, en cambio, sufren un levísimo percance, una mutación, digamos, en el color de los ojos, en la cantidad de dedos de la mano, en el modo de tomar el cuchillo y el tenedor. Deploro y temo las consecuencias, pero alcanzo a ver en ellas un razonable precio a pagar por quienes, como yo, anhelan capturar, escribiendo, un sentido en este laberinto de efectos y de causas.


Afortunadamente, las estrellas me han sido propicias: los dos volúmenes que tengo a mano son, efectivamente, el primero y el segundo de mi lista. Uno de ellos, Compendio de historia universal, finge ser un libro de texto. El otro, Sonetos angélicos, está firmado por un tal Aniceto Pedrish. No el Pedrish de las antologías modernistas, ni precisamente el mismo Sonetos angélicos tan famoso: el supuesto Pedrish y los Sonetos apócrifos, que un halo delator, imperceptible a los ojos profanos, me hizo descubrir en los anaqueles de una librería de viejo. Una nota al pie de página en el prefacio mencionaba, grotescamente, el Compendio de historia universal. Esa mención no consta en las ediciones corrientes, lo cual me dio la clave. Ahora ocupo la mayor parte de mi tiempo descifrando el Compendio de apariencia inofensiva, en busca del párrafo, la línea o la palabra que prefigure un volumen próximo. Vivo en un barrio de almas afines, una especie de hermandad. Para atenuar el spleen, mis colegas discuten, bajo toldos rayados, pormenores y tramas de sus respectivos libros. (De vez en cuando, alguien emprende un largo viaje.) Yo prefiero el silencio de mi trabajo, un tanteo en las sombras que iluminará o fulminará, en el momento póstumo, a mis ojos ciegos.

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