Un cuento perturbador de Emiliano González.
El inicio me recordó a El laberinto del fauno, pero luego...
EL HOMBRE EMBOZADO
A VICTORIAN GHOST STORY
La voz de un espíritu llamado Anna dictó al médium Bayrolles el siguiente relato:
Mi primer encuentro con aquel que llamaré el Hombre Embozado ocurrió en 1897, cuando todavía era yo una niña. Pasaba el verano con mi familia, en una casa junto al mar. Mimada y lánguida, fingía dividir mi tiempo entre las lecciones de la mañana y la casa de muñecas por la tarde. Mi governess era una inglesa delgada y puritana que oficiaba distraídamente. Como yo la veía siempre en otro mundo hacía cuanto quería, y me escapaba sin mayor esfuerzo, al amparo de su sueño, a acostarme bajo un matorral cuajado de retoños violáceos que florecía en los linderos del bosque de pinos. Aquella enramada estaba llena de fantasmas y duendes: los de mi cabeza. Una especie de esencia de adormidera emergía de ese ámbito, tan propicio a las fantasías y a los miedos inexplicables. Cuando mi nana caía dormida ante el tablero de ajedrez en que jugaba consigo misma, yo me alejaba sin ruido, dejando atrás en pocos minutos el jardín y la casa, y al llegar a lo que yo llamaba mí cueva me tendía entre el musgo, sacaba una tarta de zarzamoras y cantaba, pensaba y hablaba con mis hadas madrinas. Fue en una de esas tardes particulares, mientras me partía la cabeza resolviendo un crucigrama onírico, cuando una mano enguantada me tapó la boca y otra los ojos y una voz extraordinaria, más bien ronca, me preguntó con sorna: "¿Quién soy?"
El chiste me lo habían hecho antes, y lo odiaba particularmente. Pero esta vez, ante la violencia con que fui abordada, el tono de la voz y la fuerza presentida de ese cuerpo inclinado sobre mí en un lugar que hasta entonces sólo yo creía conocer, el pánico me llenó y, como no viera en mi agresor intención alguna de soltarme, nada me pareció mejor apropiado que desmayarme en sus brazos... pero antes tuve tiempo de voltear la cabeza: el hombre (pues tal cosa parecía) estaba cubierto por un paño negro con dos agujeros practicados a la altura de los ojos.
Desperté dos horas después, con la noche adueñada del bosque, y a tientas me las arreglé para volver a casa. En ella había revuelo de platos y preocupación por mi tardanza: papá y mamá, como de costumbre, aprovechaban una de mis escapadas para "decirse sus verdades", y gracias a esa circunstancia recibí menos pleito y me ahorré explicaciones que, de cualquier manera, habrían sido absolutamente inútiles.
Mi primer encuentro con el Hombre Embozado pasó, pues, inadvertido, y nunca volvió a colación sino diez años después cuando, al borde de un risco empinadísimo de los Himalayas, el Hombre Embozado me salvó la vida.
La cosa ocurrió así: había yo, confiada excesivamente en mis habilidades como alpinista, decidido escalar el Mustio, siniestro picacho azul de pésima fama entre los aficionados. Por su altura no habría podido competir con el Everest, pero lo superaba en peligrosidad: los tramos erosionados a un grado letal y los deslaves eran frecuentes; clavar el piolet entre dos rocas podía significar la muerte pues, como noté a las pocas horas de ascensión, ninguna grieta brindaba el apoyo que prometía. Mis compañeros, a causa del terror supersticioso de los coolies, eran solamente dos, ambos europeos. A esas inconveniencias se sumaban una cuerda de resistencia dudosa y piolets casi de juguete. No sirvieron de nada mis vacaciones en los Alpes ni mi estadía entre los Cárpatos: el pico Mustio se mostraba implacablemente reacio a mis afanes aventúrescos, y mi romanticismo varias veces estuvo a punto de irse abajo conmigo durante la primera jornada... y con mi marido, rubio mozalbete que, a pesar de ser fuerte, no era docto en montañas.
Los tres formábamos una hilera sostenida por la cuerda, que iba del garfio proverbial a mi marido, pasando por el cinturón del experto que nos guiaba y por el mío, dependiendo así la vida del pobre muchacho de los manejos de un desconocido y de una amateur de las alturas que a cada paso dado se arrepentía y que avanzaba dolorosamente, atreviendo una ojeada entre sus piernas de vez en cuando... y gimiendo al subir. No sin vergüenza ocupé su lugar, pasados ciertos incidentes, y en esas condiciones alcanzamos los primeros (y últimos) tres mil metros sobre el suelo, hasta que por fin resbalé sobre una roca húmeda, donde mantuve milagrosamente el equilibrio con un pie en el vacío y el resto de mi cuerpo aferrado a la nada. El temblor que me recorrió de la cabeza a los pies no hizo más que acelerar mi lenta caída. Sin coraje para gritar, confiaba en que mis compañeros notaran mi tardanza (pues la espesura de la niebla, más que la distancia, nos separaba) y pronto me hallé, no queriendo rectificar si la cuerda se había roto, con la mitad del cuerpo en el aire mientras con mis dos brazos procuraba sostenerme, clavando las uñas en la tersa y nevada piedra. Cuando, a punto de caer, sentí cómo una mano enguantada me halaba con fuerza sobrehumana y me levantaba en vilo, los latidos de mi corazón se redoblaron. Ahí estaba otra vez, como en los días de mi infancia, el Hombre Embozado, el mismo, atrayéndome poderosamente hacia la vida. ¿Por qué..? Primero me había asustado y ahora me salvaba... ¿Por qué..? No cejó en su ayuda hasta que me encontré en un lugar seguro (una especie de plataforma cavada en la montaña). Por supuesto, me desmayé antes de darle las gracias: la seguridad de hallarme en tierra firme y la inseguridad de encontrarme de nuevo con un viejo fantasma, y en tales circunstancias, hicieron inevitable el vértigo.
Al día siguiente emprendimos el descenso: argumenté y fingí una tosferina.
El tercer encuentro ocurrió en mi vejez. Quiso el destino que me persigue inmiscuirme en un crimen pasional en el que tuve una participación indirecta, tan indirecta que ninguna culpabilidad puede imputárseme realmente. No abundaré mucho. Creo, además, que los detalles forman parte ya del dominio público: se trata del famoso "enigma de las tres botellas de salsa" resuelto por Spandrell, detective certero, tan certero que hizo recaer todas las sospechas sobre mí, cómplice relativo y a fin de cuentas inocente. A falta de pruebas para sostenerlo, fui a dar ante un jurado cruel, inmisericorde, que me condenó a morir decapitada.
Haber regalado a la víctima días antes del crimen unas botellas de salsa condimentadora, dos de las cuales fueron insufladas de veneno por sabrá Dios quién, es la prueba concluyente de mi culpabilidad, por absurdo que parezca. Ignoro los motivos del crimen y desconozco al asesino... pero no a la víctima que, por su peculiar inclinación erótica, era dado a merodear barrios de mala muerte y compañías dudosas; adjudico a alguna de ellas el trágico suceso. Spandrell, agobiado seguramente por otros casos, resbaló hacia la opción más cercana, y gracias a él... ¿gracias a él? ¡A estas alturas no puedo estar segura de nada..! El caso es que de pronto me vi sentada en el banquillo de los acusados, escuchando mi sentencia con la cabeza hecha un lío, mirando al juez y mirando su sombra, que por algún juego de luces o una alucinación mía fue tomando el aspecto de un Hombre Embozado que se agazapaba...
Volví a perder el conocimiento, y cuando lo recobré en mi celda, llorando, sólo tuve una pregunta, una última pregunta que plantear: "¿Volveremos a encontrarnos?"
A ésta se sumaban otras dos, y mientras, cabizbaja, era conducida al cadalso, me daban vueltas en la cabeza.
"¿Quién soy?", me había preguntado el Hombre la primera vez.
"¿Por qué me salvaste la vida?" pregunté yo, al borde del abismo.
"¿Volveremos a encontrarnos?" preguntaba ahora, nuevamente.
Antes de que pudiera formularle otra, el Hombre Embozado respondió a todas las preguntas posibles haciendo caer el filo de la guillotina.
El inicio me recordó a El laberinto del fauno, pero luego...
EL HOMBRE EMBOZADO
A VICTORIAN GHOST STORY
La voz de un espíritu llamado Anna dictó al médium Bayrolles el siguiente relato:
Mi primer encuentro con aquel que llamaré el Hombre Embozado ocurrió en 1897, cuando todavía era yo una niña. Pasaba el verano con mi familia, en una casa junto al mar. Mimada y lánguida, fingía dividir mi tiempo entre las lecciones de la mañana y la casa de muñecas por la tarde. Mi governess era una inglesa delgada y puritana que oficiaba distraídamente. Como yo la veía siempre en otro mundo hacía cuanto quería, y me escapaba sin mayor esfuerzo, al amparo de su sueño, a acostarme bajo un matorral cuajado de retoños violáceos que florecía en los linderos del bosque de pinos. Aquella enramada estaba llena de fantasmas y duendes: los de mi cabeza. Una especie de esencia de adormidera emergía de ese ámbito, tan propicio a las fantasías y a los miedos inexplicables. Cuando mi nana caía dormida ante el tablero de ajedrez en que jugaba consigo misma, yo me alejaba sin ruido, dejando atrás en pocos minutos el jardín y la casa, y al llegar a lo que yo llamaba mí cueva me tendía entre el musgo, sacaba una tarta de zarzamoras y cantaba, pensaba y hablaba con mis hadas madrinas. Fue en una de esas tardes particulares, mientras me partía la cabeza resolviendo un crucigrama onírico, cuando una mano enguantada me tapó la boca y otra los ojos y una voz extraordinaria, más bien ronca, me preguntó con sorna: "¿Quién soy?"
El chiste me lo habían hecho antes, y lo odiaba particularmente. Pero esta vez, ante la violencia con que fui abordada, el tono de la voz y la fuerza presentida de ese cuerpo inclinado sobre mí en un lugar que hasta entonces sólo yo creía conocer, el pánico me llenó y, como no viera en mi agresor intención alguna de soltarme, nada me pareció mejor apropiado que desmayarme en sus brazos... pero antes tuve tiempo de voltear la cabeza: el hombre (pues tal cosa parecía) estaba cubierto por un paño negro con dos agujeros practicados a la altura de los ojos.
Desperté dos horas después, con la noche adueñada del bosque, y a tientas me las arreglé para volver a casa. En ella había revuelo de platos y preocupación por mi tardanza: papá y mamá, como de costumbre, aprovechaban una de mis escapadas para "decirse sus verdades", y gracias a esa circunstancia recibí menos pleito y me ahorré explicaciones que, de cualquier manera, habrían sido absolutamente inútiles.
Mi primer encuentro con el Hombre Embozado pasó, pues, inadvertido, y nunca volvió a colación sino diez años después cuando, al borde de un risco empinadísimo de los Himalayas, el Hombre Embozado me salvó la vida.
La cosa ocurrió así: había yo, confiada excesivamente en mis habilidades como alpinista, decidido escalar el Mustio, siniestro picacho azul de pésima fama entre los aficionados. Por su altura no habría podido competir con el Everest, pero lo superaba en peligrosidad: los tramos erosionados a un grado letal y los deslaves eran frecuentes; clavar el piolet entre dos rocas podía significar la muerte pues, como noté a las pocas horas de ascensión, ninguna grieta brindaba el apoyo que prometía. Mis compañeros, a causa del terror supersticioso de los coolies, eran solamente dos, ambos europeos. A esas inconveniencias se sumaban una cuerda de resistencia dudosa y piolets casi de juguete. No sirvieron de nada mis vacaciones en los Alpes ni mi estadía entre los Cárpatos: el pico Mustio se mostraba implacablemente reacio a mis afanes aventúrescos, y mi romanticismo varias veces estuvo a punto de irse abajo conmigo durante la primera jornada... y con mi marido, rubio mozalbete que, a pesar de ser fuerte, no era docto en montañas.
Los tres formábamos una hilera sostenida por la cuerda, que iba del garfio proverbial a mi marido, pasando por el cinturón del experto que nos guiaba y por el mío, dependiendo así la vida del pobre muchacho de los manejos de un desconocido y de una amateur de las alturas que a cada paso dado se arrepentía y que avanzaba dolorosamente, atreviendo una ojeada entre sus piernas de vez en cuando... y gimiendo al subir. No sin vergüenza ocupé su lugar, pasados ciertos incidentes, y en esas condiciones alcanzamos los primeros (y últimos) tres mil metros sobre el suelo, hasta que por fin resbalé sobre una roca húmeda, donde mantuve milagrosamente el equilibrio con un pie en el vacío y el resto de mi cuerpo aferrado a la nada. El temblor que me recorrió de la cabeza a los pies no hizo más que acelerar mi lenta caída. Sin coraje para gritar, confiaba en que mis compañeros notaran mi tardanza (pues la espesura de la niebla, más que la distancia, nos separaba) y pronto me hallé, no queriendo rectificar si la cuerda se había roto, con la mitad del cuerpo en el aire mientras con mis dos brazos procuraba sostenerme, clavando las uñas en la tersa y nevada piedra. Cuando, a punto de caer, sentí cómo una mano enguantada me halaba con fuerza sobrehumana y me levantaba en vilo, los latidos de mi corazón se redoblaron. Ahí estaba otra vez, como en los días de mi infancia, el Hombre Embozado, el mismo, atrayéndome poderosamente hacia la vida. ¿Por qué..? Primero me había asustado y ahora me salvaba... ¿Por qué..? No cejó en su ayuda hasta que me encontré en un lugar seguro (una especie de plataforma cavada en la montaña). Por supuesto, me desmayé antes de darle las gracias: la seguridad de hallarme en tierra firme y la inseguridad de encontrarme de nuevo con un viejo fantasma, y en tales circunstancias, hicieron inevitable el vértigo.
Al día siguiente emprendimos el descenso: argumenté y fingí una tosferina.
El tercer encuentro ocurrió en mi vejez. Quiso el destino que me persigue inmiscuirme en un crimen pasional en el que tuve una participación indirecta, tan indirecta que ninguna culpabilidad puede imputárseme realmente. No abundaré mucho. Creo, además, que los detalles forman parte ya del dominio público: se trata del famoso "enigma de las tres botellas de salsa" resuelto por Spandrell, detective certero, tan certero que hizo recaer todas las sospechas sobre mí, cómplice relativo y a fin de cuentas inocente. A falta de pruebas para sostenerlo, fui a dar ante un jurado cruel, inmisericorde, que me condenó a morir decapitada.
Haber regalado a la víctima días antes del crimen unas botellas de salsa condimentadora, dos de las cuales fueron insufladas de veneno por sabrá Dios quién, es la prueba concluyente de mi culpabilidad, por absurdo que parezca. Ignoro los motivos del crimen y desconozco al asesino... pero no a la víctima que, por su peculiar inclinación erótica, era dado a merodear barrios de mala muerte y compañías dudosas; adjudico a alguna de ellas el trágico suceso. Spandrell, agobiado seguramente por otros casos, resbaló hacia la opción más cercana, y gracias a él... ¿gracias a él? ¡A estas alturas no puedo estar segura de nada..! El caso es que de pronto me vi sentada en el banquillo de los acusados, escuchando mi sentencia con la cabeza hecha un lío, mirando al juez y mirando su sombra, que por algún juego de luces o una alucinación mía fue tomando el aspecto de un Hombre Embozado que se agazapaba...
Volví a perder el conocimiento, y cuando lo recobré en mi celda, llorando, sólo tuve una pregunta, una última pregunta que plantear: "¿Volveremos a encontrarnos?"
A ésta se sumaban otras dos, y mientras, cabizbaja, era conducida al cadalso, me daban vueltas en la cabeza.
"¿Quién soy?", me había preguntado el Hombre la primera vez.
"¿Por qué me salvaste la vida?" pregunté yo, al borde del abismo.
"¿Volveremos a encontrarnos?" preguntaba ahora, nuevamente.
Antes de que pudiera formularle otra, el Hombre Embozado respondió a todas las preguntas posibles haciendo caer el filo de la guillotina.
Ufff buenísimo. Me pregunto si ya se me habrá aparecido alguna vez mi hombre embozado...
ResponderEliminarSi, me encantó.
ResponderEliminarEspero que no se te haya aparecido aún; y si lo hace, que sea en forma de conejo...